Colaboración: Robots y Revolución
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
El cine, que ha acompañado a los cubanos desde que empezó la Revolución –1959— sigue jugando aparentemente un importante papel en la vida nacional tras el "deshielo" entre Cuba y los Estados Unidos. Cuando algunos observadores cubanos y extranjeros palpan el aislamiento político en que puede encontrarse La Habana con el hundimiento económico de Venezuela –hasta ahora su principal socio económico— y los cambios políticos que se atropellan en el continente, el paso de Brasil de la izquierda más reformadora a la derecha más conservadora por ejemplo, la situación deja que desear.
Pero mientras se tienden las redes de este posible aislamiento, ya ha entrado en juego Estados Unidos, aunque por el momento, si exceptuamos un primer gesto a través del cine de Hollywood, todo son buenas palabras y deseos de que las cosas se arreglen y termine oficialmente el bloqueo económico que lleva medio siglo vigente.
En el año 2000 publiqué un ensayo titulado "Fidel Castro y la diplomacia del Cine", (Publibook.com, París) pero entonces estaba lejos de creer que las productoras de Hollywood serían las primeras en llegar a La Habana con dinero contante y sonante. Tampoco pensé nunca que esta "transformación" de la capital cubana en un plató para las necesidades de rodaje norteamericanas se iniciaría de una forma tan chapucera.
Dicen que probablemente ya están cayendo millones de dólares en las arcas del ICAIC (Instituto cubano de Arte e Industrias cinematográficos), organismo que rige desde hace cincuenta años los destinos del cine cubano. Pero ¿a qué precio? Por el momento se ha tratado del rodaje de escenas de dos películas de poca envergadura y ningún vértigo intelectual, "Rápido y furioso" y "Transformer 5". De esta última se ha hecho eco hasta el órgano oficial del Partido Comunista Cubano, Granma, con una colorida foto de robots.
Voces más que sensatas preguntan adónde irá a parar ese dinero tan cacareado y algunos lectores de ese periódico califican esas producciones de puros "bodrios". Dios sabrá por qué.
Ahora quizá ha llegado el momento de preguntarse si realmente el Cine ha desempeñado a lo largo de todos estos años de aislamiento un papel en esta otra película de la transición o "deshielo" que está viviendo Cuba. Hay indicios que apuntan en ese sentido.
Los contactos que nunca se habían mantenido oficialmente con Washington fueron quizá suplidos durante años por cineastas de Cuba y Estados Unidos. Se realizaron en festivales, coloquios, visitas de gente de cine y la comunicación siguió establecida en los peores momentos entre los dos países por las bocas y oídos de actores y directores de las dos nacionalidades. Y todos ellos siempre estuvieron muy bien vistos por el gobierno a ambos lados del estrecho mar que separa a Cuba de los Estados Unidos.
No deja de ser curioso que antes de que en 1995 el presidente Bill Clinton hiciera una tímida apertura permitiendo que periodistas norteamericanos pudiesen instalarse como corresponsales en Cuba, una película cubana hubiese sido seleccionada en 1993, por primera vez en toda la historia de ese cine, para el Oscar, un sueño que las dificultades políticas y diplomáticas hacían cada día más imposible. No era un puro divertimento de dibujos animados sino una de las cintas más logradas a la hora de pegar un puñetazo encima de la mesa de la sociedad cubana para reclamar tolerancia, nada más que tolerancia. Se titulaba "Fresa y chocolate".
Un observador "cinematográfico" del mismo presidente Bill Clinton, Arnold Schwarzenegger, había visitado la capital cubana en ese mismo mes de diciembre de 1993, acompañado por su esposa, Maria Shriver Kennedy, sobrina de John Kennedy, el hombre de la crisis de los cohetes. La pareja era tratada como huéspedes muy especiales con todo el secretismo de rigor y asistieron a la fería del habano, disfrutando de más de un Cohiba.
Pero la visita más sonada había sido la de Jack Lemmon en 1985. Oficialmente llegaba para recibir un homenaje pero rápidamente se comentó en medios bien informados que el Presidente Ronald Reagan quería saber de primera mano y de primeros labios qué se cocía en esa extraña isla comunista tan cercana y tan odiada. Y qué mejor observador que un actor de ese prestigio.
