Colaboración: Tardío adiós a Carlos Amador

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Carlos Amador
Por Sergio Berrocal *

Tiras de una carpeta que te parecía inocente, que nunca te había dado ningún disgusto de consideración. Vamos, una carpeta modosita, inocente en apariencias. Es azul, un poco ajada por el polvo y el tiempo. Tiras y extiendes un certificado de defunción en color y a veces hasta con sonrisa satisfecha. Hay algunos muertos que merecerían poder seguir jugando al interminable póquer de todos los días.

Otros, que vivitos y coleando se bañan constantemente en las fangosas aguas que tanto aman los gorrinos. Pero esos sí que están muertos, aunque nunca lo sabrán.

Elegir entre quienes deberían seguir batallando y entre quienes no deberían tener derecho ni al agua ni a la sal es cosa de dioses.

Los que hay en alguna callejuela de mi mesa negra y raída por el tiempo son los muertos empapelados que todos los cuentistas arrastramos en recortes, de cuando no había informática, será, digo yo, porque cualquiera sabe, entre fotos en los que el interesado era sangre, huesos y pasión.

Mis muertos suelen ser gente de buena compañía. Que tienen por lo menos una hazaña por párrafo. Otros ni están.

Esta mañana, mientras amanecía el invierno que se ha colado en estas playas del sur de España, estas playas que me han enseñado a odiar el café descafeinado con leche, apareció un rostro muy querido.

El de un gran hombre del cine mexicano, Carlos Amador, que fue todo y de todo en una cinematografía que entonces buscaba afirmarse frente a Estados Unidos.

Amador empezó el oficio farandulero como se hacía antiguamente, por bajines, como recadero, aunque de don Emilio Azcárraga Vidaurreta, casi nada.

Y poquito a poco, con una voluntad que nada podía detener va a convertirse en el hombre imprescindible del espectáculo mexicano.

Primero compra un cine, a Azcárraga, y luego otro y luego…

Cuando quiere acordarse es un productor de numerosas y exitosas películas, doblado de un empresario para el que todo lo que oliese a cine no podía escaparle.

En la frente llevaba escrita la palabra éxito cuando un mediodía de mayo apareció por el Festival de Cine de Cannes con una delegación oficial mexicana.

A Carlos Amador no se le caía nunca la sonrisa de la cara, aunque siempre fuese un gesto imperativo que no invitaba a las familiaridades ni a romperle a nadie un brazo en la espalda.

Sonrisa que en fracciones de segundo se convertían en un pliegue de preocupación, la que le causaba su salud.

Era diabético y en aquellos años setenta siempre le acompañaba su chófer, que a la vez le servía de enfermero y estaba atento a las tomas que tenía previstas en el día. Maldita enfermedad que se lo llevó en el año 2000 a los 78 años de edad.

Hasta veintiuna películas se contabilizan en su haber como productor, entre ellas “Hotel de verano” (1944), “Adulterio” (1945), “Su primer amor” (1960), “La edad de la inocencia” (1962).

Nunca le oí presumir de parecerse a Igmar Bergman o de tener el mismo puro asmático que Darryl Zanuck pero poseía un sentido propio y muy agudo de lo que su público esperaba de la sana diversión que finalmente debería ser en parte el cine.

Lo propio del escribidor es descubrir personajes cuyos nombres se pueden teclear sin que se te sonrojen las yemas de los dedos. El era de esos.

La última o penúltima vez que nos vimos fue en su querido México DF.

Allí asistí a un gigantesco congreso de la Cámara de Comercio Cinematográfica, que Amador presidía, en los estudios Churubusco, donde Conan el Bárbaro acababa de abandonar un plató que tenía casi las dimensiones de un estadio. Churubusco era así.

Cientos de soldados con cara de pocos amigos tomaron en pocas horas todo Churubusco, poco antes de que apareciese el Presidente de la República.

Tiempos eran en México de mordida sin complejos ni tapujos.

Noche de gala en un restaurante lujoso como quizá sólo pudiesen darse en México, donde me prestaron una chaqueta y una corbata para cubrir el impudor de una camisa de mangas cortas.

Un colega de vuelta de esto y de lo de más allá me retrató el rostro maravillado que un corresponsal inglés que en unas Navidades acababa de recibir de la Presidencia de la República un cofre de madera repleto de las mas valiosas botellas de licores.

El hombre presumió todo lo que pudo de aquel suntuoso presente, alcoholizado hasta que le llegó la vez al colega mexicano, de los que, insisto, ya habían vuelto cuando tú echabas a andar para ir.

“Mire, amigo –le espetó entre las dos cejas, con odio azteca—los licores son valiosísimos pero lo que realmente representa una pequeña fortuna es el cofre, que data de la conquista de México”. Era el México de Carlos Amador.

Nunca le dije adiós. Lo hago ahora, un montón de años después. Pero entiendan que yo soy de lento caminar.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro se titula "Calle Falange Española"