Colaboración: La Cuba de mi cine
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Cincuenta y pico de años no son nada, que decía más o menos aquel tango tan soberbiamente irreal. Cuba inicia una nueva andadura que ha pasado por una reconciliación con los norteamericanos, su bandera, su presidente, su manera de vivir. Después de más de cincuenta años de ilusión, desilusión, alegrías y llantos. Imagino que debe de ser muy difícil haber vivido, muchos en un sufrimiento de parto inacabable, toda una Revolución con dificultades interminables, sacrificios que ni se cuentan, necesidad, escasez. Y ahora, de nuevo, volver a empezar, olvidar lo o intentar olvidar aquello y lo otro, y no sólo necesariamente lo otro sino también aquello que se vivió en un sinvivir. Es realmente surrealista.
Suelo presumir de cuánto supuso la Revolución cubana para muchos europeos de mi generación, aquellos que teníamos veinte años cuando Fidel Castro derrocó a Batista y en planos cinematográficos inolvidables entraron todos en La Habana, con barba y muchas esperanzas.
Porque supongo que ellos también, los que protagonizaron esa historia a la que Ennio Morricone pudo haber puesto música y que Sergio Leone habría dirigido con mi misma ilusión bobalicona, tenían realmente esperanzas cuando desde Sierra Maestra a La Habana anduvieron por caminos de tiros y sangre, de dolor y lágrimas hasta llegar.
Y el Comandante mandó parar.
Confieso, y me importa un carajo, que me vuelvan a fusilar en el paredón del pensamiento incorrecto que tanto nos gusta en Europa, que para mí, y para todos aquellos que en París empezábamos a vivir, aquel comienzo de Revolución, era en 1959, fue un soplo de aire para jóvenes pulmones que solo habían respirado capitalismo.
Ya sé que las cosas no son así. Más de un amigo cubano ha intentado explicármelo. Que no sé de lo que hablo, porque no lo viví, y sobre todo no lo sufrí, que si no ya me habría acordado y sería menos gallito hablando de cosas tan serias como es la vida de la gente.
Porque aquí, en la lejana Europa, con París como punto central para mí, las cosas se veían color de rosa.
Todos los que pensábamos, creíamos que el cine era una verdad diferida. Aquellas imágenes de una Revolución que decía querer hacerse por una vida mejor, por una forma diferente y siempre hacia adelante, nos parecían palabras divinas.
Cuando en Mayo de 1968 se armó la marimorena en París, el general Charles de Gaulle hizo mutis por el foro y de las calles, cuyos pavés eran desmontados para servir de arma arrojadiza contra las fuerzas del orden, se apoderó una pandilla de muchachos y muchachas que gritaban que había que prohibir el maldito verbo prohibir, No sentí ni mucho menos la misma emoción, ni siquiera un poquito, que con aquella Revolución de gente joven pero tan lejana y de la que yo no conocía de nada. Y seguí sin comprender nada por los siglos de los siglos amén. Porque cada europeo cree que puede salvar al mundo apadrinando a un negrito africano.
Una vez más, el cine me había engañado con su maniquea forma de enfocar la libertad y la justicia.
Y eso que Mayo del 68 yo lo viví en directo y sin trucos. Vivía en la misma ciudad donde se contaba, se rumoreaba y hasta se chismorreaba, que Yves Montand dejaba su Rolls muy lejos de una manifestación y mientras acudía donde lo esperaba la multitud iba quitándose la corbata y manoseándose el pelo para que nadie viera que estaba recién peinadito…
Dani el rojo, un estudiante alemán de pocos años e ideas probablemente generosas, que con sus gritos en un francés impecable se llevaba de calle a todos los que creían que sólo faltaba que el acorazado “Potemkine” hubiese echado anclas en el Sena.
De Gaulle, en hábil estratega, se escondía en una base militar francesa de la vecina Alemania, de donde saldría a finales de aquel mismo mes para dar la puntilla con una marcial alocución radiofónica a algo que no tenía de revolución más que los buenos propósitos de enmienda y poco más.