El homenaje tan merecido le fue rendido en el gigantesco Teatro habanero Carlos Marx, lo que no dejaba de tener su gracia. Hubiese sido interesante ver la cara de Reagan cuando su presunto enviado especial era agasajado en un local con nombre del más odioso enemigo del capitalismo. Y cuando pasó varias horas en compañía de Fidel Castro a quien, se dijo, le había contado algunos chistes, precisamente sobre Ronald Reagan, que circulaban en Washington…
La lista de gente de cine del otro lado del mar es larga y probablemente no desinteresada políticamente hablando. Es muy posible que unos y otros ayudaran a establecer esos contactos de los que la diplomacia oficial no quería ni oír hablar ni en La Habana ni en Washington. De ahí a pensar que la apertura de hoy es el resultado indirecto de todas esas visitas…
Cuando en 1993 el mundo conoció la película cubana más emblemática, "Fresa y chocolate", destinada a rehabilitar la homosexualidad que hasta entonces había sido tan perseguida en Cuba, el hombre que mandaba en el cine cubano se llamaba Alfredo Guevara.
Aparentemente, este delicado intelectual, amigo íntimo de Fidel Castro, había recibido órdenes de romper esa lanza en pos de la libertad y tratando de abrir una brecha entre algunos de los más viejos del Partido Comunista a los que la palabra reforma provocaba una galopante urticaria.
Se me ocurre que si Guevara no hubiese fallecido en 2013, tal vez el "deshielo" no hubiese tenido esa lamentable ilustración de los robots, por muy virtuales que sean, en el histórico Malecón habanero.
Por ello, me parece que es justo evocarlo, tal y como me aparecíó en aquel triunfal para él inicio de diciembre de 1993, cuando "Fresa y chocolate" hacía reventar las salas de público.
Este es el retrato que le hice para mi libro "Fidel Castro y la diplomacia del cine":
"En un rincón de la habitación blanca y espaciosa que va a morir a una inmensa terraza que mira de reojo al mar, hacia un Miami que dentro de unos mese va a ser protagonista de esta historia, Alfredo Guevara, con la coquetería de sus 67 años, se aguanta con la mano izquierda una chaquetilla azul sobre una camisa negra, mientras con dos dedos de la mano derecha engulle un canapé. Como acostumbra durante el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, ha citado en lo que le sirve de cuartel general, como número uno del cine cubano (oficialmente es presidente del Festival y entonces ejercía también como, presidente del Instituto cubano del arte e industria cinematográfica (ICAIC), pero en realidad es mucho más...) a un puñado de amigos.
A la izquierda de esa primera habitación que abre una discreta puerta a un dormitorio donde Guevara suele descansar, dos camareros ofrecen bebidas. El clásico mojito es la más plebiscitada, aunque también se toma cerveza y Cubalibre. En el centro de la pieza, una larga mesa hace honor a los invitados: pollo, paella, gambas emborrizadas, canapés varios, aceitunas, patatas fritas. El sueño de una noche de verano para cualquier cubano que en estos momentos de recesión no tiene más preocupación que la comida.
Agazapado en un rincón como un gato afectuoso, Alfredo se relame de gusto. Las gafas grandes de miope coqueto parecen siempre a punto de abandonarle la nariz. De un manotazo las devuelve a su precario equilibrio cuando uno ya las ve rodando por el suelo. El poco pelo lo tiene peinado muy coquetamente hacia atrás.
Su sonrisa es sin duda lo que más llama y enamora. Una sonrisa discreta, contenida, que casi nunca le sale de los labios y que se refleja en unas arrugas que cada vez que quiere reírse le saltan de los ojos y ponen en peligro la estabilidad de las enormes gafas. Es la misma sonrisa que hace como medio siglo conquistó a Fidel Castro. Porque todos los que están en la suite del Hotel Nacional saben que este hombre pequeñito, de una fragilidad exquisita, fue el hermano mayor de un Fidel que en aquellos tiempos de universitario en La Habana, cuando un grupo de estudiantes soñaba ya con luchas políticas, le protegió, le cobijó y, dicen algunos, le llevó prácticamente desde Sierra Maestra al Palacio de la Revolución en La Habana.
El marxista Guevara —ningún parentesco con el Che— sigue en su rincón, como si la fiestecita no fuese con él. Habla bajito, casi musitando y los invitados se suceden calladamente a su lado, con el respeto y el sigilo de los fieles en un confesionario de la catedral de La Habana, consagrada a Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, la misma que en una medallita dicen que Fidel Castro llevaba colgada del cuello cuando entró por primera vez en la capital al frente de sus barbudos.
