Colaboración: Los geniecillos de La Habana
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Desde la primera vez que pisé La Habana, hace cuarenta años, estuve seguro de que era una ciudad mágica. Los autobuses del aeropuerto te llevaban al hotel cuando los ruidos que hacía el motor indicaban que no estaban ni para salir del garaje. Pura magia.
Antes, en Gander, Canadá, donde el avión de Aeroflot había aterrizado casi mágicamente dado su estado, volvimos a la magia de cualquier película musical cuando varios patrulleros canadienses nos dieron un recital de luces y sirenas.
Luego nos metieron en una sala que mágicamente tenía cerveza fresca. Menos mágico porque fuera hacía como 20 grados centígrados bajo cero.
Mis primeros días en la capital cubana fueron también mágicos. Los ascensores, que tanto me habían denostado en París, funcionaban aunque algunos desprendiesen un olor curioso que nada tenía de mágico.
La gente era mágicamente simpática y acogedora, para mí que venía de París, una ciudad donde el malhumor es la seña de identidad más frecuente.
Compartí espacio en una sala de prensa abarrotada con el argentino Fernando Birri, un mago del cine argentino que expresaba el neorrealismo latinoamericano como nadie.
En las calles, por las que circulábamos en minibuses para ir del hotel al cine, no había luces ("estamos con los apagones", me informó una deliciosa y mágica azafata). Ya en el cine, la luz volvió como por arte de magia y las películas se proyectaron como si hubiésemos estado en Broadway.
Los mágicos apagones permitían estrechar amistades porque fatalmente, a la salida del Chaplin o del Yara, nos agarrábamos los unos a los otros. Y los más eruditos psiquiatras afirman que la proximidad hace la amistad.
No veíamos nada mientras pisábamos los adoquines de las calles pero manteníamos charlas de lo más maravilloso sobre las películas que estábamos viendo.
Los apagones me enseñaron más que la Cinemateca de París.
Era mágico que en Calle 23 un muchacho simpático y parlanchín te ofreciera aliviarte e incluso curar problemas de salud que uno arrastraba desde hacía tiempo. El PPG te devolvía alegría y virilidad. Y lo más mágico es que de regreso a París un farmacéutico viajero me aseguro que ese medicamento podía cumplir sus promesas.
Todos milagros callejeros que no le hubiesen desagradado a Vittorio de Sica hace muchos, muchos años, cuarenta mil quizá.
Y ahora me entero de que la magia de La Habana vuelve a manifestarse. Hasta los norteamericanos, que suelen ser difíciles a la hora de admitir los logros de los demás, están espatarraos de admiración, tanto que algunos, diplomáticos en puesto en Cuba, han salido huyendo hacia los Estados Unidos.
Cuentan que el mérito del espanto lo tiene un agudo sonido que atraviesa puertas, ventanas y hasta paredes y ha dejado a varios de esos diplomáticos con malestares y otras cosillas. Por supuesto que a ninguno de le ha ocurrido pensar en la magia y ya se han lanzado a elucubrar sobre no se sabe qué maldad.
Dada mi experiencia en los geniecillos habaneros, yo me inclinaría por pensar que Mogwai y sus compinches andan sueltos por La Habana haciendo de las suyas.
Mogwai era aquel simpático peluche que nos hizo descubrir el director Joe Dante en 1984 con una película en que estos animalitos, que sufrían extrañas y mágicas transformaciones cuando les echaban agua, armaban la marimorena allí donde se encontraban. Y quien les dice a ustedes…
He pensado también en aquel hombre invisible que apareció en nuestras vidas en 1933 descubierto en una película de James Whale pero inventado por H. G. Wells.
El personaje era en su primera versión un criminal que se escondía en la invisibilidad que había adquirido probablemente con malas artes. Iba siempre vendado de la cabeza a los pies y cuando pensaba que su vida peligraba se quitaba todos los trapos y desaparecía.
No quiero asustar a los habaneros, pero deberían ustedes tener especial cuidado con los extranjeros que circulen muy arropados y con gafas negras. Puede que sea un hombre invisible.
Y si les regalan un peluche, asegúrense que no es el mismísimo Mogwai o alguno de sus divertidos amigos. Puros geniecillos.
Quizá así podría averiguarse qué pasa con esos ataques sónicos de los que ahora se habla en el mundo entero.
