Colaboración: La langosta enamorada de Salvador Dalí

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Salvador Dalí
Por Sergio Berrocal *

Esta mañana de cabreo revulsivo, de mea culpa para todos los jinetes de todos los Apocalipsis, desde Blasco Ibañez a Francis Ford Coppola, me he encontrado en el mercado con una deliciosa criatura. Sus ojos negros me recordaron a los de Carol Lombard y sus largas manos a las de Audrey Hepburn tomándose unos diamantes con un café au lait sans sucre. De pronto oí su voz con el adorable acento francés de los canadienses del Quebec: “¿No te acuerdas de mí?... Creo que mi madre y tú…” Entonces, aunque había tenido un amanecer siniestro, reconocí aquellos ojos.

Restaurante del aeropuerto de Gander, isla canadiense helada en medio de la nada. Un avión ruso Ilyuchin. Nos dirigimos o regresamos de La Habana. El maître me trae una hermosa langosta. Me la como sin dejar de mirar con remordimiento pero con la avidez de un enamorado recién castrado sus ojos a la Carol Lombard. Era la madre de la langostita que esta mañana me miraba amorosamente desde su lecho de hielo picado en el puesto del pescadero del barrio. Había tardado catorce días y veinticuatro noches en volar desde Gander a esta playa del sur de España donde consumo lo que poco que ya queda en el vaso de plata que me regalaron cuando nací.

Nadie quiere hacerse cargo de los libros que he amontonado durantes tres existencias. Y en este pueblo de turistas a destajo está prohibido quemar libros en plaza pública. Quiero regalarlos y se me ríen en mis narices. En España, regalar un libro a alguien que no sea un enemigo puede ser considerado como una prueba de mal gusto.

Durante muchos años, en este extraño país, Salvador Dalí, el sublime pintor de todas las fantasías, ha sido odiado con la fuerza que da la política. El hombre no le hizo nunca ascos al dictador Francisco Franco y quisieron castigarlo con el ostracismo.

Pero Dalí nunca muere. De París, que es lo que cuenta, a Madrid, que ya empieza a contar, se ha vuelto a despertar la pasión por todo lo daliniano. Por el inmenso, extravagante y morrocotudo talento que desde que nació tuvo el pintor catalán. Esta rehabilitación vergonzosa coincide con una espantosa crisis económica, política y humana que atraviesa a la periclitada Europa.Y de pronto resurge el hombre de los ojos tristes y de los eternos bigotes de circo que con sus cuadros mil, sus esculturas y sobre todo sus mil y una locuras jocosas parece capaz de quitarle a la gente el gesto de malhumor perpetuo.

Ya no hay un pintor como él, capaz de dar a la vida un pocomucho de locura , de falta de cordura aburrida. Fue todo lo contrario de un Hopper, ese pintor norteamericano que no es más que el reflejo de la angustia de quienes no han vivido porque nacieron muertos.

Le amé desde el primer día que le ví,  allá por 1957. Yo acababa de llegar a París con mi cámara Rolleicord, ni siquiera me daba para comprar una Rolleiflex, y en la primera entrevista que quise hacerle me trató como a un igual, aún a sabiendas de que yo era un ignorante de dieciocho años que no conocía de su obra más que los bigotes que espadachinaban todas las portadas de los periódicos del mundo entero.

En este Occidente que se muere, que se hunde por falta de amor, por falta de alegría, Salvador Dalí vuelve con su farragoso acento que no dejó ni cuando murió para meternos de nuevo en la verbena de sus maravillosas locuras, de su alboroto eterno guisado con un talento que ningún otro pintor tuvo (¿Dónde estabas Picasso, oh del castillo?). lejos del formalismo funerario que han impuesto los calvinistas de Wall Street que han dejado a Europa convertida en un continente sin más alma que las apariencias, donde los malditos del robo y de la infamia caen abrasados por créditos infinitos de ignominia.

Dalí y su esposa Gala me enseñaron a beber té sin poner cara de asco, aunque a ellos les constaba que ya lo mío, aunque me viesen tan jovencito, lo que me iba era el güisqui con Perrier y con hielo. Pero a Dalí no le gustaban aquellos cubitos de agua embelezada porque sabía que morirían nada más caer en el vaso. Desde entonces yo también los odié.