En un país donde los santos del calendario han servido a los cubanos para ocultar sus preferencias por dioses y diosas de origen africano —desde los tiempos casi inmemoriales en que los españoles quisieron obligarles a ser católicos, apostólicos y romanos-, Guevara, en su rincón tan calladito, parece la reencarnación de uno de esos dioses que la gente venera en la santería nacional.
Mientras al viento húmedo del Malecón (el paseo marítimo habanero) le cuesta los trabajos de Hércules para llegar hasta la suite, Guevara la goza en su rincón. Por mucha modestia que quiera derrochar, ¿cómo va a olvidar el estreno de "Fresa y chocolate "?, ¿cómo se le van a ir de la cabeza las imágenes de su triunfo, esos aplausos de toda una sala vuelta hacia él que, como siempre, está intentando que no se le caiga la chaquetilla que jamás se separa de sus hombros?.
Esa noche es una de las más bellas de su existencia. Quizá lo suficiente como para olvidarse del amago de infarto de miocardio, del exilio dorado a que se le obligó hace unos años cuando Fidel no tuvo más remedio que nombrarle embajador de Cuba en la Organización de Naciones Unidas para la Ciencia y la Cultura (UNESCO), en París, para, según algunas versiones, alejarle de sus más feroces enemigos del Comité Central. Pragmático hasta las puntas de las uñas cuidadosamente pulidas, Alfredo ha conseguido incluso cobrar los intereses de esa embajada forzosa. En la solapa luce el distintivo de la Legión de Honor, máxima recompensa civil francesa que el presidente François Mitterrand, hecho rarísimo, le impuso personalmente en el palacio presidencial del Elíseo. Dicen incluso que el viejo presidente, que en aquellos momentos ya daba las últimas caladas a su presidencia y a la vida, había querido imponerle la condecoración, cosa que hizo en el transcurso de una brillantísima recepción en palacio durante la cual hubiese sido muy difícil saber cuál de los dos —el presidente o su homenajeado— era más gato.
Es cierto que la suite no es la sala de baile que sirvió a Luchino Visconti de escenario central para la escena capital de "Il gattopardo", un decorado en el, qué duda cabe, Alfredo Guevara se hubiese sentido más a gusto. En esta mediatarde caribeña, Alfredo está muy lejos de las exquisiteces versallescas. Estamos en La Habana, en un año más de la Revolución que él ayudó a instaurar y en medio de momentos económicos de lo más penoso y en horas políticas de incertidumbre. Él, mejor que nadie, sabe que después de 35 años de Revolución, va a ser necesario pasar la mano. El bloqueo absurdo de Estados Unidos, las reclamaciones de países de América Latina y de otros lugares del mundo y, sobre todo, la insostenible situación económica que viven los cubanos, perfilan tiempos de cambios. Él lo sabe pero su fidelidad por el compañero de siempre puede más que la lógica más primitiva.
Un periodista europeo ("centroeuropeo", como llamaba curiosamente Fidel Castro a los periodistas de la Europa capitalista cuando el muro de Berlín todavía no había sido derrumbado) recuerda lo que de este enigmático hombre decía el norteamericano Ted Szulc en su libro "Fidel, A Critical Portrait" (1986): "Alfredo Guevara... amigo de Castro desde hace cuarenta años; es una de las figuras más curiosas del mundo político revolucionario cubano y uno de los hombres en quien Castro ha tenido siempre más confianza".
Las relaciones entre los dos personajes, las resume así: "Una sólida amistad se establece entre Guevara y Castro y juntos participan en una serie de enfrentamientos políticos en la universidad".
Y después del triunfo de la Revolución: "Se había (Castro) apoderado de los medios de comunicación de forma total, fundando por otra parte un instituto cinematográfico de alta calidad, cuya dirección confió a su viejo amigo Alfredo Guevara, encargado de producir largometrajes, documentales y noticiarios ampliamente inspirados por la ideología revolucionaria".
