Colaboración: Noticias para América Latina
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
No todos éramos idealistas. Unos cuantos llegábamos a la tierra prometida con ganas de triunfar y otros únicamente a ganarse la vida. Pero traíamos en el fondo del estómago ese gusto ya digerido del periodismo temprano. Eso sí, la mayoría éramos jóvenes, a veces más de la cuenta para enfrentarnos a la tarea que nos proponían. Crear un servicio informativo en español para dar batalla a las otras agencias noticiosas mundiales en América Latina y España. Contábamos con las estructuras, la experiencia y el buen saber de la Agence France Presse (AFP), con toda una existencia y muchas luchas en todas las lenguas en las que podía editarse un periódico u oírse una emisora de radio o televisión.
El edificio de la Place de la Bourse de París se nos presentó como una nueva Jerusalén que se ofrecía a nosotros. El templo del periodismo,
En nuestro Desk (departamento) fuimos al principio de los primeros meses de 1960 un grupito de diez aprendices de periodistas auténticamente “yogurcitos” que mirábamos a los más viejos desperdigados por la enorme sala de Redacción que cubría todo el tercer piso de un edificio que debía de datar de cuando el barón Haussman decidió remodelar París. El ruido de los teletipos era infernalmente apagado por el vocerío de los teletipistas, clase “obrera” y poderosa afiliada al aún más pujante sindicato CGT (Confederación General del Trabajo, izquierdas) encargados de transmitir las informaciones que los periodistas redactaban en máquinas que para nosotros, los recién llegados, tenían olor a Humphrey Bogart e incluso a Jack Lemmon en algunas de aquellas películas que si no habían decidido nuestra vocación algo habían hecho para cimentarla. Eran los teletipos.
Aquella Redacción, que se convertiría en poco tiempo en una de las mejores del mundo entre las agencias noticiosas en aquel año de gracia de 1960, tenía en sus filas a enormes profesionales que habrían podido ridiculizar a los reporteros Tribulete encarnados por esos grandes actores con toda la exageración y la imprecisión que Hollywood se gastaba a veces a la hora de contar cosas sacadas del mundo real. Creo que desde el primer día que cruzamos la puerta de aquella madre del periodismo procuramos imitar a esos hombres y mujeres, que también las había ya, que casi siempre con el socorrido cigarrillo en la comisura de los labios estaban de vuelta de lo que nosotros todavía no habíamos empezado. Pero todos tenían el estigma de esa vocación que permite trabajar muchas horas por poco dinero y algunos de ellos eran viejos caballos que descansaban tras haber cubierto los más extravagantes acontecimientos a través del mundo. Eran tiempos de héroes, los periodistas eran todavía caballeros sin miedo que cargaban contra la actualidad como los mamelucos de Napoleón en los campos de batalla. Los recién llegados tratábamos de parecernos a ellos de un modo infantil, sobre todo con el cigarrillo elegantemente caído sobre la parte inferior del labio. Lo malo es que aunque fuesen Gauloises o Gitanes, los más baratos y lógicamente los más perrunos estábamos casi siempre al borde de la asfixia.
Nuestra Redacción se había montado un poco improvisadamente para centralizar en París los esfuerzos informativos de Francia hacia América Latina –entonces nadie hablaba de España— a instancias de quienes veían cómo la influencia de agencias como Associated Press y United Press (Estados Unidos), Reuters (Gran Bretaña), Ansa (Italia) y EFE (España) imponía a través de las informaciones que distribuían a los periódicos de América Latina la posición de los respectivos países que estaban haciendo un descomunal esfuerzo económico para tener la influencia de la palabra escrita, quizá más importante que un acorazado anclado frente a Montevideo o a Río de Janeiro.
Aquellos jovenzuelos que empezábamos a aprender cómo se ponían con cierto desparpajo las patas encima de la mesa mientras repasábamos los despachos informativos que un ayudante de Redacción nos traía regularmente tras haberlos recortado de los teletipos, no teníamos ni la más remota idea de que nos habían contratado como soldaditos de una lucha sin cuartel cuyo objetivo prioritario era que la voz de Francia, a través de informaciones y reportajes servidos directamente en español y no en francés como se hacía hasta entonces, se oyese alta y clara en los países latinoamericanos.