Aleluya, Dalí el Magnífico, el hacedor de todas las langostas perdidas  del mundo, a las que a veces dabas forma de teléfono con lo que las señoritas casaderas pudientes se masturbaban el oído mientras telefoneaban para concertar una cita con café para todos.

Aquel cineastas que yo no conocía (ni pajolera idea de “Un perro andaluz”, ni siquiera de sus idas y venidas con Walt Disney, éramos jóvenes pero incultos) me enseñó a amar la pintura, me enseñó a leerla, y a quererla.

Cuando decidió alfabetizarme aprovechó un invento que una vez más le había traído a París, lo que el bautizó con su acento gutural estupendiiiisissimo “La oreja del ángel. Y me confesó con voz queda:

- "La gente no conoce nada. En la Edad Media, la oreja era el símbolo de la bondad. Representaba todas las buenas cualidades. Yo he pintado “La oreja del ángel” inspirándome en la de Su Santidad Juan XXIII. Mide cinco metros y la valúo en 50.000 dólares (cuando con un dólar los norteamericanos compraban la virtud de una dama…). Mirada de cerca representa una pintura abstracta. A cinco metros, una Madonna Sixtina y a quince una oreja de Ángel. Diga que tengo la intención de cortarme las mías. Esta nueva modalidad de “pintura auditiva” forma parte de mi movimiento pictórico con base en espirales logarítmicas. He pasado por la coliflor, el caracol y el cuerpo de rinoceronte para llegar a la oreja humana, en cuyo interior se encuentra, a mi parecer (decía con la modestia que le caracterizaba) la más perfecta de las espirales logarítmicas".

El reporterillo de tres al cuarto, sí, yo, mimimi, que hubiese dicho Cantinflas, se interesaba por sus dineros y él, catalán de toda la vida, se reía sin que el bigote perdiese nada de su rigidez de miel bien repartida:

- "Pues sí, gano bastante dinero. En mi casa el dinero entra por todas partes. Y no sé dónde va a parar. Tiene que estar entrando constantemente. Para mí los cheques suponen la coronación de mis esfuerzos".

Mi pasión más que turca por aquel monumento al cachondeo me incitó a preguntarle una vez más y él a contestarme con su habitual seriedad, vigilado con el rabillo del ojo izquierdo de Gala que se moría de risa en un rincón de la suite del Hotel Meurice de París:

- "Estoy completamente de acuerdo en que soy un genio, ya que soy el primero en afirmarlo. De todos modos, no hay que decir que yo sea un pintor genial. Esto es imposible, ya que actualmente la pintura decae. Yo soy simplemente UN GENIO. En cuanto a quienes piensen lo contrario, un ataque que venga de una persona inteligente es preferible a un elogio por parte de un imbécil".  

Le pregunté también por el cine pero ni siquiera apabulló mi ignorancia, con lo fácil que lo tenía:

- "Voy muy poco al cine. Tenga en cuenta que para mí es un verdadero problema. Mi imaginación transforma inmediatamente los personajes que acambiándoles de sexo y cosas así… Tanto que cuando cuento la película nadie la reconoce… Mi actriz preferida es Greta Garbo y es a la única que en la pantalla no le cambio el sexo. Estoy tratando de que acepte mi proposición de realizar una “Santa Teresa de Jesús”. Sería un film místico, con guión mío".

Dalí cesó de respirar el 23 de enero de 1989 en Figueras, cerca de Barcelona. Se murió como un perro, de rabia, de amor roto por la muerte. La única mujer que había amado, la enigmática Gala, se le había ido para siempre siete años antes.

De pronto caigo en la cuenta de que cuento historias que nadie cree, como la Penélope de la copla de las alfombras. Sin esperanza. Porque Ulises el bello murió envenenado con una copa de desesperación y desamor que le brindaron al regresar a tierra. Y Penélope siguió teje que te teje.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro se titula "Calle Falange Española"