Lo único que nos quedó a muchos de aquel intento revolucionario en la ciudad más bella del mundo es que teníamos que ir a echar gasolina a la frontera con Bélgica, que los bancos estaban cerrados y conseguir dinero en efectivo era un problemón y cuatro cosas más tan vilmente prácticas.
También tuvo su folclore. Un día, desde los ventanales de la Agencia France Presse, en la Place de la Bourse, vimos cómo alguien había intentado meterle fuego a la bellísima bolsa de valores, de la que éramos vecinos.
Xavier Domingo, el inefable periodista catalán que formaba parte de aquel equipo de periodistas jóvenes para América Latina y España, se precipitó sobre su máquina y escribió un corto despacho URGENTE que estremeció a las redacciones del mundo entero:
PARIS- El templo del capitalismo estaba ardiendo hoy en París.
La formulación tal vez no sea exacta pero sí algo parecido. A fuerza de contar algo uno termina por desvirtuarlo.
La Revolución cubana había tomado por aquel entonces su velocidad de crucero aunque ya todo no iba como se decía ni como se había previsto o siquiera pensado.
Pero qué más da, pensábamos nosotros los europeos que no teníamos y no queríamos guardar más que una imagen bonita y agradable, que nos permitiese vivir mejor en nuestras cabecitas llenas de cuitas freudianas y que nunca habían conocido el dilema del ladrón de bicicletas que vivían cientos de miles, tal vez millones de cubanos.
Mucho más tarde, en 1985, pisé por primera vez la isla que tanto me había hecho soñar para cubrir el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano.
Anduve por La Habana, hablé con mucha gente, tanto con los que querían venderme PPG, medicamento capaz de curar hasta la impotencia, como personeros del gobierno, periodistas a las órdenes del Gobierno y que eran mucho más listos que yo y jineteras, punto y aparte en la prostitución. Me creí todo lo que me contaron quienes tenían interés en que yo me creyese lo que ellos querían que creyese. Y me sentí el más feliz del mundo porque el cuerpo me pedía creer en mi sueño no en la realidad.
Años después, en otros viajes, comprendí que no, aquella Revolución que ya había cumplido la mayoría de edad no era tan fácil de entender como el incauto que yo era había creído.
El de las jineteras fue probablemente en los años ochenta el movimiento más reivindicativos de unas mujeres que no tuvieron tanto que decir como los hombres en todos esos años de cambios.
Había un río ancho y profundo entre la realidad que los cubanos padecían y las apariencias que a mí me hacían tan feliz. Hice propaganda de aquella nueva Cuba con toda la inocencia de los primeros discípulos de Jesús que todavía no habían oído hablar del Santo Grial ni imaginaban que su líder terminaría crucificado de la manera más ignominiosa, porque en eso los imperialistas romanos se las sabían todas.
La última vez que estuve en La Habana –2011, todavía no se había firmado la paz de los bravos—me pareció que la clientela del Hotel Nacional había cambiado. Se oía hablar inglés chapucero y sin galanía más que en otros viajes.
Incluso ya se podían comer hamburguesas, beber Coca-Cola… Placeres divinos de todos los que vivimos desde siempre bajo la protección benevolente del Imperio. Qué bien…
De todo aquello, el recuerdo más grato y más veraz me lleva hasta el cine Chaplin, frente al cual había un supermercado encantador donde un día pasé un rato fisgando. Era una tienda pobre, como todas las que se veían en La Habana, pero la maravillosa simpatía más que cariñosa de las dependientas podía con todo. Me invitaron a tomar ese buchito de café que era como los helados de Coppelia, único. Y otra vez recobré la fe en la Revolución.
Han pasado más de cincuenta años. Y ya no sé si tengo que seguir escribiendo Revolución con mayúscula.
Luego, mucho luego o poco luego, que poco o más da para el cuento, aquel maravilloso lugar donde yo me hubiese psicoanalizado, se convirtió en un bar de copas para tarjetas Visa y American Express. Ciao, Revolución. Hola, revolución.
Pero por mí también han pasado años, muchos años. Pero con el enorme privilegio de no haber tenido que sufrirlos con el desánimo, con la falta de todo y las ganas de cualquier cosa, como les ha ocurrido a muchos cubanos.
Desde aquí, gracias por no haberme quitado mis ilusiones.
