Colaboración: Cambio películas por daños de guerra
- por © P.L./-NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal *
Si en 1946 Francia no hubiese permitido la entrada de películas norteamericanas en su territorio para poder trincar un millonario e imprescindible crédito de Estados Unidos (acuerdos Blue-Byrnes), la interminable reata de analfabetos congénitos europeos que afean el mundo nos tendrían probablemente todavía enterrados en el año I de la prehistoria del entender.
Un año después de terminar la II Guerra Mundial (1939-1945) los siempre interesados norteamericanos ofrecen al gobierno francés dinero para empezar a paliar las carencias y destrucciones dejadas por la infame guerra. Pero, a cambio, los films norteamericanos podrán circular libremente en Francia, prevé el contrato.
A primera vista parece espeluznante que la salvación de millones de personas dependiese únicamente de que los productores de Hollywood pudiesen hace su agosto en las salas de proyección europeas. Si a Hitler se le hubiese ocurrido ese siniestro trueque de películas por vidas humanas, el tribunal de Nuremberg habría tenido que comprar adjetivos.
Pero, por otra parte, ¿qué habría pasado si el gobierno de turno francés hubiese sido ultra algo y opuesto a esa invasión yanqui? Pues, eso, que en poco tiempo se habría producido una hambruna en el saber, amén de la muerte de millones de descamisados de la guerra.
¿Qué habría sido de todos aquellos, pobres pecadores, que descubrimos en las aventuras importadas para la pantalla razones de vivir y un cayado para seguir adelante cuando la vida se torcía? ¿Qué habría sido de tantas Juanitas como la del escritor español Andrés Vázquez, mamadas y educadas en las salas de cine del Tánger Internacional donde los norteamericanos contaban sus cuentos en celuloide?
Con o sin guerra, Francia seguía siendo la patria de la libertad y de la cultura, dos conceptos que difícilmente pueden separarse. Los grandes comerciantes de Estados Unidos, para los que el cine no pasaba de ser una mercancía más, consideraban ya que la expansión de su cine por el mundo era una necesidad nacional y que Francia podía ser una excelente puerta de entrada.
Esos ávidos ganadólares no se dieron cuenta del favor que nos hacían. Sin la literatura negra norteamericana, que llegó arrastrada por el cine, la Europa de la postguerra hubiese sido un desierto cultural. Los países que más hubiesen podido rodar, Francia, Italia y Gran Bretaña, tenían al acabar la guerra tantas y tan inmediatas labores de reconstrucción que el cine era la última de sus preocupaciones.
Pero sigamos soñando, que soñar es lo único que todavía no está gravado por impuestos y otras prohibiciones.
Soñar cuesta poco o casi nada. ¿Qué habría sido de los millones de personas que en aquella salida de la guerra nacían a la vida y se encontraban sin la posibilidad de refugiarse en una sala de cine? ¿Sin meterse entre las patas de los caballos de más de una Diligencia o aferrarse a los Winchester de más de un OK Corral?
Con la oleada de cine salido de los estudios de Hollywood, que se habían convertido en una poderosa industria que el gobierno de Washington defendía y ponía por bandera en cualquier negociación internacional, llegó a Europa el chicle de la evasión.
Cuando los soldados norteamericanos que decidieron luchar por una Europa libre frente al nazismo y al fascismo, aunque no antes de que Japón les pusiera de rodillas atacando Pearl Harbour, Europa conoció la goma de mascar, los cigarrillos rubios y las raciones alimentarias del ejército.
Todos fuimos prostitutas de Nápoles o París, gracias a las cuales una mayoría de los soldaditos de plomo con los bolsillos llenos de preservativos aprendieron que el sexo del que se avergonzaban a diario servía para algo más que para mear.
Los cines europeos arrinconaron los clásicos rodados durante la guerra o inmediatamente después por Francia y Alemania, y hubo que ponerse a aprender fundamentos de inglés para poderse meter en aquel cine tan pulcro y a ratos tan malo.
Lo principal es que los niños europeos a quienes nuestros padres nos habían contado una guerra terrible, la del Bien contra el Mal, la de los gentiles contra los nefastos nazis y otros japoneses extraños y crueles en más de una selva que pisarían Errol Flynn y sus boys, pudimos soñar.
Entramos en la civilización norteamericana vía el cine que algunos nos inyectábamos en vena como en Indochina seguían fumándose la cosecha del opio en busca de un mundo mejor. Al volver a Europa, aquellos colonos de Indochina acostumbraron a evadirse de la fea realidad con jeringazos de morfina.
