Colaboración: Érase una vez Salvador Dalí

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Salvador Dalí
Por Sergio Berrocal

“Hace veinticinco años, a estas horas estaba telefoneándote desde una cabina telefónica, para decirte que Dalí había muerto”. Todavía no se conocían los móviles. Me lo espeta de sopetón este día de verano invernal de la Costa del Sol el periodista Marcelo Aparicio, que está finiquitando su carrera en la Agencia France Presse. Periodista de largo recorrido, Apa fue encargado de contarnos la agonía del pintor. Era el 23 de enero de 1989. Y aunque pueda parecer que es macabro, su labor resultó ejemplar. La del periodista que no tiene tiempo para padecer. Que sólo ve para contar.

“¿¡Cómo no voy a acordarme de usted?!” “¡Yo tengo una memoria de elefante!”. Era Salvador Dalí que me vociferaba desde una galería del señorial Hotel Meurice de París, dejando flotar su aerodinámico bigote.

De la entrevista que le hice aquella mañana de 1957 en su “suite” del Meurice me queda el recuerdo de dos o tres horas divertidísimas y con el paso del tiempo comprendo que Dalí me propinó aquel día una terrible lección de cosas. Algo así como “Nunca te creas lo que veas”. Pero entonces yo era un aprendiz de periodista, sin experiencia y con tan pocos años como convicción de que lo sabía casi todo.

Como todo el mundo, había oído hablar del Dalí excéntrico y Dalí me demostró que no había que fiarse de los ojos al entretenerse en caricaturizarse a sí mismo, ofreciéndome su habitual número de excentricidades y payasadas que me tomé desgraciadamente por una foto fija de su más íntima realidad.

Cuando llegué a su “suite” estaba concediendo una entrevista a una revista de arte de las que pontifican en el mundo. En un rincón, tan callada como yo en otro, estaba su esposa Gala (“Llamo a mi esposa Gala, Galuchka, Graiva, Oliva por el ovalado de su rostro y el color de su piel”) que le había literalmente robado a su “amigo” Paul Eluard, papa del surrealismo, en el que el pintor multimillonario y multitalentoso estuvo mucho tiempo inmerso.

Mientras la contemplaba por debajo de un cuadro clásico, que en aquel decorado parecía una aberración mental,  tan lejos del vertiginoso y aéreo Cristo de Dalí, tuve que reconocer que realmente el robo valía la pena. Gala no fue sólo su mujer. Fue sobre todo una especie de musa, quizá la encarnación de ese amor loco con el que hemos soñado todos. Cuando se conocieron, el hombre del bigote engomado (dicen que con miel, otros pretendían que con una crema especial que compraba en una tienda de su Cataluña natal, allá en el noreste de España) le prometió con un romanticismo que parecía una broma más de las suyas: “No nos separaremos nunca”. Y así ocurrió hasta que, como dice el cura en el momento del consentimiento mutuo, la muerte los separó para siempre. Gala fallecería en 1982 y Dalí el 23 de enero de 1989 a raíz de una tortuosa agonía, que parecía una broma más de las suyas y  que tuvo movilizada a la prensa del mundo durante días enteros al pie de la Torre Galatea de Figueras. Tenía 85 años, gran parte de los cuales los había pasado riéndose de una sociedad a la que apabullaba con sus declaraciones y credos que se sacaba de la manga pero que se le consentían porque su genio como creador era tan infinito como el que pudo tener Miguel Angel.

Todo el mundo le adoraba o le odiaba porque finalmente es difícil no admirar o no detestar a quien te permite considerar que la vida es una enorme broma en technicolor.

Aquella mañana Gala estaba vivita y coleando y aparentemente le hacía gracia mi juventud, esa misma de la insolencia sin fronteras que hasta puede hacerse simpática sobre todo en aquellos años, cuando la gente sabía estar.

Desde su rincón, Gala me hacía musarañas que se dirigían al entrevistador, quien más serio que un notario a la hora de redactar un acta de compra-venta pro indiviso anotaba las palabras del genio de Cadaqués, quien, imperturbable, le tiroteaba con todas las barbaridades que luego me ofrecería a mí y que le dieron casi tanta fama como su pintura.

Seguramente porque me vio con una inexperiencia que daba pena a mí me sirvió todos los platos de fórmulas hiperbólicas y llenas de espantosas atrocidades lingüísticas con su terrible acento catalán, que exageraba tan al infinito como la sordera su compadre Luis Buñuel, con quien escribió la película "El perro andaluz".

“El verdadero pintor es el que es capaz de pintar escenas extraordinarias en medio de un desierto vacío. El verdadero pintor es el que es capaz de pintar pacientemente una pera en los momentos más tumultuosos de la historia”.

Largamente me desarrolló su teoría del caracol y de las razones matemáticas que le impulsaban a considerarlo como un animal perfecto. Por el rabillo del ojo veía cómo Gala se mondaba de risa.

Pero a Dalí –que había tenido la gallardía de recibir a un reportero que no entendía una papa de pintura y al que no conocían más que en su hotel a la hora de pagar, con muchos esfuerzos y repugnancia, el alquiler de su habitación—todo parecía importarle un comino. Comerciante tan fabuloso como artista de una genialidad que ni él mismo comprendía, probablemente se decía que un periodista es un periodista por malo que sea y que la publicidad siempre es apreciable aunque resulte de pésima calidad.

Aquel día de 1957, Dalí era ya una infinita y rectilínea leyenda en todo el mundo del arte y de la farándula en el de las transacciones comerciales artísticas. Con Gala formaba una pareja que lucía con la luz propia de la gente a la que le importa un pito el qué dirán.

Todavía veo a Dalí sentado en un sofá de estilo (no se cuál, pero caro y lujoso con un bordado de flores sobre seda clara) impecable con su traje oscuro y su chaleco casi fosforecente. En una de las fotos que me han quedado imita con las dos manos unos ojos orientales, sin soltar en ningún momento uno de los bastones que nunca le abandonaban. Como caminaba perfectamente ahora me pregunto si no lo llevaba para evitar doblarse en dos de risa ante la majadería de la gente.

Pero, bueno, Maestro, aunque de veras ignoro si llegará a leer esta crónica de aquellos fabulosos años en que París todavía era una fiesta, quiero darle las gracias por haberme recibido aquel día, y luego otro, sin que en ningún momento se le ocurriese echarme a patadas ante mi ignorancia y mis sarcasmos pretenciosos.