Colaboración: La triste tristeza de Monica Bellucci
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Por Sergio Berrocal
Despierta las más enrevesadas y hasta infantiles pasiones en los hombres, y tal vez también en las mujeres, que ya no creen en ese ganado filiforme que corre por pasarelas y estudios de cine pidiendo a gritos una oportunidad, a cambio de una sonrisa, un cruce de piernas o lo que sea. Ella es la diosa madura, en la plenitud del olimpo que pocas actrices alcanzaron con tanto derecho y propiedad.
Monicha Bellucci gusta, apasiona, enamora, le pedirías que se casara contigo pero ya sabes que es la estrella que probablemente nunca ha tenido el cine, desde las deliciosas-escandalosas caderas de Silvana Mangano en “Arroz amargo”, neorrealismo a la salsa vampiresa con un buen, generoso, chorreón de aceite puro de oliva.
Es tan espectacular que no te atreverías a invitarla a un Martini, la única bebida que podría convenirle, ni siquiera a uno de aquellos vermuts de andar por casa que en la Europa de los años difíciles --¿habrá habido años fáciles?--se servían a la salida de la misa, con sifón, que no faltase, y unas olivas, puro saboreo sensual aunque tuviese encima el más rígido de los cantos gregorianos.
Monica fue este año la presentadora, el hada, del aburrido Festival de Cine de Cannes, donde aplastó a todas las demás bellezas oficiales contratadas para el evento, por su forma de ser, por esa sonrisa que cuando ella quiere podría provocar un toque de queda en un camposanto.
La otra noche, Monica reapareció en el inmenso escenario de Cannes para despedir a todo ese borreguil mundo que gira alrededor de la alfombra roja. Apareció. Pero triste como aquella madona que hace ya unos tiempos de otras Dolce Vita contemplé en una capilla de Roma, una mañana de calor y café expresso.
Estaba triste, se la veía demasiado metida en su papel de presentadora que no se ríe ni con el director, aunque ahora en Cannes son dos, y ya hemos visto…
Es como si hubiese sabido que el palmarés no le iba a gustar del todo. Le costaba abrir esa boca a la que cada hombre que la cruza --¿pero se puede cruzar uno con ella?—le dedicaría un poema, una salve, una saeta.
Se puso un cachito más seria el domingo por la noche para afirmar, sin leer, oiga, que además de bella es lista y estudiada, que el cine no es más que un espejo, probablemente para callar a los que estás hartos de las miserias que últimamente encierra la pantalla.
Luego hizo un alegato para que cada vez haya más mujeres dirigiendo cine y dale que te pego con la claque que no para.
Y empezó el desfile de galardonados, galardonadas y similares. Parole, parole, parole. Y hablo porque me toca aunque no diga nada. Y se lo dedico a mi mamá que me estará escuchando. ¿Dios mío, tanto gasto para tan endebles parlamentos?
Y ya sube al escenario el asiático de turno. ¿Qué harán los festivales el día que los señores de esa parte del mundo se dediquen a la pintura abstracta y abandonen las cámaras? ¿Pero todavía hay cámaras? Y Pedro Almodóvar en su rincón, con sus gafas negras negrísimas, al lado de ese muchachito de Hollywood que cree que es el colmo de la gracia y que yo aprecio, aunque lo justo, cuando se calla y deja de poner sonrisa de anuncio para dentífrico barato.
La verdad es que me daba igual este trasiego estúpido y aburrido. A mí solo me preocupaba Monica, que apenas ponía dientes de sonrisa. Y se me fue la chaveta y me la imaginé en el papel de la reina María Antonieta cuando la metieron en la Conciergerie, magnífico edificio a orillas del Sena que para ella no fue más que una inmunda cárcel.
Y me veo a Monica andando hacia la muerte, sin un Cary Cooper a quien pedirle auxilio. Y se acerca a la guillotina, a la que saluda con una sonrisita, pero muy educadamente…
Preferí atender a un tipo que salió de pronto cantando como si Cannes se hubiese convertido en un teatrillo de beneficencia. ¡Qué plasta! ¡Seguridad! ¿Quién le había dejado pasar? Y mi Monica en su papel de anfitriona, diciendo las palabras justas y por momentos más triste. Me hubiese gustado gritarle “¡Mónica, enséñame los dientes, tírame un beso!”. Amor puro el mío pero a través de Canal Plus que retransmitía, como todos los años, para toda Francia desde Cannes, donde esta mañana de lunes estarán recogiendo y entonces entrará la tristeza de verdad.
El aeropuerto de Niza ya estará hasta arriba de presuntas celebridades. Y a los que viajen con los ingleses que la guardia civil los coja confesados.
Apagué el televisor desesperado de ver tanta gente sin razón de ser, sin entusiasmo. Ay, Monica, espero que esta mañana de calor en esta parte de Europa donde empieza África te sea leve.