A todas luces, están lejos los tiempos en que el ICAIC servía para esa finalidad. El artífice de ese vaivén es para muchos Alfredo Guevara, a quien otros atribuyen el hecho de que con los años el ICAIC se haya convertido en una fortaleza en la que un montón de intelectuales, desde los más viejos, como él, a los más jóvenes como Tabío —coautor de "Fresa y chocolate"— se opongan a la eterna guardia staliniana… con el apoyo de Fidel Castro, musitan algunos personajes muy enterados. Esto es al menos lo que asegura el propio amigo de siempre, de los momentos más difíciles.
En su dorada madriguera de la suite del Nacional, Guevara asegura a un enviado especial "centroeuropeo": "Fidel sabía todo lo que era esa película ("Fresa y chocolate") por mí".
Y enigmáticamente agrega: "Yo siempre cumplo con mi obligación de decir todo lo que yo creo".
En ese momento de triunfo personal y cuando ya casi podía preverse que "Fresa y chocolate" sería la película latinoamericana más popular en el mundo entero, Alfredo se mostraba cauto, porque sabía que en el vestíbulo del propio hotel donde festejábamos el enemigo le esperaba: "Yo no veo el film así (como una feroz crítica a muchas cosas que acontecen en Cuba: rechazo del homosexual, falta de libertad...). Sentí al joven comunista como muy limpio, sin cultura, sin una preparación para ciertas cosas... Yo veo a los jóvenes de un modo muy especial, pensando en el futuro y no sólo como son, en su potencialidad... Soy un protagonista de la película porque tengo que asumirla y soy también un protagonista de la Revolución. No estoy por las críticas acerbas, sino constructivas. Lo revolucionario es transformar. No le llamo revolucionario al levantar banderitas y correr gritando consignas y ni siquiera al momento del fusil, que es decisivo... El momento actual (en Cuba) no es el que estamos viendo en la película, el momento actual no es perfecto. Y muchas cosas siguen pasando pero no son oficiales. Pasan en la gente porque muchos ciudadanos están formados antes de la Revolución en principios "morales" que no responden a nada, que son idioteces". Un lenguaje que muy pocas personas se atreverían a utilizar en la Isla, incluso estando a la diestra del padre".
Veintitrés años después, una eternidad, robots que seguramente hubiesen hecho fruncir el ceño a Alfredo Guevara, corren por el Malecón. Aunque sea virtualmente y con un montón de millones de dólares bajo sus brazos articulados.
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El cine, que ha acompañado a los cubanos desde que empezó la Revolución –1959— sigue jugando aparentemente un importante papel en la vida nacional tras el "deshielo" entre Cuba y los Estados Unidos. Cuando algunos observadores cubanos y extranjeros palpan el aislamiento político en que puede encontrarse La Habana con el hundimiento económico de Venezuela –hasta ahora su principal socio económico— y los cambios políticos que se atropellan en el continente, el paso de Brasil de la izquierda más reformadora a la derecha más conservadora por ejemplo, la situación deja que desear.
Pero mientras se tienden las redes de este posible aislamiento, ya ha entrado en juego Estados Unidos, aunque por el momento, si exceptuamos un primer gesto a través del cine de Hollywood, todo son buenas palabras y deseos de que las cosas se arreglen y termine oficialmente el bloqueo económico que lleva medio siglo vigente.
En el año 2000 publiqué un ensayo titulado "Fidel Castro y la diplomacia del Cine", (Publibook.com, París) pero entonces estaba lejos de creer que las productoras de Hollywood serían las primeras en llegar a La Habana con dinero contante y sonante. Tampoco pensé nunca que esta "transformación" de la capital cubana en un plató para las necesidades de rodaje norteamericanas se iniciaría de una forma tan chapucera.
Dicen que probablemente ya están cayendo millones de dólares en las arcas del ICAIC (Instituto cubano de Arte e Industrias cinematográficos), organismo que rige desde hace cincuenta años los destinos del cine cubano. Pero ¿a qué precio? Por el momento se ha tratado del rodaje de escenas de dos películas de poca envergadura y ningún vértigo intelectual, "Rápido y furioso" y "Transformer 5". De esta última se ha hecho eco hasta el órgano oficial del Partido Comunista Cubano, Granma, con una colorida foto de robots.
Voces más que sensatas preguntan adónde irá a parar ese dinero tan cacareado y algunos lectores de ese periódico califican esas producciones de puros "bodrios". Dios sabrá por qué.
Ahora quizá ha llegado el momento de preguntarse si realmente el Cine ha desempeñado a lo largo de todos estos años de aislamiento un papel en esta otra película de la transición o "deshielo" que está viviendo Cuba. Hay indicios que apuntan en ese sentido.
