Crítica: "Polvo", en narco-estado nos convertiremos
- por © Correcamara.com-NOTICINE.com
Por Sergio Huidobro
El bautizo de José María Yázpik como realizador y guionista, "Polvo" (2019) se mete con la precarización de la vida rural y con los modos en que el narcotráfico ha construido su imperio sobre esas ruinas. En esta comedia dramática que se quiere cuadro de costumbres, pintura social, homenaje a la cultura de la Baja y película de época al mismo tiempo, la acción se ubica en San Ignacio, un poblado minúsculo en el centro desértico de la península californiana. El año es 1982 y aquel México atemporal amanece todos los días cargando con las mismas losas que ya llevaba en la espalda desde tres siglos atrás: una economía fosilizada, una estructura social rígida y la sensación eterna de que el progreso y el futuro ya están por llegar... aunque se tarden porque vienen a pie desde e l-otro- lado.
Su protagonista, el Chato (Yázpik) es casi un avatar burlón del propio actor, quien nació en el auténtico San Ignacio doce años antes de la acción de la cinta. Emigró a la alta California para labrarse un nombre como actor en el Hollywood setentero, solo para volver diez años después con el rabo entre las patas. No es que le haya ido mal: lo que sucedió fue que cuando la industria del cine le cerró una puerta, la del narcotráfico le abrió otra. Cuando un cargamento de cocaína es fatalmente arrojado desde un avión, los paquetes tienen el pésimo tino de caer regados sobre San Ignacio. Así, para pagar una deuda de honor con su capo, el Chato debe volver a su terruño de infancia para recolectar las pacas de a kilo, haciéndose pasar por empleado de una farmacéutica. Esta trama tan esperpéntica, que incluye un viejo amor -cómo no-, una rencilla con el actual marido de aquella, un hijo perdido, un cura corrupto y un amigo traidor, solo sostiene su verosimilitud al estar ubicada en una época en la que nadie en provincia habría reconocido una paca de cocaína y en donde la ausencia casi total de telecomunicaciones facilita que las confusiones sean creíbles.
Es una historia de entretenimiento logrado y buenos resortes narrativos que muestra cariño por la cultura bajocaliforniana sin necesidad de hacer caricatura, parodia ni cliché. El habla es natural y fluida, los tópicos regionales no se subrayan en exceso y la dirección de arte consigue crear un entorno habitable, que se palpa y se camina sin esfuerzo. En donde la cinta resbala es en el descuido de dibujar como protagonista a un narcotraficante dicharachero, galán y enamorado, haciendo la vista gorda ante el hecho de que se encuentra ahí no para recuperar sus raíces, sino para cobrar un derecho de piso que, en un mal paso, costarían la vida del pueblo entero.
Al redimirlo y darle un rostro protector, "Polvo" incurre en el descuido de mostrar los primeros días de la narco-economía rural como un asunto de faldas y malentendidos, cuando los casi cuarenta años recorridos desde 1982 demuestran que el asunto era más complejo que eso y sus consecuencias, más dantescas. Si uno hace caso omiso de esto, "Polvo" es disfrutable como una comedia eficaz de buenos acabados y técnica lustrosa, pero estaremos evadiendo su aspecto más interesante: ¿cómo estamos representando nuestras múltiples violencias y nuestros cánceres sociales? ¿Se vale romantizar el tema en aras del entretenimiento, la industria o la nostalgia? La idea de un poblado que vive sin saberlo en una paz ilusoria, conseguida solo por tener dormida a la bestia, es cuestionable. El mes pasado, Culiacán volvió a ponerla en la mesa de la peor forma posible.
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El bautizo de José María Yázpik como realizador y guionista, "Polvo" (2019) se mete con la precarización de la vida rural y con los modos en que el narcotráfico ha construido su imperio sobre esas ruinas. En esta comedia dramática que se quiere cuadro de costumbres, pintura social, homenaje a la cultura de la Baja y película de época al mismo tiempo, la acción se ubica en San Ignacio, un poblado minúsculo en el centro desértico de la península californiana. El año es 1982 y aquel México atemporal amanece todos los días cargando con las mismas losas que ya llevaba en la espalda desde tres siglos atrás: una economía fosilizada, una estructura social rígida y la sensación eterna de que el progreso y el futuro ya están por llegar... aunque se tarden porque vienen a pie desde e l-otro- lado.
Su protagonista, el Chato (Yázpik) es casi un avatar burlón del propio actor, quien nació en el auténtico San Ignacio doce años antes de la acción de la cinta. Emigró a la alta California para labrarse un nombre como actor en el Hollywood setentero, solo para volver diez años después con el rabo entre las patas. No es que le haya ido mal: lo que sucedió fue que cuando la industria del cine le cerró una puerta, la del narcotráfico le abrió otra. Cuando un cargamento de cocaína es fatalmente arrojado desde un avión, los paquetes tienen el pésimo tino de caer regados sobre San Ignacio. Así, para pagar una deuda de honor con su capo, el Chato debe volver a su terruño de infancia para recolectar las pacas de a kilo, haciéndose pasar por empleado de una farmacéutica. Esta trama tan esperpéntica, que incluye un viejo amor -cómo no-, una rencilla con el actual marido de aquella, un hijo perdido, un cura corrupto y un amigo traidor, solo sostiene su verosimilitud al estar ubicada en una época en la que nadie en provincia habría reconocido una paca de cocaína y en donde la ausencia casi total de telecomunicaciones facilita que las confusiones sean creíbles.
Es una historia de entretenimiento logrado y buenos resortes narrativos que muestra cariño por la cultura bajocaliforniana sin necesidad de hacer caricatura, parodia ni cliché. El habla es natural y fluida, los tópicos regionales no se subrayan en exceso y la dirección de arte consigue crear un entorno habitable, que se palpa y se camina sin esfuerzo. En donde la cinta resbala es en el descuido de dibujar como protagonista a un narcotraficante dicharachero, galán y enamorado, haciendo la vista gorda ante el hecho de que se encuentra ahí no para recuperar sus raíces, sino para cobrar un derecho de piso que, en un mal paso, costarían la vida del pueblo entero.
Al redimirlo y darle un rostro protector, "Polvo" incurre en el descuido de mostrar los primeros días de la narco-economía rural como un asunto de faldas y malentendidos, cuando los casi cuarenta años recorridos desde 1982 demuestran que el asunto era más complejo que eso y sus consecuencias, más dantescas. Si uno hace caso omiso de esto, "Polvo" es disfrutable como una comedia eficaz de buenos acabados y técnica lustrosa, pero estaremos evadiendo su aspecto más interesante: ¿cómo estamos representando nuestras múltiples violencias y nuestros cánceres sociales? ¿Se vale romantizar el tema en aras del entretenimiento, la industria o la nostalgia? La idea de un poblado que vive sin saberlo en una paz ilusoria, conseguida solo por tener dormida a la bestia, es cuestionable. El mes pasado, Culiacán volvió a ponerla en la mesa de la peor forma posible.
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