El jefe de nuestra Redacción era por aquellos primeros días del alba de 1960 Rafael García, un republicano español que como tantos se había refugiado en Francia después de que los republicanos perdiesen la guerra civil española en 1939. Llevaba más o menos desde entonces en France Presse, donde sus conocimientos del español le habían abierto las mismas puertas que nos abrirían a nosotros veintiún años después. Delgado, medio alto, con cara de pocos amigos que raramente sonreía se había convertido en un cronista deportivo bastante apreciado en Latinoamérica y manejaba como nadie la hipérbole. Tuve que leer sus despachos para saber que a un puñetero campo de fútbol donde veintidós individuos se peleaban por una pelota que ni siquiera era de ellos podía o debía llamársele en ciertas circunstancias “catedral del fútbol” y que el suelo de los campos que a mí me parecía de lo más anodino eran en realidad el “cuadrilátero de la gloria” donde “los ciclones” cabalgaban en pos de una gloria que consistía –yo era tan joven que aquello me daba risa, lo que es la incultura—en introducir el balón de cuero en una especie de portería ambulante y que lo bueno era cuando “la bola” se estrellaba brutalmente contra aquellas redes. Poco a poco fui aprendiendo que el césped que los futbolistas destrozaban cada vez que les venía en ganas con zapatones llenos de clavos era una especie de alfombra de Aladino que transportaba a hombres molientes y corrientes hasta el olimpo de la gloria. ¡Cuántas cosas aprendí sobre el fútbol en un par de días leyendo aquellos despachos! En Nueva York teníamos entonces un cronista de béisbol, uno de los deportes más apreciados en parte de América Latina, que era el García de aquel deporte que a mí siempre me ha sabido más absurdo que el fútbol o que los toros. Buck Canel era nuestro cronista y una celebridad en los Estados Unidos donde le habían dado algunos de esos premios periodísticos a los que nosotros aspirábamos en nuestros dementes sueños. Como la transmisión de las informaciones que luego recomponíamos nosotros antes de largarlas para los periódicos llegaban por radiotelégrafo, aquello del béisbol resultaba un verdadero galimatías. Los primeros días observé que cuando se acercaba el ayudante de redacción con las hojas de papel carbón en las que Buck Canel cantaba las últimas hazañas de aquellos hombres ridículamente vestidos y que pegaban con toda su alma a una inocente pelotita con algo que luego supe se llamaba bate, todos mis compañeros encontraban un pretexto para desaparecer. Se marchaban de la mesa de Redacción el tiempo suficiente para que yo tuviese que encargarme de revisar las hazañas beisboleras. A veces me pregunto si el gran Buck Canel no contribuyó más a mi conciencia política anti-norteamericana que toda la familia Bush reunida. Los despachos se te caían literalmente de las manos porque además nunca sabías dónde terminaba a una frase y supongo que más de un lector se acordó de mi madre leyendo aquellas crónicas revistas por mí. Rápidamente llegué a la conclusión de que el fútbol de Rafael García era preferible y hasta más comprensible.
García nos metía a todos los jovencillos en el mismo saco y aunque de los diez primeros redactorcillos sólo unos cuantos éramos españoles o de origen español, a todos nos trataba de “señoritos”. Supongo que eran viejos reflejos del republicano que dejó en alguna trinchera y de los amargos recuerdos de una guerra civil que para muchos de ellos terminaría en campos de concentración que el gobierno francés había abierto gentilmente en el sur de Francia donde los guerreros derrotados eran custodiados por negros senegaleses o gendarmes bretones que no se andaban con chiquitas.
Pero reconozco que aquel cronista deportivo que creó realmente una escuela que hasta hace muy pocos años perduraba en América Latina, donde le recibían como a un jefe de Estado o poco menos, era en el fondo una buena persona. Por lo menos conmigo se portó suficientemente bien para que me dejase aprobar el examen de entrada. Al margen del sólido currículo que cada cual tenía, para figurar entre los elegidos de aquella nueva Redacción había que satisfacer una serie de pruebas de redacción que creo que todavía están en vigor. Una de ellas consistía, como es lógico, en la traducción y adaptación de un texto del francés al español. A mí me tocó, entre otras monerías, un cuento muy breve de Chejov en el que el autor ruso hablaba de alguien más que perverso que había sobornado a un funcionario pagándole, según mi traducción, “jarras de vino”. García se me quedó mirando y esbozó algo que dado su carácter debía de ser una sonrisa: “Berrocal, ¿usted cree que se puede sobornar a alguien dándole jarras de vino?”. Con la soberbia de mis pocos veinte años le contesté muy ufano: “Cuando lo dice Chejov será verdad” (Pronuncié Chejov como si fuese amigo de la familia aunque en realidad todavía no había leído absolutamente nada suyo). Mi ignorancia del francés no me permitía saber que “pots-de-vin” (literalmente jarros de vino) es una expresión para decir que alguien paga o recibe una suma de dinero en un acto de lo más corrupto.
No obstante, la atracción masculina de aquella incipiente Redacción no era García, que si no tenía nada de un adonis tampoco era un esperpento. E incluso tenía una novia muy bonita. Pero nuestra atención de aquellos primeros días o meses la centró un recién llegado, el peruano Mario Vargas Llosa que por entonces no le conocía más que su familia. Ni se nos ocurría pensar que un día le concederían el Premio Nobel de Literatura.