Los contactos que nunca se habían mantenido oficialmente con Washington fueron quizá suplidos durante años por cineastas de Cuba y Estados Unidos. Se realizaron en festivales, coloquios, visitas de gente de cine y la comunicación siguió establecida en los peores momentos entre los dos países por las bocas y oídos de actores y directores de las dos nacionalidades. Y todos ellos siempre estuvieron muy bien vistos por el gobierno a ambos lados del estrecho mar que separa a Cuba de los Estados Unidos.
No deja de ser curioso que antes de que en 1995 el presidente Bill Clinton hiciera una tímida apertura permitiendo que periodistas norteamericanos pudiesen instalarse como corresponsales en Cuba, una película cubana hubiese sido seleccionada en 1993, por primera vez en toda la historia de ese cine, para el Oscar, un sueño que las dificultades políticas y diplomáticas hacían cada día más imposible. No era un puro divertimento de dibujos animados sino una de las cintas más logradas a la hora de pegar un puñetazo encima de la mesa de la sociedad cubana para reclamar tolerancia, nada más que tolerancia. Se titulaba "Fresa y chocolate".
Un observador "cinematográfico" del mismo presidente Bill Clinton, Arnold Schwarzenegger, había visitado la capital cubana en ese mismo mes de diciembre de 1993, acompañado por su esposa, Maria Shriver Kennedy, sobrina de John Kennedy, el hombre de la crisis de los cohetes. La pareja era tratada como huéspedes muy especiales con todo el secretismo de rigor y asistieron a la fería del habano, disfrutando de más de un Cohiba.
Pero la visita más sonada había sido la de Jack Lemmon en 1985. Oficialmente llegaba para recibir un homenaje pero rápidamente se comentó en medios bien informados que el Presidente Ronald Reagan quería saber de primera mano y de primeros labios qué se cocía en esa extraña isla comunista tan cercana y tan odiada. Y qué mejor observador que un actor de ese prestigio.
El homenaje tan merecido le fue rendido en el gigantesco Teatro habanero Carlos Marx, lo que no dejaba de tener su gracia. Hubiese sido interesante ver la cara de Reagan cuando su presunto enviado especial era agasajado en un local con nombre del más odioso enemigo del capitalismo. Y cuando pasó varias horas en compañía de Fidel Castro a quien, se dijo, le había contado algunos chistes, precisamente sobre Ronald Reagan, que circulaban en Washington…
La lista de gente de cine del otro lado del mar es larga y probablemente no desinteresada políticamente hablando. Es muy posible que unos y otros ayudaran a establecer esos contactos de los que la diplomacia oficial no quería ni oír hablar ni en La Habana ni en Washington. De ahí a pensar que la apertura de hoy es el resultado indirecto de todas esas visitas…
Cuando en 1993 el mundo conoció la película cubana más emblemática, "Fresa y chocolate", destinada a rehabilitar la homosexualidad que hasta entonces había sido tan perseguida en Cuba, el hombre que mandaba en el cine cubano se llamaba Alfredo Guevara.
Aparentemente, este delicado intelectual, amigo íntimo de Fidel Castro, había recibido órdenes de romper esa lanza en pos de la libertad y tratando de abrir una brecha entre algunos de los más viejos del Partido Comunista a los que la palabra reforma provocaba una galopante urticaria.
Se me ocurre que si Guevara no hubiese fallecido en 2013, tal vez el "deshielo" no hubiese tenido esa lamentable ilustración de los robots, por muy virtuales que sean, en el histórico Malecón habanero.
Por ello, me parece que es justo evocarlo, tal y como me aparecíó en aquel triunfal para él inicio de diciembre de 1993, cuando "Fresa y chocolate" hacía reventar las salas de público.
Este es el retrato que le hice para mi libro "Fidel Castro y la diplomacia del cine":
"En un rincón de la habitación blanca y espaciosa que va a morir a una inmensa terraza que mira de reojo al mar, hacia un Miami que dentro de unos mese va a ser protagonista de esta historia, Alfredo Guevara, con la coquetería de sus 67 años, se aguanta con la mano izquierda una chaquetilla azul sobre una camisa negra, mientras con dos dedos de la mano derecha engulle un canapé. Como acostumbra durante el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, ha citado en lo que le sirve de cuartel general, como número uno del cine cubano (oficialmente es presidente del Festival y entonces ejercía también como, presidente del Instituto cubano del arte e industria cinematográfica (ICAIC), pero en realidad es mucho más...) a un puñado de amigos.
