Colaboración: Cuento de Navidad cubano
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Por Sergio Berrocal
Había pasado su infancia sin Nochebuena ni Navidad por lo que odiaba profundamente, con toda la desesperación que se le venía al cerebro ya gastado por el delirio, como el que se queda sin fuego a punto de encender el último cigarrillo antes de que le fusilen. Ya de mayor había perdido batallas, batallitas y lo hacía con la misma estúpida fatalidad que esos que se olvidan de apretar los cordones de sus zapatos, los de los otros ni los tocan, y en el último momento se dan cuenta de que llevan mocasines desde hace cinco años.
En Gander, adonde le había traído un avión Iliuchin de Aeroflot rumbo a La Habana, tuvo que pasar noche y tres cuartos porque los pilotos rusos se olvidaron de volver al aparato cuando fueron al meadero del aeropuerto, aunque la versión oficial fue un defecto técnico en el tren de aterrizaje.
Mientras esperaba en la tremebunda terminal iluminada a giorno porque decían, alguien decía que decían, que aquel aparato estaba lleno de comunistas, encontró un chiringuito con una canadiense negra aburrida y dos pastillas de turrón de Jijona. Se lo comieron viendo una película con Harrison Ford en la que un personaje soltaba una frase, corta pero definitiva que descolocó a la dependienta: “Nena, eras una máquina de hacer el amor”.
No supo qué decir y le pidió a la muchacha tres enormes cervezas que se bebió mientras un policía les preguntó si habían visto salir alguien de los váteres. Al parecer era una cubana que empujó una puerta rotulada Sortie no sin antes avisar que quería pasar una temporada en la nieve canadiense.
Ya en su hotel doce estrelladadas de La Habana tuvo que pedirle a recepción que le subieran un rollo de papel higiénico y como el recepcionista no parecía entenderle tradujo: papel de culo, expresión que le había enseñado en París una compañera que había sido comandante en el Ejército Rebelde.
La camarera de piso le entregó al cabo el papel con explicaciones: ·”Perdone, pero es que desde que vino Obama y desde que firmamos con los norteamericanos, aunque siguen jodiéndonos al mantener el embargo, una semana sí y otra no escaseamos de algo. Antes era siempre. Ahora alternamos el exceso de tomates con la desaparición del papel higiénico”.
Por la tarde, desde París, me explicaron que en Francia escaseaba la mantequilla, que es como si faltase ginebra en el Palacio Real de Buckinghan, London.
Aquel mediodía almorcé un delicioso pollo a la cubana en el restaurante Monseigneur, en la calle 21 esquina 0. Durante todo el tiempo me acompañó una foto gigantesca de Bola de Nieve, quien por lo visto tocaba allí el piano mientras no se murió. Ya luego se quedaron solo con las fotos.
Tenía cita con una estrella de la que se hablaba muy bien, Adela Escartín. Después de liquidarnos doce mojitos dobles acompañados de camarones flambeados con Pernod, me miró y me espetó como quien no quiere la cosa: ·”Debo decirle que usted y yo somos hermanos de padre”.
Cuando me acordé del padre, el coronel, solté un escupitajo que pasó a dos centímetros de la calva del camarero. Acto seguido pedí que reforzaran de toda urgencia la producción de mojitos que fueron llegando a la mesa con su mantel de un blanco impecable sin parar.
Me pareció bella mi recién encontrada hermana. Y cuando cerraron Monseigneur pusimos rumbo al primer garito que encontramos. El Nacional ya no existía. El rey de Arabia Saudita lo había convertido en su residencia caribeña.
Aquella noche, me presenté en el cine Yara, pero el hombre que siempre había fungido de acomodador jefe me cortó el paso: “Lo siento, pero hemos cerrado porque la semana que viene empiezan las obras para construir un garaje de doce plantas… Dicen que en París están haciendo lo mismo y como el arrendamiento de plazas de garaje dan más dinero… No se olvide –dijo queriendo consolarme – que en París y otras ciudades europeas están haciendo lo mismo. Creo que ahora construyen minicines, que son como gateras, pero como también nosotros hemos entrado en la era del capitalismo no tenemos más remedio que adaptarnos”.
Me fui directamente al aeropuerto donde un jeque de Doha me ofreció una plaza en su avión para ir a Nueva York. Acepté porque estaba harto de pasar por Gander, escala que era obligatoria en viejos tiempos, cuando Cuba y Estados Unidos se tiraban los tiestos a la cabeza, pero desde que Obama había anunciado nuevos tiempos y los aviones de todas las compañías norteamericanas volaban directamente a La Habana, alguien tuvo la idea de ofrecernos a los europeos lo que llamó elegantemente “la ruta de la nostalgia” que, por lo demás, era la única practicable para viajar desde París. De otro modo había que ir a Fort Laudale y allí tomar un vuelo directo a La Habana.
Me desperté ya tarde. Estaba acurrucado en un bar cutre de este varadero en el que vivo, al final de Europa, a orillas del Mediterráneo. Recordé el sueño, mi hermana, el Yara, Gander… Qué cosas ocurren en el mundo de las soñarreras.