Con un bigotito muy fino a lo Errol Flynn en sus papeles de pirata pendenciero, aquel macho cabrío de las pantallas en technicolor que como mandaban los cánones de la época besaba con toda la humilde castidad de la boca cerrada, el peruano hacía sus primeros pinitos periodísticos en una mesa de la Redacción Latinoamericana de la Agencia France Presse.
El gusto por el oficio de periodista se lo había inculcado su padre, quien trabajaba o había ejercido como redactor de la Agencia Associated Press en Lima, donde el jovencito acababa de vivir una aventura que conocimos más tarde con el título novelesco “La tia Julia y el escribidor”. Contra tempestades sociales, mareas legales y la implacable y sofocada voluntad de una familia del elegante barrio limeño de Miraflores, había tenido la osadía de llevar hasta las últimas consecuencias, el casamiento, sus amores, castos hasta el momento de la noche de bodas, con una señora de esa alta sociedad. Lo malo y casi lo peor es que la señora en cuestión era su propia tía carnal y que los padres del fogoso periodista no tenían sentido del humor suficiente para encarar a palo seco lo que ellos probablemente consideraban como un incesto de lo más impresentable socialmente.
Discreto, tan calladito como ahora es expansivo, Mario fue contándonos su historia a algunos de los que entonces éramos compañeros suyos en aquella Redacción.
En aquellos días de febrero de 1960, nuestras preocupaciones giraban mucho más alrededor de la esposa de Mario Vargas Llosa, una señora de auténtica bandera que oficiaba como secretaria en el servicio Features, un piso más abajo de donde nosotros empezábamos a seducir seriamente a América Latina para Francia.
Doña Julia se llamaba y hoy su historia todo el mundo la conoce ya que, como buen periodista, su esposo y sobrino no desperdició la ocasión de contarla en uno de sus mejores libros, « La tía Julia y el escribidor ».
Los novatos y barbilampiños periodistas que entonces éramos se pasaban el día bajando al despacho donde oficiaba la tía Julia con la esperanza de verle cruzar las piernas. Sin duda porque en aquellos años sesenta nadábamos en pura inocencia, lo cual no quitaba para que alguno pudiese albergar las insensatas esperanzas del Frédéric de “La educación sentimental” de Gustave Flaubert.
Y pese a que estas consideraciones puedan parecer ociosas y sin venir a cuento, finalmente, guste o no guste, forman parte de la conquista de América Latina por la AFP. Así, en letra menuda, se escriben las más grandes historias.
Y aunque en cierta ocasión presumió con gran sentido del humor de « haber fundado la AFP », Mario permaneció relativamente poco tiempo en el Servicio Latinoamericano, el llamado Desk Amsud, contracción francesa de América del Sur. Allí escribió noticias hasta que su tía le instó a quedarse en casa y escribir la novela que luego le haría saltar al estrellato cuando se produjo el boom de la literatura latinoamericana. Con una abnegación que hubiese merecido por lo menos el enamoramiento trágico del « Titanic », ella siguió dándole a las teclas de su máquina de escribir para asegurar el sustento cotidiano hasta que las editoriales reconocieron el talento de su esposo y sobrino.
Más tarde llegaría otro escritor, igualmente peruano, Julio Ramón Ribeyro, que con sólo diez años más que yo era ya uno de los más brillantes miembros de aquella Redacción. No se le oía nunca y creo que podría haber pasado desapercibido sin ese estado depresivo que aqueja de forma aguda e intermitente a mucha gente que escribe y que en él se destapaba en una extrañísima sonrisa, a orillas del cachondeo más azaroso.
Antes de abandonarnos en busca de los horizontes de la diplomacia como base para escribir tranquilo, Julio Ramón Ribeyro obtuvo el Premio Rulfo.