A la izquierda de esa primera habitación que abre una discreta puerta a un dormitorio donde Guevara suele descansar, dos camareros ofrecen bebidas. El clásico mojito es la más plebiscitada, aunque también se toma cerveza y Cubalibre. En el centro de la pieza, una larga mesa hace honor a los invitados: pollo, paella, gambas emborrizadas, canapés varios, aceitunas, patatas fritas. El sueño de una noche de verano para cualquier cubano que en estos momentos de recesión no tiene más preocupación que la comida.
Agazapado en un rincón como un gato afectuoso, Alfredo se relame de gusto. Las gafas grandes de miope coqueto parecen siempre a punto de abandonarle la nariz. De un manotazo las devuelve a su precario equilibrio cuando uno ya las ve rodando por el suelo. El poco pelo lo tiene peinado muy coquetamente hacia atrás.
Su sonrisa es sin duda lo que más llama y enamora. Una sonrisa discreta, contenida, que casi nunca le sale de los labios y que se refleja en unas arrugas que cada vez que quiere reírse le saltan de los ojos y ponen en peligro la estabilidad de las enormes gafas. Es la misma sonrisa que hace como medio siglo conquistó a Fidel Castro. Porque todos los que están en la suite del Hotel Nacional saben que este hombre pequeñito, de una fragilidad exquisita, fue el hermano mayor de un Fidel que en aquellos tiempos de universitario en La Habana, cuando un grupo de estudiantes soñaba ya con luchas políticas, le protegió, le cobijó y, dicen algunos, le llevó prácticamente desde Sierra Maestra al Palacio de la Revolución en La Habana.
El marxista Guevara —ningún parentesco con el Che— sigue en su rincón, como si la fiestecita no fuese con él. Habla bajito, casi musitando y los invitados se suceden calladamente a su lado, con el respeto y el sigilo de los fieles en un confesionario de la catedral de La Habana, consagrada a Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, la misma que en una medallita dicen que Fidel Castro llevaba colgada del cuello cuando entró por primera vez en la capital al frente de sus barbudos.
En un país donde los santos del calendario han servido a los cubanos para ocultar sus preferencias por dioses y diosas de origen africano —desde los tiempos casi inmemoriales en que los españoles quisieron obligarles a ser católicos, apostólicos y romanos-, Guevara, en su rincón tan calladito, parece la reencarnación de uno de esos dioses que la gente venera en la santería nacional.
Mientras al viento húmedo del Malecón (el paseo marítimo habanero) le cuesta los trabajos de Hércules para llegar hasta la suite, Guevara la goza en su rincón. Por mucha modestia que quiera derrochar, ¿cómo va a olvidar el estreno de "Fresa y chocolate "?, ¿cómo se le van a ir de la cabeza las imágenes de su triunfo, esos aplausos de toda una sala vuelta hacia él que, como siempre, está intentando que no se le caiga la chaquetilla que jamás se separa de sus hombros?.
Esa noche es una de las más bellas de su existencia. Quizá lo suficiente como para olvidarse del amago de infarto de miocardio, del exilio dorado a que se le obligó hace unos años cuando Fidel no tuvo más remedio que nombrarle embajador de Cuba en la Organización de Naciones Unidas para la Ciencia y la Cultura (UNESCO), en París, para, según algunas versiones, alejarle de sus más feroces enemigos del Comité Central. Pragmático hasta las puntas de las uñas cuidadosamente pulidas, Alfredo ha conseguido incluso cobrar los intereses de esa embajada forzosa. En la solapa luce el distintivo de la Legión de Honor, máxima recompensa civil francesa que el presidente François Mitterrand, hecho rarísimo, le impuso personalmente en el palacio presidencial del Elíseo. Dicen incluso que el viejo presidente, que en aquellos momentos ya daba las últimas caladas a su presidencia y a la vida, había querido imponerle la condecoración, cosa que hizo en el transcurso de una brillantísima recepción en palacio durante la cual hubiese sido muy difícil saber cuál de los dos —el presidente o su homenajeado— era más gato.