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Desde la primera vez que pisé La Habana, hace cuarenta años, estuve seguro de que era una ciudad mágica. Los autobuses del aeropuerto te llevaban al hotel cuando los ruidos que hacía el motor indicaban que no estaban ni para salir del garaje. Pura magia.
Antes, en Gander, Canadá, donde el avión de Aeroflot había aterrizado casi mágicamente dado su estado, volvimos a la magia de cualquier película musical cuando varios patrulleros canadienses nos dieron un recital de luces y sirenas.
Luego nos metieron en una sala que mágicamente tenía cerveza fresca. Menos mágico porque fuera hacía como 20 grados centígrados bajo cero.
Mis primeros días en la capital cubana fueron también mágicos. Los ascensores, que tanto me habían denostado en París, funcionaban aunque algunos desprendiesen un olor curioso que nada tenía de mágico.
La gente era mágicamente simpática y acogedora, para mí que venía de París, una ciudad donde el malhumor es la seña de identidad más frecuente.
Compartí espacio en una sala de prensa abarrotada con el argentino Fernando Birri, un mago del cine argentino que expresaba el neorrealismo latinoamericano como nadie.
En las calles, por las que circulábamos en minibuses para ir del hotel al cine, no había luces ("estamos con los apagones", me informó una deliciosa y mágica azafata). Ya en el cine, la luz volvió como por arte de magia y las películas se proyectaron como si hubiésemos estado en Broadway.
Los mágicos apagones permitían estrechar amistades porque fatalmente, a la salida del Chaplin o del Yara, nos agarrábamos los unos a los otros. Y los más eruditos psiquiatras afirman que la proximidad hace la amistad.
No veíamos nada mientras pisábamos los adoquines de las calles pero manteníamos charlas de lo más maravilloso sobre las películas que estábamos viendo.
Los apagones me enseñaron más que la Cinemateca de París.
Era mágico que en Calle 23 un muchacho simpático y parlanchín te ofreciera aliviarte e incluso curar problemas de salud que uno arrastraba desde hacía tiempo. El PPG te devolvía alegría y virilidad. Y lo más mágico es que de regreso a París un farmacéutico viajero me aseguro que ese medicamento podía cumplir sus promesas.
Todos milagros callejeros que no le hubiesen desagradado a Vittorio de Sica hace muchos, muchos años, cuarenta mil quizá.
Y ahora me entero de que la magia de La Habana vuelve a manifestarse. Hasta los norteamericanos, que suelen ser difíciles a la hora de admitir los logros de los demás, están espatarraos de admiración, tanto que algunos, diplomáticos en puesto en Cuba, han salido huyendo hacia los Estados Unidos.
Cuentan que el mérito del espanto lo tiene un agudo sonido que atraviesa puertas, ventanas y hasta paredes y ha dejado a varios de esos diplomáticos con malestares y otras cosillas. Por supuesto que a ninguno de le ha ocurrido pensar en la magia y ya se han lanzado a elucubrar sobre no se sabe qué maldad.
Dada mi experiencia en los geniecillos habaneros, yo me inclinaría por pensar que Mogwai y sus compinches andan sueltos por La Habana haciendo de las suyas.
Mogwai era aquel simpático peluche que nos hizo descubrir el director Joe Dante en 1984 con una película en que estos animalitos, que sufrían extrañas y mágicas transformaciones cuando les echaban agua, armaban la marimorena allí donde se encontraban. Y quien les dice a ustedes…
He pensado también en aquel hombre invisible que apareció en nuestras vidas en 1933 descubierto en una película de James Whale pero inventado por H. G. Wells.
El personaje era en su primera versión un criminal que se escondía en la invisibilidad que había adquirido probablemente con malas artes. Iba siempre vendado de la cabeza a los pies y cuando pensaba que su vida peligraba se quitaba todos los trapos y desaparecía.
No quiero asustar a los habaneros, pero deberían ustedes tener especial cuidado con los extranjeros que circulen muy arropados y con gafas negras. Puede que sea un hombre invisible.
Y si les regalan un peluche, asegúrense que no es el mismísimo Mogwai o alguno de sus divertidos amigos. Puros geniecillos.
Quizá así podría averiguarse qué pasa con esos ataques sónicos de los que ahora se habla en el mundo entero.
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