A los descamisados de la información que habíamos formado la primera tanda fueron uniéndose periodistas que ya entraban más curtidos y que tenían la ventaja de encontrar una Redacción casi estructurada. Uno de ellos fue un tercer peruano, Alfredo Torero, que creo había llegado a París por razones más políticas que comestibles. Había sido o era secretario general del partido comunista peruano. Bajito, muy poca cosa, con una voz que parecía no querer enderezar para no ofender, ahora se me antoja un puro entre aquel grupo de periodistas que a menudo confundíamos nuestro periodismo con el de las películas de Hollywood. Torero no parecía ser un gran cinéfilo y si tampoco le entusiasmaban las crónicas de Buck Canel o las “catedrales” futbolísticas de Rafael García tenía una pasión que pronto se empeño en comunicarnos. Adoraba el quechua y su gran ambición, como antiguo profesor, es que nosotros lo aprendiésemos. Cuando lo teníamos de editor no había quien escapase a las clases. Entonces el jefe de aquel tinglado, que durante tiempo fue de nacionalidad francesa, era un señor muy callado y circunspecto que se pasaba las mañanas haciendo crucigramas en su despacho del que no salía más que a la hora del almuerzo. Podías poner en hora tu reloj porque siempre salía a las doce y treinta y dos minutos. Y sin variar una sola vez, se sacaba la pipa de la boca, miraba a Torero, que seguía dale con el quechua, y decía invariablemente: “Me voy a almorzar. ¿Hay algo de particular?” Me quedé con las ganas de decirle que sí por la curiosidad de ver su reacción ya que estoy seguro que iba a romperle todos sus esquemas mentales. Sólo en una ocasión perdió los papeles. Torero seguía con sus ímprobos cursillos de quechua que, la verdad, a nosotros nos importaban un comino, cuando el altavoz de la Redacción anunció con la voz de las urgencias aéreas que acababan de distribuir una información sobre un autobús urbano que se había caído al Sena. Por primera vez en varios años, la puerta del jefe se abrió y el hombre, que hasta se había olvidado abrocharse su impecable chaquete de tweed, le espetó a Torero: “Espero que ya hayan dado un urgente”. El peruano estaba en ese momento ensimismado encima de una hoja de papel donde con un lápiz nos enseñaba no sé qué diferencia fundamental de la lengua quechua y como la demostración era verdaderamente ardua “trabajaba” nuestra cultura lingüística apoyado en un montón de despachos que se habían ido acumulando en los últimos sesenta minutos. Le miró muy serio, empezó a bucear entre los papeles y triunfalmente sacó un despacho: “Sí, aquí lo tengo. Ahora lo mandamos”. Creímos que al pobre jefe le iba a dar un soponcio. El caso es que aquel día se olvidó del almuerzo.
En realidad, aparte Rafael García, hubo algunos españoles geniales. Uno de ellos, Antonio Téllez, era un anarquista catalán de lo mejorcito, igualmente refugiado de la guerra. Aunque era una excelente persona y solía invitarnos a beber buenísimos vinos en su casa, tenía un defectillo que en términos de objetividad dejaba mucho que desear. Odiaba todo lo que podía oler a Iglesia. Y no hablemos del Papa. Era su bestia parda. Una tarde en la que él oficiaba de editor, recibimos una avalancha de informaciones, con sus correspondientes BOLETINES, URGENTES (denominación de las informaciones superimportantes) seguidos de sesudos comentarios. La Iglesia norteamericana se había ido por los cerros de Úbeda y había atacado de forma furibunda al Papa. Al día siguiente, los encargados del tema vieron que en los controles cotidianos (todas las agencias controlaban el impacto de sus propias noticias y de las ajenas en la prensa mundial) no aparecíamos una sola vez para aquel espantoso escándalo papal. La competencia nos comía. En la conferencia de Redacción de la mañana se armó la marimorena y el jefe de servicio tuvo que meterse en un rincón para que las jefaturas no le mordiesen. Cuando por la tarde se encontró a nuestro anarquista, que como siempre daba la impresión de haber pasado dos horas en una bañera de agua caliente antes de afeitarse cuidadosamente, lo que realmente hacía, compartiendo jabón y agua con jóvenes y exóticas bellezas, el jefe le pidió explicaciones. El otro esperó a que el hombre terminase su bronca y encendiendo un cigarrillo Gauloise filtro le miró y con su acento catalán que jamás perdería le replicó: “Efectivamente, recibimos muchísimas informaciones sobre ese tema. Pero todo fue a la papelera porque eso no le interesa a nadie. Son cosas de curas”. Ni sus amistades más anarquistas hubiesen podido evitarle un cese fulminante aunque pasajero, pero la verdad es que allí se olvidaba todo.
Todo era profundamente bueno y agradable en aquellos años de bonanza económica.
Estos fueron los primeros años, los mejores, de France Presse en Español. Luego vinieron otros tiempos, otras gentes.
Pero nunca más hubo un Xavier Domingo, escritor español y periodista catalán que tuvo el scoop del año cuando anunció al mundo entero que la Princesa Margarita de Inglaterra había dado a luz. Pero él escribió para que todo el mundo se enterara: FLASH- MARGARITA PARIO. Y pasó a la historia.
Javier Franco, el mejor corrector de estilo, Maria Antonia Bouedec, cronista de moda que imponía moda y saber estar con una copia de champán. Marcelo Aparicio, inenarrable como posterior corresponsal en Cataluña, que acompañó casi a su última morada a Salvador Dalí, Ricardo Utrilla, que terminaría de Presidente de la Agencia EFE (por algo pretendía siempre que era “el mejor periodista de lengua española”). Y el elegante Carlos Espinosa, defensor de la raza india. Sin olvidar a Juan Tomás de Salas, epicúreo ante Dios y ante los hombres.
Todos los que no se lean en esta rápida lista que no se molesten, pero han pasado cincuenta años y la memoria temblotea.
Luego, en la segunda etapa, hubo otros grandes del periodismo como Alberto Carbone, Rafael Noboa y unos cuantos más. Pero ese ya sería otro cuento, algunos dirían otra pesadilla.
