Colaboración: La nunca rodada película de Tánger

por © NOTICINE.com
Calle de Tánger
Por Sergio Berrocal

Los pinchitos de yerba buena, cilantro, albahaca y menta pegaban saltos de alegría, chisporreteaban como locas australianas en el desierto de los transexuales metidos en el fuego de carbón de los marchantes del templo del Zoco Chico de Tánger. Tánger, ciudad internacional de mis amores que perdió este título de mujer de vida alegre y de generosidad sin par por la desgracia de políticos mentecatos impulsados por las ganancias del cambio del dólar y otras monedas que los judíos cambistas hacían circular desde el norte de Marruecos a Wall Street pasando por París.

Por el París de la  Place de la Bourse s’il vous plait, cretinos del mundo que no saben  que en aquellos tiempos Madrid era la meta inalcanzable de todos los exiliados españoles, porque Franco mandaba, porque Franco ordenaba, porque Franco fusilaba con el plumín de oro de su pluma Parker.

Y Tánger acogía a todo el mundo con amor y dedicación, como en una película en blanco y negro de cuando Hollywood hacía cine social con Frank Capra y algún que otro loco de la película.

Hubo norteamericanos, borrachos probablemente de grifa y de Pernod de contrabando, de cigarrillos americanos venidos de Gibraltar en lanchas rápidas que los aduaneros marroquíes agujereaban con saña y balas dumdum de no sé qué puñetero calibre, que pensaron en que Tánger podía convertirse en otra meca del cine.

Esos norteamericanos, borrachos y dicharacheros, que creían que el Pernod era un reconstituyente para sus frágiles cerebros, pensaron seguramente que así escaparían a todos los Mcarty del mundo y podrían ser comunistas, homosexuales, lesbianas.

Esos yanquis en la Ciudad que nunca existió más que en nuestras imaginaciones, constituían una categoría aparte en aquellos tiempos, cuando estaba muy cotizada y era difícil de conseguir el certificado de afiliación al humo en los ojos entre exclusivamente dos mujeres, hembras maravillosas, que olvidaban el dominio, la tortura de los aberrantes machos salidos de Kansas City o de Nueva York vía Los Angeles de las mariconeras.

Pero los políticos, que tenían todos esos vicios y ninguna virtud de los yanquis, apenas sabían quién era Jesucristo y por qué todo el mundo le recuerda colgado de una cruz, se apoderaron del estatuto de Tánger Ciudad Internacional de traficantes, drogadictos, mujeres de maravillosa reputación en la cama y devolvieron aquella ciudad que siempre fue única y donde todo era posible a un Sultán que no sabía que el cine es la esencia de la vida, que soñar en technicolor es la única solución para la desgracia que todos llevamos colgando.

De Errol Flynn, con su gancho demoledor, a Paul Lukas, elegantísimo en pijama impecable y babuchas de cuero, siempre he conocido gente de cine en Tánger, haciendo escala en Robert Cumming y su crimen perfecto y tantos otros que empañan los recuerdos.

Ahora que he dejado de ser un estúpido reportero en busca del “¿Le gusta Tánger?” y otras memeces que enseñan en las escuelas de pago, estoy convencido que todos ellos, apalancados ya por una sólida carrera cinematográfica, venían en busca de algo que no habían encontrado jamás en sus rodajes.

Perseguían, acechaban la esencia de la aventura infinita que todos esos tangerinos con los que se tropezaban en cuanto abandonaban el Hotel Minzah, habían vivido sin cámaras.

Querían saber qué había de cierto en el universo tangerino de Paul Bowles aunque pocos se atrevían a hincarle el diente a los terribles relatos de Mohamed Chukri.

Porque Tánger atraía, acogía y cuidaba, además de a estos curiosos, a los que de verdad necesitaban hacer un alto en el camino para, quizá otro día, otra mañana de cualquier siglo a venir, volver a empezar.

Hacia el año de 1956 se habló del interés de grupos norteamericanos para convertir la ciudad en un gigantesco estudio de cine y darle el carácter de turismo rico que no tenía.

Pero de pronto, cuando el café negro tizón que se aferra a las paredes de la taza como un pobre a la última limosna, he entendido por qué no se formalizaron en serio esos proyectos.

Porque aquel Tánger internacional que todos recordamos con los llantos del último rey de Granada, aquel Boabdil de marras, cuando los Reyes Católicos le echaron a patadas de su amada ciudad de la que ahora disfrutan o hacen como, porque la gente puede llegar a ser falsa esencia de flores del mal sin que Baudelaire tenga nada que ver, era en sí puro cine.

No se necesitaba que nadie diese a un cámara orden de rodar.

Cuando amanecía y que la gente, de todas las razas, de todas las madres y padres del mundo, de todas las inteligencias, de todas las leches, mala, buena o regular, se ponían en movimiento, el plató estaba en la calle, en las casa de la Emsallah, en los despachos elegantes del Boulevard Pasteur, en los zocos.

Razas del mundo entero se encontraban en español, francés, árabe, inglés y en cualquier otra lengua que se musitara en el mundo.

La hablaban, la chapurreaban, la mordisqueaban prostitutas de grandes vuelos llegadas de no se sabe dónde pero de muy lejos en el recuerdo de cada una de ellas.

Espías de todas las naciones, con una preferencia por los ingleses, los alemanes o los franceses, cada uno en su rincón.

Traficantes de todo, algunos hasta con oficina en el Boulevard Pasteur como aquel mafioso de Lucky Luciano.

Tánger fue el triunfo de la humanidad que tenía algo que curarse.

Cualquiera tenía cabida en aquel pandemónium que no tenía nada de infernal. Era una especie de limbo donde todos esperábamos algo. Un barco, los más pudientes un avión. Otros el fin de todos los fines.

Era un “Casablanca” al infinito, aunque los chulos alemanes y el pretencioso resistente que se hacía llamar Rick metido en la delgadez enfermiza de un Humphrey Bogart fueran gente de verdad.

Salvo en las fiestas que la millonaria Barbara Hutton y otros ricos de la muerte daban en sus palacios perdidos en la casba, nadie lucía un smoking tan indecorosamente impecable como el de Bogart.

Había más humanidad agazapada en el zoco chico o el zoco grande, que ya se te va el pelo de la memoria con el amor de la amante perdida, que en toda Europa.

Cuando las bolsas de valores de las grandes capitales del mundo, el que estaba más allá de las aguas que nosotros teníamos a nuestros pies, empezaban a construir fortunas y a acabar con las esperanzas de otro poco, en el zoco aparecían los cambistas, en general judíos versados en idioma y en cifras, que con un mostrador portátil se conectaban a un poste de la luz.

Y mientras duraban las sesiones de la Bolsa de París, Londres o Nueva York, los cambistas de Tánger vociferaban en sus teléfonos conectados al cielo de los negocios y cambiaban dólares, francos, pesetas y todo lo que tuviesen a tiro.

Cuando acababa el trapichero de cambio porque te cambio y mañana te cambiaré, los mostradores desaparecían y dejaban el sitio a conversadores que, sentados en el suelo, que podía ser como el cielo, animaban sus charlas con las pipas de kifi.

Sigue nuestras últimas noticias por TWITTER.