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Cincuenta y pico de años no son nada, que decía más o menos aquel tango tan soberbiamente irreal. Cuba inicia una nueva andadura que ha pasado por una reconciliación con los norteamericanos, su bandera, su presidente, su manera de vivir. Después de más de cincuenta años de ilusión, desilusión, alegrías y llantos. Imagino que debe de ser muy difícil haber vivido, muchos en un sufrimiento de parto inacabable, toda una Revolución con dificultades interminables, sacrificios que ni se cuentan, necesidad, escasez. Y ahora, de nuevo, volver a empezar, olvidar lo o intentar olvidar aquello y lo otro, y no sólo necesariamente lo otro sino también aquello que se vivió en un sinvivir. Es realmente surrealista.
Suelo presumir de cuánto supuso la Revolución cubana para muchos europeos de mi generación, aquellos que teníamos veinte años cuando Fidel Castro derrocó a Batista y en planos cinematográficos inolvidables entraron todos en La Habana, con barba y muchas esperanzas.
Porque supongo que ellos también, los que protagonizaron esa historia a la que Ennio Morricone pudo haber puesto música y que Sergio Leone habría dirigido con mi misma ilusión bobalicona, tenían realmente esperanzas cuando desde Sierra Maestra a La Habana anduvieron por caminos de tiros y sangre, de dolor y lágrimas hasta llegar.
Y el Comandante mandó parar.
Confieso, y me importa un carajo, que me vuelvan a fusilar en el paredón del pensamiento incorrecto que tanto nos gusta en Europa, que para mí, y para todos aquellos que en París empezábamos a vivir, aquel comienzo de Revolución, era en 1959, fue un soplo de aire para jóvenes pulmones que solo habían respirado capitalismo.
Ya sé que las cosas no son así. Más de un amigo cubano ha intentado explicármelo. Que no sé de lo que hablo, porque no lo viví, y sobre todo no lo sufrí, que si no ya me habría acordado y sería menos gallito hablando de cosas tan serias como es la vida de la gente.
Porque aquí, en la lejana Europa, con París como punto central para mí, las cosas se veían color de rosa.
Todos los que pensábamos, creíamos que el cine era una verdad diferida. Aquellas imágenes de una Revolución que decía querer hacerse por una vida mejor, por una forma diferente y siempre hacia adelante, nos parecían palabras divinas.
Cuando en Mayo de 1968 se armó la marimorena en París, el general Charles de Gaulle hizo mutis por el foro y de las calles, cuyos pavés eran desmontados para servir de arma arrojadiza contra las fuerzas del orden, se apoderó una pandilla de muchachos y muchachas que gritaban que había que prohibir el maldito verbo prohibir, No sentí ni mucho menos la misma emoción, ni siquiera un poquito, que con aquella Revolución de gente joven pero tan lejana y de la que yo no conocía de nada. Y seguí sin comprender nada por los siglos de los siglos amén. Porque cada europeo cree que puede salvar al mundo apadrinando a un negrito africano.
Una vez más, el cine me había engañado con su maniquea forma de enfocar la libertad y la justicia.
Y eso que Mayo del 68 yo lo viví en directo y sin trucos. Vivía en la misma ciudad donde se contaba, se rumoreaba y hasta se chismorreaba, que Yves Montand dejaba su Rolls muy lejos de una manifestación y mientras acudía donde lo esperaba la multitud iba quitándose la corbata y manoseándose el pelo para que nadie viera que estaba recién peinadito…
Dani el rojo, un estudiante alemán de pocos años e ideas probablemente generosas, que con sus gritos en un francés impecable se llevaba de calle a todos los que creían que sólo faltaba que el acorazado “Potemkine” hubiese echado anclas en el Sena.
De Gaulle, en hábil estratega, se escondía en una base militar francesa de la vecina Alemania, de donde saldría a finales de aquel mismo mes para dar la puntilla con una marcial alocución radiofónica a algo que no tenía de revolución más que los buenos propósitos de enmienda y poco más.
Lo único que nos quedó a muchos de aquel intento revolucionario en la ciudad más bella del mundo es que teníamos que ir a echar gasolina a la frontera con Bélgica, que los bancos estaban cerrados y conseguir dinero en efectivo era un problemón y cuatro cosas más tan vilmente prácticas.