Los jerifartes de Hollywood no tenían in mente ninguna misión evangelizadora cuando decidieron invadir Europa y el resto del mundo con lo que mejor sabían hacer, el cine. Seguro que ni se les pasó un segundo por las largas cuentas de exportaciones. Pero para nosotros, muchachos de un continente que todavía casi no tenía nombre, fue la salvación.
Ya mucho más tarde, cuando aprendimos a leer, un editor francés inventó la Série Noire, colección de novelas policíacas inigualables en las que deletreamos primero, leímos más tarde y adoramos al cabo de un rato a los Carter Brown, James Hadley Chase, Ed McBain, Raymond Chandler, Francis Ryck, Erle Stanley Gardner…
Ellos nos hicieron descubrir el latir de las grandes y pequeñas ciudades norteamericanas. El drama urbano en toda su esencia. Y llegamos a amar esas calles tan lejanas de nuestra comprensión donde, nos contaban, había hombres malísimos y mujeres buenísimas, bueno, casi santas, pensé yo que era todavía muy inocente.
Para mí ya eran los años sesenta. En París, en pleno Bulevar de los Italianos, uno de esos rincones que nada más que están en esa latitud, hay un pasaje comercial donde fungen los mejores libreros de viejo, de vieja Série Noire. Aprendí tanto con ellos como con un master en la Universidad de Berkley.
Por Francia apareció Eddie Constantine, un actor norteamericano de cara de malas pulgas y pasado de viruela que no soltó su acento yanqui hasta morirse. El cine francés se sintió entonces norteamericano y surgió un subgénero del que el bueno de Constantine se benefició aunque nunca fue el gran actor que probablemente quiso ser alguna vez.
Pero tampoco quienes seguimos los cursos de esa universidad del cine y de la literatura que nos brindaron películas y libros llegamos nunca a nada. Eso sí, la mayoría de aquellos ex alumnos de la esperanza supimos, creímos, que pese a todo había buenos y malos y que tal vez pudiésemos silbar cuando los necesitáramos, los buenos claro.
Hoy sabemos que ya ni siquiera nos queda París como tabla de salvación–la mayoría de los turistas europeos prefieren el vecino parque de atracciones de EuroDisney-- y que si silbas para que la guapa te eche una mano, lo más probable es que un policía te de la lata.
(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro: "Crónicas sin güisqui" (www. publibook.com).
Si en 1946 Francia no hubiese permitido la entrada de películas norteamericanas en su territorio para poder trincar un millonario e imprescindible crédito de Estados Unidos (acuerdos Blue-Byrnes), la interminable reata de analfabetos congénitos europeos que afean el mundo nos tendrían probablemente todavía enterrados en el año I de la prehistoria del entender.
Un año después de terminar la II Guerra Mundial (1939-1945) los siempre interesados norteamericanos ofrecen al gobierno francés dinero para empezar a paliar las carencias y destrucciones dejadas por la infame guerra. Pero, a cambio, los films norteamericanos podrán circular libremente en Francia, prevé el contrato.
A primera vista parece espeluznante que la salvación de millones de personas dependiese únicamente de que los productores de Hollywood pudiesen hace su agosto en las salas de proyección europeas. Si a Hitler se le hubiese ocurrido ese siniestro trueque de películas por vidas humanas, el tribunal de Nuremberg habría tenido que comprar adjetivos.
Pero, por otra parte, ¿qué habría pasado si el gobierno de turno francés hubiese sido ultra algo y opuesto a esa invasión yanqui? Pues, eso, que en poco tiempo se habría producido una hambruna en el saber, amén de la muerte de millones de descamisados de la guerra.
¿Qué habría sido de todos aquellos, pobres pecadores, que descubrimos en las aventuras importadas para la pantalla razones de vivir y un cayado para seguir adelante cuando la vida se torcía? ¿Qué habría sido de tantas Juanitas como la del escritor español Andrés Vázquez, mamadas y educadas en las salas de cine del Tánger Internacional donde los norteamericanos contaban sus cuentos en celuloide?
Con o sin guerra, Francia seguía siendo la patria de la libertad y de la cultura, dos conceptos que difícilmente pueden separarse. Los grandes comerciantes de Estados Unidos, para los que el cine no pasaba de ser una mercancía más, consideraban ya que la expansión de su cine por el mundo era una necesidad nacional y que Francia podía ser una excelente puerta de entrada.
Esos ávidos ganadólares no se dieron cuenta del favor que nos hacían. Sin la literatura negra norteamericana, que llegó arrastrada por el cine, la Europa de la postguerra hubiese sido un desierto cultural. Los países que más hubiesen podido rodar, Francia, Italia y Gran Bretaña, tenían al acabar la guerra tantas y tan inmediatas labores de reconstrucción que el cine era la última de sus preocupaciones.
