Colaboración: Cinecuento en La Habana

por © NOTICINE.com
'Fresa y chocolate'
Por Sergio Berrocal

Si no tiene un festival de cine, un pueblo no es nada, reflexionó el alcalde desde el balcón de mármol bretón de su monumental Casa de la Cultura, construida según los más rígidos principios arquitectónicos del estalinismo. Era cosa de los tiempos con ribetes comunistas que habían vivido los dos mil cuatrocientos habitantes cuando la Democracia se instauró en España.

El alcalde no sabía muy bien de qué bando era pero de lo que estaba seguro es que en 2013, un pueblo sin cine no le merecía respeto a nadie. Y repasaba con la melancolía del abandono los que había a su alrededor, incluso en alguna pedanía cercana.

Había que ponerse a la moda. Para un pueblo costero ya no bastaba con tener parques caninos de tres mil metros cuadrados, la gran moda de la Andalucía moderna.

Era asombrosa la cantidad de festivales de cine que había en el mundo. Y en España llevaban unos años en que las ferias de ganados eran reemplazadas por ferias de películas. Se ganaba menos pero se ganaba otro respeto. La Cultura.

Le dijo a su concejal de Cultura que buscase una lista de festivales y se dio cuenta de que había uno hasta en Goteburgo. ¿Dónde puñetas estaría eso? Se animó porque su pueblo caía a sólo quinientos cincuenta kilómetros de la capital.

Asqueado, repugnado, estropeado de sentimientos cristianos y despechugado de sentido común, el viejo crítico de cine que tomaba descafeinado en aquella playa del pueblo con pretensiones a Hollywood, recordó alguna de las cosas que había escrito a lo ancho de su vida.

Encontró muchas injusticias y alguna que otra cobardía, como cuando aquella jovencita actriz se le metió en su cama después de presentar una película en la que su papelito de minuto y medio se centraba en sus opulentos pechos.

Por la retina que todavía le quedaba intacta, la otra, ya se sabe, con una catarata maligna, "de haber visto tanta malísima película", le decía su santa esposa, concejal de Cultura, vio como si allí estuviese a toda la tribu petulante de los que hacen cine malo, los más, y el sublime egocentrismo de los actores y actrices.

Recordó todos aquellos festivales a los que tanto había ayudado, a los que a veces había aupado con sus crónicas pese a que  de vez en cuando se había mostrado venenoso de pura confesión y muchos padre nuestro.

No fue Goebbels quien dijo aquello de "miente, miente, que siempre quedará algo".

Estaba convencido de que había sido aquel relaciones públicas norteamericano que conoció en Madrid. Se llamaba Guido Orlando y presumía de que Franklin Delano Roosevelt le nombró "rey de los contactos".

Guido había conseguido para el político demócrata norteamericano, entonces candidato presidencial, tres millones de votos en el barrio italiano de Nueva York a través de un bodrio que se había inventado con el título de "Liga de ciudadanos de origen italiano favorables a Roosevelt". Era en 1913.

El viejo y otrora respetado crítico recordó algunos festivales de Cannes, Berlín o Venecia en los que tantas veces había sido injusto y otras bellísima persona. También estuvo aquella vez de la estrellita a medio construir que se coló en su habitación.

El alcalde, que era hombre de pensar en el futuro, se convenció de que a su pueblo le vendría muy bien un festival fuera de todo, tercermundista, pobre o algo así. La cuestión era no parecerse a los demás. Y se fijo en el de La Habana.

En la primera semana de diciembre, el alcalde viajó secretamente  a Cuba. Estaba a punto de terminar 1993.

Cuando vio que "Fresa y chocolate", una película que exaltaba la amistad entre dos homosexuales, precisamente en el momento en que en Cuba eran perseguidos, el alcalde se santiguó con toda la fuerza de su agnosticismo.

Pensó mientras ponía una vela en la catedral de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, que era el colmo del cinismo.

No entendía que un régimen comunista, que según decían en Europa era puro y duro de principios, hubiese permitido que la historia de dos maricones que toman té con cuarenta grados a la sombra se convirtiese en un exitazo cinematográfico.

En el avión que le devolvió a su pueblo escribió una carta de santa indignación al mismísimo Fidel Castro.

Ya en el pueblo mandó decir una misa por el alma de todos los dirigentes del cine cubano.

Luego le volvió el dolor de la incomprensión al leer la crónica que un periodista francés había escrito precisamente sobre aquella película titulada "Fresa y chocolate" y que su ministra de Cultura le había guardado cuidadosamente.

El escrito, fechado en La Habana, decía así:  «Apoyado por algunos compañeros, intenté explicar que ese film ("Fresa y chocolate") era el acontecimiento del Festival, que estaba seguro de que iba a tener una carrera mundial excepcional, cosa que raramente, por no decir nunca, sucede con una cinta latinoamericana. Y que si no se le daba de antemano el Glauber Rocha, el primer galardón importante que se concede antes de que se conozca el veredicto del jurado oficial del Festival, los  especialistas en cine presentes iban a hacer el ridículo más despiadado. (La película sería designada más tarde para el Oscar de la Academia de Hollywood a la mejor película extranjera)."

Después de otro santo cabreo, el alcalde pidió a su ministra que localizara al periodista revoltoso ese.

Le vendría de maravilla para su comité central, bueno para su comité organizador, un tipo con fama de comunista y de maricón.

Sin que él pudiese darse cuenta, el oficio de organizador de festival empezaba a cuajar en la mente del edil.

El hombre, que antes de dirigir un pueblo era capataz en la confección, sonrió feliz para sus adentros.

El cine, se dijo, será mejor negocio que los concursos de perros y ya no tendré que construir más parques caninos para ganarme la consideración de mi partido.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro se titula "Calle Falange Española"