Colaboración: Informando desde La Habana

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Alfredo Muñoz Unsain, 'Chango'
Alfredo Muñoz Unsain, 'Chango'
Por Sergio Berrocal

Los recuerdos son como esas caprichosas bailarinas estrellas que solían tener por amantes a presidentes de la república y otros altos políticos con el ombligo relleno de billetes de 10.000 francos en el París de la Belle Epoque, de Emile Zola y de los jugadores de bolsa que después de la ruina cotidiana atravesaban la place de la Bourse para tomarse unas copas de champán en el Vaudeville.

Ya no recuerdo, el capricho de lo recordado y de lo recordable es aniquilante y no me acuerdo ya si alguna vez tomé una copa en el Vaudeville con Alfredo Muñoz Unsain, Chango, el mejor de los corresponsales que tuvo La Habana y en épocas muy difíciles para la obligación de informar.

Se murió en esa querida ciudad que había adoptado o que había adoptado a aquel argentino perdido por la Revolución,  siendo el decano de los informadores extranjeros en la capital cubana.

Entonces, informar era un trabajo en doble sentido.

La mayoría de las veces quedabas mal con las autoridades y también con tus propios patrones, que a más de ocho mil kilómetros de distancia querían saber más que tú.

A ratos, a ratos largos, ni español sabían los muy atracados.

Eran tiempos de restricciones informativas que obligaban a los periodistas extranjeros a ser más listos que los mandamases.

De esa lucha de tantos años, al que fuera uno de los fundadores de la Agencia de información cubana Prensa Latina le nació una sonrisa sarcástica que durante años traté de copiarle.

Pero además de ser sarcástico desde la mañana a la noche con un eterno cigarrillo que le bailaba en un rincón de la boca, como un Humphrey Bogart en tiempos de saldo, había que tener narices para evitar que un dirigente encargado de controlar a la prensa extranjera no te pusiese en el disparadero de la expulsión.

Todavía hoy se recuerdan leyendas de algún periodista extranjero que prefería irse de pesca que romperse la cabeza tratando de informar.

De este modo había resuelto la cuadratura del círculo de la información informando lo menos posible.

No tenía nada que ver con el viejo y el mar y si Ernest Hemingway se lo hubiese encontrado a tiro probablemente le habría hundido como no hundió a los submarinos alemanes que al parecer rondaban cerca de Cuba cuando París no era una fiesta sino una guerra, la segunda en el orden, el mal orden mundial de las cosas.

Chango pescaba mucho pero informaba más.

Un día recibió una nota de sus jefes de París apremiándole para que dijera rápidamente, echando leches que se hubiese resumido en la Redacción central parisiense, cuál era la fuente sobre la salida de un avión de La Habana que seguramente llevaba a alguien importante o había traído a alguien más importante todavía.

Los jefes no querían pillarse los dedos y reclamaban que les dijera quién le había dicho a él que el maldito aeroplano ya se había largado de territorio cubano.

Imagino que cuando se sentó delante de su máquina para responder a la puñetera nota escrita por un puñetero redactor jefe aburrido, Chango sacó su mejor sonrisa sarcástica y escribió: "La fuente soy yo".

Desde la capital francesa le volvió a llegar otra nota en la que el mismo redactor jefe, que se adivinaba al borde de la crisis de paludismo, no se dejaba ganar la partida: "Rogamos urgente la fuente de su información".

Cabreado pero con su habitual educación aprendida en la universidad, en la UPC, Chango se armó de paciencia y contestó: "La fuente sigue siendo yo. Vi despegar al avión desde una terraza del aeropuerto".

Lo que no precisó es que en aquellos años, meterse en el aeropuerto José Martí hasta llegar a una terraza que dominara las pistas cuando un asunto de Estado se estaba fraguando por allí, era harina de otro costal que no todo el mundo podía costearse.

Pero durante toda su carrera como adjunto de la dirección de la AFP en La Habana, Chango obtuvo muchos buenos momentos periodísticos que de tan lejos no siempre fueron apreciados como se debía.

Porque había de todo en el cajón secreto del señor de la información.

Años antes, cuando Fidel Castro estaba a punto de llegar a La Habana, unos días antes de ese momento histórico, un corresponsal extranjero telegrafió a su Redacción diciendo que iba a tomarse unos días de vacaciones porque todo estaba muy tranquilo en Cuba.

Todo eso era agua muy pasada cuando yo empecé a asistir al Festival de Cine de La Habana.

Época tranquila y agradable.

En mi primer festival, en 1985, mi primera crónica decía que el Festival de La Habana era más gigantesco que el de Cannes.

Al terminar el evento, en su entonces tradicional discurso de clausura, Fidel Castro agradeció lo que a mí me parecía simplemente un reconocimiento totalmente objetivo de lo que ocurría en La Habana en los primeros días de diciembre:

"Por cierto, hubo una agencia europea cuyo reportero dijo que el Festival de Cannes se ha quedado pequeño al lado del Festival del Nuevo Cine de La Habana. Es decir, empieza a surgir ya un reconocimiento general en el mundo de la calidad del Festival, pero fundamentalmente de la calidad de las personas que participan en el evento y del material que se exhibe en el mismo".

Nada más salir el diario Granma, órgano oficial del partido comunista cubano, donde estaban esas palabras, Chango me dijo que fuera al hotel a buscarme una corbata.

Al rato llegaba la Agencia un tarjetón para invitarme a asistir a la recepción que se daba como colofón del festival en el Palacio de la Revolución.

Sé que esto puede parecer pueril pero en 1985 no todo el mundo cabía en esa recepción.

Cuando regresé a París, la broma entre los compañeros era pedirme que les enseñara el carné del partido comunista cubano que, decían entre sonrisas, me había ganado en aquel viaje.

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