Un beso.
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Despierta las más enrevesadas y hasta infantiles pasiones en los hombres, y tal vez también en las mujeres, que ya no creen en ese ganado filiforme que corre por pasarelas y estudios de cine pidiendo a gritos una oportunidad, a cambio de una sonrisa, un cruce de piernas o lo que sea. Ella es la diosa madura, en la plenitud del olimpo que pocas actrices alcanzaron con tanto derecho y propiedad.
Monicha Bellucci gusta, apasiona, enamora, le pedirías que se casara contigo pero ya sabes que es la estrella que probablemente nunca ha tenido el cine, desde las deliciosas-escandalosas caderas de Silvana Mangano en “Arroz amargo”, neorrealismo a la salsa vampiresa con un buen, generoso, chorreón de aceite puro de oliva.
Es tan espectacular que no te atreverías a invitarla a un Martini, la única bebida que podría convenirle, ni siquiera a uno de aquellos vermuts de andar por casa que en la Europa de los años difíciles --¿habrá habido años fáciles?--se servían a la salida de la misa, con sifón, que no faltase, y unas olivas, puro saboreo sensual aunque tuviese encima el más rígido de los cantos gregorianos.
Monica fue este año la presentadora, el hada, del aburrido Festival de Cine de Cannes, donde aplastó a todas las demás bellezas oficiales contratadas para el evento, por su forma de ser, por esa sonrisa que cuando ella quiere podría provocar un toque de queda en un camposanto.
La otra noche, Monica reapareció en el inmenso escenario de Cannes para despedir a todo ese borreguil mundo que gira alrededor de la alfombra roja. Apareció. Pero triste como aquella madona que hace ya unos tiempos de otras Dolce Vita contemplé en una capilla de Roma, una mañana de calor y café expresso.
Estaba triste, se la veía demasiado metida en su papel de presentadora que no se ríe ni con el director, aunque ahora en Cannes son dos, y ya hemos visto…
Es como si hubiese sabido que el palmarés no le iba a gustar del todo. Le costaba abrir esa boca a la que cada hombre que la cruza --¿pero se puede cruzar uno con ella?—le dedicaría un poema, una salve, una saeta.
Se puso un cachito más seria el domingo por la noche para afirmar, sin leer, oiga, que además de bella es lista y estudiada, que el cine no es más que un espejo, probablemente para callar a los que estás hartos de las miserias que últimamente encierra la pantalla.
Luego hizo un alegato para que cada vez haya más mujeres dirigiendo cine y dale que te pego con la claque que no para.
Y empezó el desfile de galardonados, galardonadas y similares. Parole, parole, parole. Y hablo porque me toca aunque no diga nada. Y se lo dedico a mi mamá que me estará escuchando. ¿Dios mío, tanto gasto para tan endebles parlamentos?
Y ya sube al escenario el asiático de turno. ¿Qué harán los festivales el día que los señores de esa parte del mundo se dediquen a la pintura abstracta y abandonen las cámaras? ¿Pero todavía hay cámaras? Y Pedro Almodóvar en su rincón, con sus gafas negras negrísimas, al lado de ese muchachito de Hollywood que cree que es el colmo de la gracia y que yo aprecio, aunque lo justo, cuando se calla y deja de poner sonrisa de anuncio para dentífrico barato.
La verdad es que me daba igual este trasiego estúpido y aburrido. A mí solo me preocupaba Monica, que apenas ponía dientes de sonrisa. Y se me fue la chaveta y me la imaginé en el papel de la reina María Antonieta cuando la metieron en la Conciergerie, magnífico edificio a orillas del Sena que para ella no fue más que una inmunda cárcel.
Y me veo a Monica andando hacia la muerte, sin un Cary Cooper a quien pedirle auxilio. Y se acerca a la guillotina, a la que saluda con una sonrisita, pero muy educadamente…
Preferí atender a un tipo que salió de pronto cantando como si Cannes se hubiese convertido en un teatrillo de beneficencia. ¡Qué plasta! ¡Seguridad! ¿Quién le había dejado pasar? Y mi Monica en su papel de anfitriona, diciendo las palabras justas y por momentos más triste. Me hubiese gustado gritarle “¡Mónica, enséñame los dientes, tírame un beso!”. Amor puro el mío pero a través de Canal Plus que retransmitía, como todos los años, para toda Francia desde Cannes, donde esta mañana de lunes estarán recogiendo y entonces entrará la tristeza de verdad.
El aeropuerto de Niza ya estará hasta arriba de presuntas celebridades. Y a los que viajen con los ingleses que la guardia civil los coja confesados.
Apagué el televisor desesperado de ver tanta gente sin razón de ser, sin entusiasmo. Ay, Monica, espero que esta mañana de calor en esta parte de Europa donde empieza África te sea leve.
Un beso.
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