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No todos éramos idealistas. Unos cuantos llegábamos a la tierra prometida con ganas de triunfar y otros únicamente a ganarse la vida. Pero traíamos en el fondo del estómago ese gusto ya digerido del periodismo temprano. Eso sí, la mayoría éramos jóvenes, a veces más de la cuenta para enfrentarnos a la tarea que nos proponían. Crear un servicio informativo en español para dar batalla a las otras agencias noticiosas mundiales en América Latina y España. Contábamos con las estructuras, la experiencia y el buen saber de la Agence France Presse (AFP), con toda una existencia y muchas luchas en todas las lenguas en las que podía editarse un periódico u oírse una emisora de radio o televisión.
El edificio de la Place de la Bourse de París se nos presentó como una nueva Jerusalén que se ofrecía a nosotros. El templo del periodismo,
En nuestro Desk (departamento) fuimos al principio de los primeros meses de 1960 un grupito de diez aprendices de periodistas auténticamente “yogurcitos” que mirábamos a los más viejos desperdigados por la enorme sala de Redacción que cubría todo el tercer piso de un edificio que debía de datar de cuando el barón Haussman decidió remodelar París. El ruido de los teletipos era infernalmente apagado por el vocerío de los teletipistas, clase “obrera” y poderosa afiliada al aún más pujante sindicato CGT (Confederación General del Trabajo, izquierdas) encargados de transmitir las informaciones que los periodistas redactaban en máquinas que para nosotros, los recién llegados, tenían olor a Humphrey Bogart e incluso a Jack Lemmon en algunas de aquellas películas que si no habían decidido nuestra vocación algo habían hecho para cimentarla. Eran los teletipos.
Aquella Redacción, que se convertiría en poco tiempo en una de las mejores del mundo entre las agencias noticiosas en aquel año de gracia de 1960, tenía en sus filas a enormes profesionales que habrían podido ridiculizar a los reporteros Tribulete encarnados por esos grandes actores con toda la exageración y la imprecisión que Hollywood se gastaba a veces a la hora de contar cosas sacadas del mundo real. Creo que desde el primer día que cruzamos la puerta de aquella madre del periodismo procuramos imitar a esos hombres y mujeres, que también las había ya, que casi siempre con el socorrido cigarrillo en la comisura de los labios estaban de vuelta de lo que nosotros todavía no habíamos empezado. Pero todos tenían el estigma de esa vocación que permite trabajar muchas horas por poco dinero y algunos de ellos eran viejos caballos que descansaban tras haber cubierto los más extravagantes acontecimientos a través del mundo. Eran tiempos de héroes, los periodistas eran todavía caballeros sin miedo que cargaban contra la actualidad como los mamelucos de Napoleón en los campos de batalla. Los recién llegados tratábamos de parecernos a ellos de un modo infantil, sobre todo con el cigarrillo elegantemente caído sobre la parte inferior del labio. Lo malo es que aunque fuesen Gauloises o Gitanes, los más baratos y lógicamente los más perrunos estábamos casi siempre al borde de la asfixia.
Nuestra Redacción se había montado un poco improvisadamente para centralizar en París los esfuerzos informativos de Francia hacia América Latina –entonces nadie hablaba de España— a instancias de quienes veían cómo la influencia de agencias como Associated Press y United Press (Estados Unidos), Reuters (Gran Bretaña), Ansa (Italia) y EFE (España) imponía a través de las informaciones que distribuían a los periódicos de América Latina la posición de los respectivos países que estaban haciendo un descomunal esfuerzo económico para tener la influencia de la palabra escrita, quizá más importante que un acorazado anclado frente a Montevideo o a Río de Janeiro.
Aquellos jovenzuelos que empezábamos a aprender cómo se ponían con cierto desparpajo las patas encima de la mesa mientras repasábamos los despachos informativos que un ayudante de Redacción nos traía regularmente tras haberlos recortado de los teletipos, no teníamos ni la más remota idea de que nos habían contratado como soldaditos de una lucha sin cuartel cuyo objetivo prioritario era que la voz de Francia, a través de informaciones y reportajes servidos directamente en español y no en francés como se hacía hasta entonces, se oyese alta y clara en los países latinoamericanos.