También tuvo su folclore. Un día, desde los ventanales de la Agencia France Presse, en la Place de la Bourse, vimos cómo alguien había intentado meterle fuego a la bellísima bolsa de valores, de la que éramos vecinos.
Xavier Domingo, el inefable periodista catalán que formaba parte de aquel equipo de periodistas jóvenes para América Latina y España, se precipitó sobre su máquina y escribió un corto despacho URGENTE que estremeció a las redacciones del mundo entero:
PARIS- El templo del capitalismo estaba ardiendo hoy en París.
La formulación tal vez no sea exacta pero sí algo parecido. A fuerza de contar algo uno termina por desvirtuarlo.
La Revolución cubana había tomado por aquel entonces su velocidad de crucero aunque ya todo no iba como se decía ni como se había previsto o siquiera pensado.
Pero qué más da, pensábamos nosotros los europeos que no teníamos y no queríamos guardar más que una imagen bonita y agradable, que nos permitiese vivir mejor en nuestras cabecitas llenas de cuitas freudianas y que nunca habían conocido el dilema del ladrón de bicicletas que vivían cientos de miles, tal vez millones de cubanos.
Mucho más tarde, en 1985, pisé por primera vez la isla que tanto me había hecho soñar para cubrir el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano.
Anduve por La Habana, hablé con mucha gente, tanto con los que querían venderme PPG, medicamento capaz de curar hasta la impotencia, como personeros del gobierno, periodistas a las órdenes del Gobierno y que eran mucho más listos que yo y jineteras, punto y aparte en la prostitución. Me creí todo lo que me contaron quienes tenían interés en que yo me creyese lo que ellos querían que creyese. Y me sentí el más feliz del mundo porque el cuerpo me pedía creer en mi sueño no en la realidad.
Años después, en otros viajes, comprendí que no, aquella Revolución que ya había cumplido la mayoría de edad no era tan fácil de entender como el incauto que yo era había creído.
El de las jineteras fue probablemente en los años ochenta el movimiento más reivindicativos de unas mujeres que no tuvieron tanto que decir como los hombres en todos esos años de cambios.
Había un río ancho y profundo entre la realidad que los cubanos padecían y las apariencias que a mí me hacían tan feliz. Hice propaganda de aquella nueva Cuba con toda la inocencia de los primeros discípulos de Jesús que todavía no habían oído hablar del Santo Grial ni imaginaban que su líder terminaría crucificado de la manera más ignominiosa, porque en eso los imperialistas romanos se las sabían todas.
La última vez que estuve en La Habana –2011, todavía no se había firmado la paz de los bravos—me pareció que la clientela del Hotel Nacional había cambiado. Se oía hablar inglés chapucero y sin galanía más que en otros viajes.
Incluso ya se podían comer hamburguesas, beber Coca-Cola… Placeres divinos de todos los que vivimos desde siempre bajo la protección benevolente del Imperio. Qué bien…
De todo aquello, el recuerdo más grato y más veraz me lleva hasta el cine Chaplin, frente al cual había un supermercado encantador donde un día pasé un rato fisgando. Era una tienda pobre, como todas las que se veían en La Habana, pero la maravillosa simpatía más que cariñosa de las dependientas podía con todo. Me invitaron a tomar ese buchito de café que era como los helados de Coppelia, único. Y otra vez recobré la fe en la Revolución.
Han pasado más de cincuenta años. Y ya no sé si tengo que seguir escribiendo Revolución con mayúscula.
Luego, mucho luego o poco luego, que poco o más da para el cuento, aquel maravilloso lugar donde yo me hubiese psicoanalizado, se convirtió en un bar de copas para tarjetas Visa y American Express. Ciao, Revolución. Hola, revolución.
Pero por mí también han pasado años, muchos años. Pero con el enorme privilegio de no haber tenido que sufrirlos con el desánimo, con la falta de todo y las ganas de cualquier cosa, como les ha ocurrido a muchos cubanos.
Desde aquí, gracias por no haberme quitado mis ilusiones.
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