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Había pasado su infancia sin Nochebuena ni Navidad por lo que odiaba profundamente, con toda la desesperación que se le venía al cerebro ya gastado por el delirio, como el que se queda sin fuego a punto de encender el último cigarrillo antes de que le fusilen. Ya de mayor había perdido batallas, batallitas y lo hacía con la misma estúpida fatalidad que esos que se olvidan de apretar los cordones de sus zapatos, los de los otros ni los tocan, y en el último momento se dan cuenta de que llevan mocasines desde hace cinco años.
En Gander, adonde le había traído un avión Iliuchin de Aeroflot rumbo a La Habana, tuvo que pasar noche y tres cuartos porque los pilotos rusos se olvidaron de volver al aparato cuando fueron al meadero del aeropuerto, aunque la versión oficial fue un defecto técnico en el tren de aterrizaje.
Mientras esperaba en la tremebunda terminal iluminada a giorno porque decían, alguien decía que decían, que aquel aparato estaba lleno de comunistas, encontró un chiringuito con una canadiense negra aburrida y dos pastillas de turrón de Jijona. Se lo comieron viendo una película con Harrison Ford en la que un personaje soltaba una frase, corta pero definitiva que descolocó a la dependienta: “Nena, eras una máquina de hacer el amor”.
No supo qué decir y le pidió a la muchacha tres enormes cervezas que se bebió mientras un policía les preguntó si habían visto salir alguien de los váteres. Al parecer era una cubana que empujó una puerta rotulada Sortie no sin antes avisar que quería pasar una temporada en la nieve canadiense.
Ya en su hotel doce estrelladadas de La Habana tuvo que pedirle a recepción que le subieran un rollo de papel higiénico y como el recepcionista no parecía entenderle tradujo: papel de culo, expresión que le había enseñado en París una compañera que había sido comandante en el Ejército Rebelde.
La camarera de piso le entregó al cabo el papel con explicaciones: ·”Perdone, pero es que desde que vino Obama y desde que firmamos con los norteamericanos, aunque siguen jodiéndonos al mantener el embargo, una semana sí y otra no escaseamos de algo. Antes era siempre. Ahora alternamos el exceso de tomates con la desaparición del papel higiénico”.
Por la tarde, desde París, me explicaron que en Francia escaseaba la mantequilla, que es como si faltase ginebra en el Palacio Real de Buckinghan, London.
Aquel mediodía almorcé un delicioso pollo a la cubana en el restaurante Monseigneur, en la calle 21 esquina 0. Durante todo el tiempo me acompañó una foto gigantesca de Bola de Nieve, quien por lo visto tocaba allí el piano mientras no se murió. Ya luego se quedaron solo con las fotos.
Tenía cita con una estrella de la que se hablaba muy bien, Adela Escartín. Después de liquidarnos doce mojitos dobles acompañados de camarones flambeados con Pernod, me miró y me espetó como quien no quiere la cosa: ·”Debo decirle que usted y yo somos hermanos de padre”.
Cuando me acordé del padre, el coronel, solté un escupitajo que pasó a dos centímetros de la calva del camarero. Acto seguido pedí que reforzaran de toda urgencia la producción de mojitos que fueron llegando a la mesa con su mantel de un blanco impecable sin parar.
Me pareció bella mi recién encontrada hermana. Y cuando cerraron Monseigneur pusimos rumbo al primer garito que encontramos. El Nacional ya no existía. El rey de Arabia Saudita lo había convertido en su residencia caribeña.
Aquella noche, me presenté en el cine Yara, pero el hombre que siempre había fungido de acomodador jefe me cortó el paso: “Lo siento, pero hemos cerrado porque la semana que viene empiezan las obras para construir un garaje de doce plantas… Dicen que en París están haciendo lo mismo y como el arrendamiento de plazas de garaje dan más dinero… No se olvide –dijo queriendo consolarme – que en París y otras ciudades europeas están haciendo lo mismo. Creo que ahora construyen minicines, que son como gateras, pero como también nosotros hemos entrado en la era del capitalismo no tenemos más remedio que adaptarnos”.
Me fui directamente al aeropuerto donde un jeque de Doha me ofreció una plaza en su avión para ir a Nueva York. Acepté porque estaba harto de pasar por Gander, escala que era obligatoria en viejos tiempos, cuando Cuba y Estados Unidos se tiraban los tiestos a la cabeza, pero desde que Obama había anunciado nuevos tiempos y los aviones de todas las compañías norteamericanas volaban directamente a La Habana, alguien tuvo la idea de ofrecernos a los europeos lo que llamó elegantemente “la ruta de la nostalgia” que, por lo demás, era la única practicable para viajar desde París. De otro modo había que ir a Fort Laudale y allí tomar un vuelo directo a La Habana.
Me desperté ya tarde. Estaba acurrucado en un bar cutre de este varadero en el que vivo, al final de Europa, a orillas del Mediterráneo. Recordé el sueño, mi hermana, el Yara, Gander… Qué cosas ocurren en el mundo de las soñarreras.
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