El jefe de nuestra Redacción era por aquellos primeros días del alba de 1960 Rafael García, un republicano español que como tantos se había refugiado en Francia después de que los republicanos perdiesen la guerra civil española en 1939. Llevaba más o menos desde entonces en France Presse, donde sus conocimientos del español le habían abierto las mismas puertas que nos abrirían a nosotros veintiún años después. Delgado, medio alto, con cara de pocos amigos que raramente sonreía se había convertido en un cronista deportivo bastante apreciado en Latinoamérica y manejaba como nadie la hipérbole. Tuve que leer sus despachos para saber que a un puñetero campo de fútbol donde veintidós individuos se peleaban por una pelota que ni siquiera era de ellos podía o debía llamársele en ciertas circunstancias “catedral del fútbol” y que el suelo de los campos que a mí me parecía de lo más anodino eran en realidad el “cuadrilátero de la gloria” donde “los ciclones” cabalgaban en pos de una gloria que consistía –yo era tan joven que aquello me daba risa, lo que es la incultura—en introducir el balón de cuero en una especie de portería ambulante y que lo bueno era cuando “la bola” se estrellaba brutalmente contra aquellas redes. Poco a poco fui aprendiendo que el césped que los futbolistas destrozaban cada vez que les venía en ganas con zapatones llenos de clavos era una especie de alfombra de Aladino que transportaba a hombres molientes y corrientes hasta el olimpo de la gloria. ¡Cuántas cosas aprendí sobre el fútbol en un par de días leyendo aquellos despachos! En Nueva York teníamos entonces un cronista de béisbol, uno de los deportes más apreciados en parte de América Latina, que era el García de aquel deporte que a mí siempre me ha sabido más absurdo que el fútbol o que los toros. Buck Canel era nuestro cronista y una celebridad en los Estados Unidos donde le habían dado algunos de esos premios periodísticos a los que nosotros aspirábamos en nuestros dementes sueños. Como la transmisión de las informaciones que luego recomponíamos nosotros antes de largarlas para los periódicos llegaban por radiotelégrafo, aquello del béisbol resultaba un verdadero galimatías. Los primeros días observé que cuando se acercaba el ayudante de redacción con las hojas de papel carbón en las que Buck Canel cantaba las últimas hazañas de aquellos hombres ridículamente vestidos y que pegaban con toda su alma a una inocente pelotita con algo que luego supe se llamaba bate, todos mis compañeros encontraban un pretexto para desaparecer. Se marchaban de la mesa de Redacción el tiempo suficiente para que yo tuviese que encargarme de revisar las hazañas beisboleras. A veces me pregunto si el gran Buck Canel no contribuyó más a mi conciencia política anti-norteamericana que toda la familia Bush reunida. Los despachos se te caían literalmente de las manos porque además nunca sabías dónde terminaba a una frase y supongo que más de un lector se acordó de mi madre leyendo aquellas crónicas revistas por mí. Rápidamente llegué a la conclusión de que el fútbol de Rafael García era preferible y hasta más comprensible.
García nos metía a todos los jovencillos en el mismo saco y aunque de los diez primeros redactorcillos sólo unos cuantos éramos españoles o de origen español, a todos nos trataba de “señoritos”. Supongo que eran viejos reflejos del republicano que dejó en alguna trinchera y de los amargos recuerdos de una guerra civil que para muchos de ellos terminaría en campos de concentración que el gobierno francés había abierto gentilmente en el sur de Francia donde los guerreros derrotados eran custodiados por negros senegaleses o gendarmes bretones que no se andaban con chiquitas.
Pero reconozco que aquel cronista deportivo que creó realmente una escuela que hasta hace muy pocos años perduraba en América Latina, donde le recibían como a un jefe de Estado o poco menos, era en el fondo una buena persona. Por lo menos conmigo se portó suficientemente bien para que me dejase aprobar el examen de entrada. Al margen del sólido currículo que cada cual tenía, para figurar entre los elegidos de aquella nueva Redacción había que satisfacer una serie de pruebas de redacción que creo que todavía están en vigor. Una de ellas consistía, como es lógico, en la traducción y adaptación de un texto del francés al español. A mí me tocó, entre otras monerías, un cuento muy breve de Chejov en el que el autor ruso hablaba de alguien más que perverso que había sobornado a un funcionario pagándole, según mi traducción, “jarras de vino”. García se me quedó mirando y esbozó algo que dado su carácter debía de ser una sonrisa: “Berrocal, ¿usted cree que se puede sobornar a alguien dándole jarras de vino?”. Con la soberbia de mis pocos veinte años le contesté muy ufano: “Cuando lo dice Chejov será verdad” (Pronuncié Chejov como si fuese amigo de la familia aunque en realidad todavía no había leído absolutamente nada suyo). Mi ignorancia del francés no me permitía saber que “pots-de-vin” (literalmente jarros de vino) es una expresión para decir que alguien paga o recibe una suma de dinero en un acto de lo más corrupto.
No obstante, la atracción masculina de aquella incipiente Redacción no era García, que si no tenía nada de un adonis tampoco era un esperpento. E incluso tenía una novia muy bonita. Pero nuestra atención de aquellos primeros días o meses la centró un recién llegado, el peruano Mario Vargas Llosa que por entonces no le conocía más que su familia. Ni se nos ocurría pensar que un día le concederían el Premio Nobel de Literatura.
