Colaboración: Y repicaron las campanas de Brasilia

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La catedral de Brasilia
Por Sergio Berrocal    

Las cuatro campanas de la catedral de Brasilia, el templo que transforma la espiritualidad en líneas de una belleza insólita, el que nunca nadie sabrá copiar porque haría falta un alma burlona para conseguirlo, repicaron el pasado sábado con toda la alegría de que son capaces campanas que no suelen bailar por bulerías. Lo dijeron fuentes muy fiables, de la mayor fiabilidad, aunque confieso que nunca, en tres años, nunca las oí lanzarse al vuelo en lo que fue, contaron esas fuentes, pura algarabía.

También agregaron los informantes que mientras las campanas hacían de las suyas, los cuatro evangelistas con sus hábitos de bronce y sus tres metros de altura, permanecían impertérritos a las puertas del templo aunque alguien afirmó haberles visto sonreír durante un segundo en que se creían al abrigo de los curiosos.

Esto lo contó Hirohito Finsume, turista japonés debidamente documentado que tomaba fotos para enseñárselas a sus nietos en Hiroshima, la ciudad nipona martirizada por una primera bomba atómica norteamericana en los años cuarenta.

Aunque Pedro Malo, albañil que efectuaba una reparación en los aledaños, aseguró que los apósteles nunca sonrieron.

El caso es que unos días antes un amigo brasileño que fue mi colaborador en las correrías periodísticas en ese país durante los mil noventa y cinco días que pasé en Brasilia, capital de un país que ya tiene más de doscientos millones de almas, aterrizaba en el aeropuerto de Málaga, sur de España…

Había recorrido unos doce mil kilómetros desde Brasilia a y otros tantos que le esperaban a la vuelta.

Iban a hacer también el viaje otros dos compañeros de los años ochenta, pero a última hora no pudieron estar presentes para la celebración que preparábamos en el sur de España.

Eramos amigos de cuando habíamos creído conquistar la indomable Brasilia a la que Don Bosco, tan irreal como nosotros mismos, prometió su futuro dorado. Dicen que en agosto de 1883 tuvo un sueño… "sobre una planicie entre los paralelos 15 y 20 del hemisferio sur, donde había un inmenso lago. En el área (Brasilia) surgiría una civilización donde manaría "leche y miel".

Uno de los rezagados de esta celebración 77 en tierras españolas se había quedado tocando su guitarra de tangos dulces a orillas del lago Paranoá, pulmón de la capital, para el que otra leyenda apunta que se llenó cuando solo era un agujero con las lágrimas de un príncipe indio que había sido abandonado por su amada. Por eso, dice alguna gente de Brasilia, las aguas del lago son saladas.

La otra compañera no se despertó a tiempo en su piso de México DF para tomar el avión.

Un millón de millones de litros, o eso me parecía a mí, caían sobre las calzadas impecables y nos refrescaba el alma a 1200 metros de soledad de sabana que puede ser Brasilia, donde un presidente de la República algo más que soñador y un poco mucho inclinado a la izquierda bella y pura, Juscelino Kubitchek, con cara de actor de cine de Hollywood de los años 1940 mandó construir Brasilia, ciudad del futuro, para alojar todas las instancias del poder lejos de la, pensaría él, corrupta Río de Janeiro donde otro presidente, Getulio Vargas, de la misma cuerda política y humanista, se había pegado un tiro el 24 de agosto de 1954 en la alcoba de su palacio de Catete.

Había sido cuatro veces presidente y se calcula que cuando decidió meterse una bala en el corazón era porque el mundo, su mundo, el de los brasileños, no giraba a su gusto.

Algunos historiadores aseguran que se suicidó por no haber podido frenar a los militares. Quizá ya veía venir la dictadura militar que enlutaría a Brasil desde 1964 a 1985.

Pero no es cierto que las campanas de la catedral hubiesen repicado el mismo día y a la misma hora en que yo venía al mundo muchos años atrás y muy lejos de Brasil.

Eso era lo que me hicieron creer. La realidad la dio fríamente un parte meteorológico. Revelaba que una tempestad de excepcional violencia sopló sobre el lago Paranoá aquel día y a aquella hora. Era la primera tormenta reseñada en más de cincuenta años.

Una parte de las aguas del lago azotaron la ciudad plagada de autopistas y sin una esquina donde cobijarse. Lo curioso es que, según el sorprendido parte número 2 de la Meteorología, publicado al día siguiente, el vendaval surgido del lago no había provocado el menor daño en edificios o vías de circulación.

"Si no tuviese miedo de hacer el ridículo –musitó un meteorólogo— diría que el viento solo hizo volverse locas a las campanas de la catedral. Ni siquiera los evangelistas apostados en la entrada del templo sufrieron un solo rasguño".

Pero eso es lo que tiene una ciudad mágica, donde a nadie le extrañaría que Jesús en persona apareciese un día por la Rodoviaria (estación central de autobuses) para deshacer algunos entuertos. Y finalmente te contagias de esa atmósfera tan particular que parecía flotar en toda Brasilia.

Llegué a creer que las campanas habían sonado para celebrar mi cumpleaños. Sin duda que tres años viviendo noche y día en Brasilia te convencen también de que todo es posible, aunque sea únicamente para darle gusto a tu  puñetero ego.

Como es probable que no hayan entendido nada, les aconsejo que vean las películas, pocas, sobre Brasilia, y el principal personaje de esta historieta, Getulio Vargas, el político que se suicidó por vergüenza moruna. Y eso sí que no era ficción ni magia.

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