Pero sigamos soñando, que soñar es lo único que todavía no está gravado por impuestos y otras prohibiciones.
Soñar cuesta poco o casi nada. ¿Qué habría sido de los millones de personas que en aquella salida de la guerra nacían a la vida y se encontraban sin la posibilidad de refugiarse en una sala de cine? ¿Sin meterse entre las patas de los caballos de más de una Diligencia o aferrarse a los Winchester de más de un OK Corral?
Con la oleada de cine salido de los estudios de Hollywood, que se habían convertido en una poderosa industria que el gobierno de Washington defendía y ponía por bandera en cualquier negociación internacional, llegó a Europa el chicle de la evasión.
Cuando los soldados norteamericanos que decidieron luchar por una Europa libre frente al nazismo y al fascismo, aunque no antes de que Japón les pusiera de rodillas atacando Pearl Harbour, Europa conoció la goma de mascar, los cigarrillos rubios y las raciones alimentarias del ejército.
Todos fuimos prostitutas de Nápoles o París, gracias a las cuales una mayoría de los soldaditos de plomo con los bolsillos llenos de preservativos aprendieron que el sexo del que se avergonzaban a diario servía para algo más que para mear.
Los cines europeos arrinconaron los clásicos rodados durante la guerra o inmediatamente después por Francia y Alemania, y hubo que ponerse a aprender fundamentos de inglés para poderse meter en aquel cine tan pulcro y a ratos tan malo.
Lo principal es que los niños europeos a quienes nuestros padres nos habían contado una guerra terrible, la del Bien contra el Mal, la de los gentiles contra los nefastos nazis y otros japoneses extraños y crueles en más de una selva que pisarían Errol Flynn y sus boys, pudimos soñar.
Entramos en la civilización norteamericana vía el cine que algunos nos inyectábamos en vena como en Indochina seguían fumándose la cosecha del opio en busca de un mundo mejor. Al volver a Europa, aquellos colonos de Indochina acostumbraron a evadirse de la fea realidad con jeringazos de morfina.
Los jerifartes de Hollywood no tenían in mente ninguna misión evangelizadora cuando decidieron invadir Europa y el resto del mundo con lo que mejor sabían hacer, el cine. Seguro que ni se les pasó un segundo por las largas cuentas de exportaciones. Pero para nosotros, muchachos de un continente que todavía casi no tenía nombre, fue la salvación.
Ya mucho más tarde, cuando aprendimos a leer, un editor francés inventó la Série Noire, colección de novelas policíacas inigualables en las que deletreamos primero, leímos más tarde y adoramos al cabo de un rato a los Carter Brown, James Hadley Chase, Ed McBain, Raymond Chandler, Francis Ryck, Erle Stanley Gardner…
Ellos nos hicieron descubrir el latir de las grandes y pequeñas ciudades norteamericanas. El drama urbano en toda su esencia. Y llegamos a amar esas calles tan lejanas de nuestra comprensión donde, nos contaban, había hombres malísimos y mujeres buenísimas, bueno, casi santas, pensé yo que era todavía muy inocente.
Para mí ya eran los años sesenta. En París, en pleno Bulevar de los Italianos, uno de esos rincones que nada más que están en esa latitud, hay un pasaje comercial donde fungen los mejores libreros de viejo, de vieja Série Noire. Aprendí tanto con ellos como con un master en la Universidad de Berkley.
Por Francia apareció Eddie Constantine, un actor norteamericano de cara de malas pulgas y pasado de viruela que no soltó su acento yanqui hasta morirse. El cine francés se sintió entonces norteamericano y surgió un subgénero del que el bueno de Constantine se benefició aunque nunca fue el gran actor que probablemente quiso ser alguna vez.
Pero tampoco quienes seguimos los cursos de esa universidad del cine y de la literatura que nos brindaron películas y libros llegamos nunca a nada. Eso sí, la mayoría de aquellos ex alumnos de la esperanza supimos, creímos, que pese a todo había buenos y malos y que tal vez pudiésemos silbar cuando los necesitáramos, los buenos claro.
Hoy sabemos que ya ni siquiera nos queda París como tabla de salvación–la mayoría de los turistas europeos prefieren el vecino parque de atracciones de EuroDisney-- y que si silbas para que la guapa te eche una mano, lo más probable es que un policía te de la lata.
(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro: "Crónicas sin güisqui" (www. publibook.com).