Es cierto que la suite no es la sala de baile que sirvió a Luchino Visconti de escenario central para la escena capital de "Il gattopardo", un decorado en el, qué duda cabe, Alfredo Guevara se hubiese sentido más a gusto. En esta mediatarde caribeña, Alfredo está muy lejos de las exquisiteces versallescas. Estamos en La Habana, en un año más de la Revolución que él ayudó a instaurar y en medio de momentos económicos de lo más penoso y en horas políticas de incertidumbre. Él, mejor que nadie, sabe que después de 35 años de Revolución, va a ser necesario pasar la mano. El bloqueo absurdo de Estados Unidos, las reclamaciones de países de América Latina y de otros lugares del mundo y, sobre todo, la insostenible situación económica que viven los cubanos, perfilan tiempos de cambios. Él lo sabe pero su fidelidad por el compañero de siempre puede más que la lógica más primitiva.
Un periodista europeo ("centroeuropeo", como llamaba curiosamente Fidel Castro a los periodistas de la Europa capitalista cuando el muro de Berlín todavía no había sido derrumbado) recuerda lo que de este enigmático hombre decía el norteamericano Ted Szulc en su libro "Fidel, A Critical Portrait" (1986): "Alfredo Guevara... amigo de Castro desde hace cuarenta años; es una de las figuras más curiosas del mundo político revolucionario cubano y uno de los hombres en quien Castro ha tenido siempre más confianza".
Las relaciones entre los dos personajes, las resume así: "Una sólida amistad se establece entre Guevara y Castro y juntos participan en una serie de enfrentamientos políticos en la universidad".
Y después del triunfo de la Revolución: "Se había (Castro) apoderado de los medios de comunicación de forma total, fundando por otra parte un instituto cinematográfico de alta calidad, cuya dirección confió a su viejo amigo Alfredo Guevara, encargado de producir largometrajes, documentales y noticiarios ampliamente inspirados por la ideología revolucionaria".
A todas luces, están lejos los tiempos en que el ICAIC servía para esa finalidad. El artífice de ese vaivén es para muchos Alfredo Guevara, a quien otros atribuyen el hecho de que con los años el ICAIC se haya convertido en una fortaleza en la que un montón de intelectuales, desde los más viejos, como él, a los más jóvenes como Tabío —coautor de "Fresa y chocolate"— se opongan a la eterna guardia staliniana… con el apoyo de Fidel Castro, musitan algunos personajes muy enterados. Esto es al menos lo que asegura el propio amigo de siempre, de los momentos más difíciles.
En su dorada madriguera de la suite del Nacional, Guevara asegura a un enviado especial "centroeuropeo": "Fidel sabía todo lo que era esa película ("Fresa y chocolate") por mí".
Y enigmáticamente agrega: "Yo siempre cumplo con mi obligación de decir todo lo que yo creo".
En ese momento de triunfo personal y cuando ya casi podía preverse que "Fresa y chocolate" sería la película latinoamericana más popular en el mundo entero, Alfredo se mostraba cauto, porque sabía que en el vestíbulo del propio hotel donde festejábamos el enemigo le esperaba: "Yo no veo el film así (como una feroz crítica a muchas cosas que acontecen en Cuba: rechazo del homosexual, falta de libertad...). Sentí al joven comunista como muy limpio, sin cultura, sin una preparación para ciertas cosas... Yo veo a los jóvenes de un modo muy especial, pensando en el futuro y no sólo como son, en su potencialidad... Soy un protagonista de la película porque tengo que asumirla y soy también un protagonista de la Revolución. No estoy por las críticas acerbas, sino constructivas. Lo revolucionario es transformar. No le llamo revolucionario al levantar banderitas y correr gritando consignas y ni siquiera al momento del fusil, que es decisivo... El momento actual (en Cuba) no es el que estamos viendo en la película, el momento actual no es perfecto. Y muchas cosas siguen pasando pero no son oficiales. Pasan en la gente porque muchos ciudadanos están formados antes de la Revolución en principios "morales" que no responden a nada, que son idioteces". Un lenguaje que muy pocas personas se atreverían a utilizar en la Isla, incluso estando a la diestra del padre".
Veintitrés años después, una eternidad, robots que seguramente hubiesen hecho fruncir el ceño a Alfredo Guevara, corren por el Malecón. Aunque sea virtualmente y con un montón de millones de dólares bajo sus brazos articulados.
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