Con un bigotito muy fino a lo Errol Flynn en sus papeles de pirata pendenciero, aquel macho cabrío de las pantallas en technicolor que como mandaban los cánones de la época besaba con toda la humilde castidad de la boca cerrada, el peruano hacía sus primeros pinitos periodísticos en una mesa de la Redacción Latinoamericana de la Agencia France Presse.
El gusto por el oficio de periodista se lo había inculcado su padre, quien trabajaba o había ejercido como redactor de la Agencia Associated Press en Lima, donde el jovencito acababa de vivir una aventura que conocimos más tarde con el título novelesco “La tia Julia y el escribidor”. Contra tempestades sociales, mareas legales y la implacable y sofocada voluntad de una familia del elegante barrio limeño de Miraflores, había tenido la osadía de llevar hasta las últimas consecuencias, el casamiento, sus amores, castos hasta el momento de la noche de bodas, con una señora de esa alta sociedad. Lo malo y casi lo peor es que la señora en cuestión era su propia tía carnal y que los padres del fogoso periodista no tenían sentido del humor suficiente para encarar a palo seco lo que ellos probablemente consideraban como un incesto de lo más impresentable socialmente.
Discreto, tan calladito como ahora es expansivo, Mario fue contándonos su historia a algunos de los que entonces éramos compañeros suyos en aquella Redacción.
En aquellos días de febrero de 1960, nuestras preocupaciones giraban mucho más alrededor de la esposa de Mario Vargas Llosa, una señora de auténtica bandera que oficiaba como secretaria en el servicio Features, un piso más abajo de donde nosotros empezábamos a seducir seriamente a América Latina para Francia.
Doña Julia se llamaba y hoy su historia todo el mundo la conoce ya que, como buen periodista, su esposo y sobrino no desperdició la ocasión de contarla en uno de sus mejores libros, « La tía Julia y el escribidor ».
Los novatos y barbilampiños periodistas que entonces éramos se pasaban el día bajando al despacho donde oficiaba la tía Julia con la esperanza de verle cruzar las piernas. Sin duda porque en aquellos años sesenta nadábamos en pura inocencia, lo cual no quitaba para que alguno pudiese albergar las insensatas esperanzas del Frédéric de “La educación sentimental” de Gustave Flaubert.
Y pese a que estas consideraciones puedan parecer ociosas y sin venir a cuento, finalmente, guste o no guste, forman parte de la conquista de América Latina por la AFP. Así, en letra menuda, se escriben las más grandes historias.
Y aunque en cierta ocasión presumió con gran sentido del humor de « haber fundado la AFP », Mario permaneció relativamente poco tiempo en el Servicio Latinoamericano, el llamado Desk Amsud, contracción francesa de América del Sur. Allí escribió noticias hasta que su tía le instó a quedarse en casa y escribir la novela que luego le haría saltar al estrellato cuando se produjo el boom de la literatura latinoamericana. Con una abnegación que hubiese merecido por lo menos el enamoramiento trágico del « Titanic », ella siguió dándole a las teclas de su máquina de escribir para asegurar el sustento cotidiano hasta que las editoriales reconocieron el talento de su esposo y sobrino.
Más tarde llegaría otro escritor, igualmente peruano, Julio Ramón Ribeyro, que con sólo diez años más que yo era ya uno de los más brillantes miembros de aquella Redacción. No se le oía nunca y creo que podría haber pasado desapercibido sin ese estado depresivo que aqueja de forma aguda e intermitente a mucha gente que escribe y que en él se destapaba en una extrañísima sonrisa, a orillas del cachondeo más azaroso.
Antes de abandonarnos en busca de los horizontes de la diplomacia como base para escribir tranquilo, Julio Ramón Ribeyro obtuvo el Premio Rulfo.
