Crítica: "El Club", de curas a delincuentes
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Por Sonia R. Castellanos
"Y vio Dios que la luz era buena, y separó a la luz de las tinieblas". Con el versículo cuarto del primer capítulo del Genésis comienza el chileno Pablo Larraín su nueva obra maestra cinematográfica "El Club", estrenada esta semana en España y candidata chilena al Oscar, donde narra la historia de cuatro hombres y una mujer, antes arraigados a la Iglesia, que conviven en una casa retirada de un pequeño pueblo costero. Parece apropiado que el comienzo de la cinta tenga una cita bíblica y hasta cabe preguntarse, en esos instantes que transcurren entre dicha cita y la primera imagen del film, quiénes serán la luz y quiénes las tinieblas. Larraín, que ya en otras películas ha sabido mostrar de forma crítica el ambiente político y social sufrido por los chilenos durante la dictadura de Pinochet ("Tony Manero" en 2008 y "No" en 2012 son un claro ejemplo de ello), se lanza esta vez a por el controvertido mundo eclesiástico a través de la vida de los cuatro curas y su fría cuidadora.
Levantarse, rezar, pasear a su galgo, rezar y acostarse, con un rato para esparcimiento personal. Esa es la frágil rutina a la que se someten el Padre Vidal (Alfredo Castro), el Padre Silva (Jaime Vadell), el Padre Ortega (Alejandro Goic) y el Padre Ramírez (Alejandro Sieveking), bajo la atenta mirada de la Madre Mónica (Antonia Zegers). Están recluidos en una casa, aislados de los demás y de su vida pasada, para expiar los pecados que cometieron, unos pecados que mantienen firmemente encerrados en el cajón del olvido y que tratan de dejar atrás entre oración y oración. Al menos, esto es así hasta que aparece un quinto cura, el Padre Lazcano (José Soza), enviado a la casita costera para que siga el mismo proceso de expiación que los demás. Pero el pasado de Lazcano no está tan disciplinado como el de sus compañeros, y le persigue hasta allí en forma de monaguillo ya crecido interpretado por un soberbio Roberto Farías: el desencadenante de una serie de sucesos que ponen patas arriba la forma de vida del selecto club eclesiástico. Y de pronto, mientras el espectador ahonda en las vidas, pasadas y presentes, de los protagonistas, lo que parecía un drama sobre cuatro curas y una monja se convierte en un thriller protagonizado por cinco criminales.
Todo esto lo cuenta Larraín a través de una narración rítmica que no se corresponde a ninguna época concreta, haciendo de la película y el problema que trata algo atemporal. El guión, escrito por el propio director junto con Guillermo Calderón y Daniel Villalobos, propone un tono de cierto misterio, de investigación policíaca corrupta. Esto lo consigue a través de una serie de entrevistas cara a cara, de plano a contraplano, bañadas en una adecuada y fría fotografía que transmite al espectador el ambiente de recelo, angustia y, en ocasiones, soberbia, que sienten los personajes.
"El Club" es una cinta irónica, perturbadora y demasiado real. A veces incluso cruelmente fiel a la realidad, el tipo de crueldad que Haneke otorgó al protagonista de "Funny Games", trasladada en cierta manera al mundo aparentemente limpio de pecados de la Iglesia. Cada personaje se pasa la película intentando justificar sus pecados pasados, manchados de abusos, robos, avaricia, convencidos aún de que aquello que hicieron era por un bien mayor, que sobrepasa cualquier poder terrenal.
Se creen tanto su discurso, a través de unas destacables interpretaciones por parte de los actores, que por unos instantes incluso se puede sentir cierta lástima por ellos, y hasta se puede creer que todos comparten un mismo enemigo común, la Iglesia. Una Iglesia que, al final, se alza con la última palabra y es el claro ejemplo de que "El Club" no está formado solo por los cuatro curas y su cuidadora, sino por todos aquellos fieles que en algún momento de sus vidas también cometieron estos pecados.
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