A los descamisados de la información que habíamos formado la primera tanda fueron uniéndose periodistas que ya entraban más curtidos y que tenían la ventaja de encontrar una Redacción casi estructurada. Uno de ellos fue un tercer peruano, Alfredo Torero, que creo había llegado a París por razones más políticas que comestibles. Había sido o era secretario general del partido comunista peruano. Bajito, muy poca cosa, con una voz que parecía no querer enderezar para no ofender, ahora se me antoja un puro entre aquel grupo de periodistas que a menudo confundíamos nuestro periodismo con el de las películas de Hollywood. Torero no parecía ser un gran cinéfilo y si tampoco le entusiasmaban las crónicas de Buck Canel o las “catedrales” futbolísticas de Rafael García tenía una pasión que pronto se empeño en comunicarnos. Adoraba el quechua y su gran ambición, como antiguo profesor, es que nosotros lo aprendiésemos. Cuando lo teníamos de editor no había quien escapase a las clases. Entonces el jefe de aquel tinglado, que durante tiempo fue de nacionalidad francesa, era un señor muy callado y circunspecto que se pasaba las mañanas haciendo crucigramas en su despacho del que no salía más que a la hora del almuerzo. Podías poner en hora tu reloj porque siempre salía a las doce y treinta y dos minutos. Y sin variar una sola vez, se sacaba la pipa de la boca, miraba a Torero, que seguía dale con el quechua, y decía invariablemente: “Me voy a almorzar. ¿Hay algo de particular?” Me quedé con las ganas de decirle que sí por la curiosidad de ver su reacción ya que estoy seguro que iba a romperle todos sus esquemas mentales. Sólo en una ocasión perdió los papeles. Torero seguía con sus ímprobos cursillos de quechua que, la verdad, a nosotros nos importaban un comino, cuando el altavoz de la Redacción anunció con la voz de las urgencias aéreas que acababan de distribuir una información sobre un autobús urbano que se había caído al Sena. Por primera vez en varios años, la puerta del jefe se abrió y el hombre, que hasta se había olvidado abrocharse su impecable chaquete de tweed, le espetó a Torero: “Espero que ya hayan dado un urgente”. El peruano estaba en ese momento ensimismado encima de una hoja de papel donde con un lápiz nos enseñaba no sé qué diferencia fundamental de la lengua quechua y como la demostración era verdaderamente ardua “trabajaba” nuestra cultura lingüística apoyado en un montón de despachos que se habían ido acumulando en los últimos sesenta minutos. Le miró muy serio, empezó a bucear entre los papeles y triunfalmente sacó un despacho: “Sí, aquí lo tengo. Ahora lo mandamos”. Creímos que al pobre jefe le iba a dar un soponcio. El caso es que aquel día se olvidó del almuerzo.
En realidad, aparte Rafael García, hubo algunos españoles geniales. Uno de ellos, Antonio Téllez, era un anarquista catalán de lo mejorcito, igualmente refugiado de la guerra. Aunque era una excelente persona y solía invitarnos a beber buenísimos vinos en su casa, tenía un defectillo que en términos de objetividad dejaba mucho que desear. Odiaba todo lo que podía oler a Iglesia. Y no hablemos del Papa. Era su bestia parda. Una tarde en la que él oficiaba de editor, recibimos una avalancha de informaciones, con sus correspondientes BOLETINES, URGENTES (denominación de las informaciones superimportantes) seguidos de sesudos comentarios. La Iglesia norteamericana se había ido por los cerros de Úbeda y había atacado de forma furibunda al Papa. Al día siguiente, los encargados del tema vieron que en los controles cotidianos (todas las agencias controlaban el impacto de sus propias noticias y de las ajenas en la prensa mundial) no aparecíamos una sola vez para aquel espantoso escándalo papal. La competencia nos comía. En la conferencia de Redacción de la mañana se armó la marimorena y el jefe de servicio tuvo que meterse en un rincón para que las jefaturas no le mordiesen. Cuando por la tarde se encontró a nuestro anarquista, que como siempre daba la impresión de haber pasado dos horas en una bañera de agua caliente antes de afeitarse cuidadosamente, lo que realmente hacía, compartiendo jabón y agua con jóvenes y exóticas bellezas, el jefe le pidió explicaciones. El otro esperó a que el hombre terminase su bronca y encendiendo un cigarrillo Gauloise filtro le miró y con su acento catalán que jamás perdería le replicó: “Efectivamente, recibimos muchísimas informaciones sobre ese tema. Pero todo fue a la papelera porque eso no le interesa a nadie. Son cosas de curas”. Ni sus amistades más anarquistas hubiesen podido evitarle un cese fulminante aunque pasajero, pero la verdad es que allí se olvidaba todo.
Todo era profundamente bueno y agradable en aquellos años de bonanza económica.
Estos fueron los primeros años, los mejores, de France Presse en Español. Luego vinieron otros tiempos, otras gentes.
Pero nunca más hubo un Xavier Domingo, escritor español y periodista catalán que tuvo el scoop del año cuando anunció al mundo entero que la Princesa Margarita de Inglaterra había dado a luz. Pero él escribió para que todo el mundo se enterara: FLASH- MARGARITA PARIO. Y pasó a la historia.
Javier Franco, el mejor corrector de estilo, Maria Antonia Bouedec, cronista de moda que imponía moda y saber estar con una copia de champán. Marcelo Aparicio, inenarrable como posterior corresponsal en Cataluña, que acompañó casi a su última morada a Salvador Dalí, Ricardo Utrilla, que terminaría de Presidente de la Agencia EFE (por algo pretendía siempre que era “el mejor periodista de lengua española”). Y el elegante Carlos Espinosa, defensor de la raza india. Sin olvidar a Juan Tomás de Salas, epicúreo ante Dios y ante los hombres.
Todos los que no se lean en esta rápida lista que no se molesten, pero han pasado cincuenta años y la memoria temblotea.
Luego, en la segunda etapa, hubo otros grandes del periodismo como Alberto Carbone, Rafael Noboa y unos cuantos más. Pero ese ya sería otro cuento, algunos dirían otra pesadilla.
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