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"El graduado"
Por Sergio Berrocal    

Toda una humanidad no ha conocido nunca ni conocerá, pues no se lo merece, la voluptuosidad de anudarse una corbata de seda salvaje o meterse en un sencillo traje Armani. No les falta dinero, les sobra mal gusto. Prefieren esas marcas bastardas que imponen la fealdad. Miren, miren y admiren, a esos actores podridos de oro que se gastan una millonada en zapatos de payasos endomingados.

Los pobres, los que no tienen, los que nunca han tenido, los que nunca tendrán porque el botín ya había sido repartido entre los amigotes, se visten con la imaginación. El mal gusto puede con todo. Las actrices ya no conocen, ni saben quién es, Christian Delacroix, que ha cerrado su imperio de arcoíris de mil fantasías en París. Ahora, dice modestamente, trabajará por su cuenta. Qué cosa los genios.

Los caraduras del arte se echan a la calle. Falsifican. Se toman por Dior y apenas si son aprendices sin talento ni amor. No tienen gusto. El gusto es el enemigo del dinero y de la fama.

Todo el mundo tienen derecho a querer vestirse de seda, incluso a vestirse con la seda blanca que seguramente no llevaba Cenicienta cuando perdió el zapato de cristal. Pero casi todos prefieren seguir siendo monos.

Y los largos vestidos de tul blanco bailaban y bailaban sobre la tierra roja de la sabana

Chas, chas, chas, cantaban a cada vuelta. Al lado del falso mar, con olas formadas y mimadas por la empresa Turismo a toda costa, las gaviotas runruneaban y a veces ronroneaban como helicópteros sin palas y sin piloto. La emoción apenas contenida las zarandeaba. Estaban enamoradas.

Todos están en la lejanía. Algunos en la lejanía final de la muerte. Otros resisten en casamatas como las de las películas norteamericanas del esfuerzo de guerra y mire usted que malos son los japoneses y ya ni le digo de los alemanes nazis.

Ana había danzado toda la vida, incluyendo amaneceres con vodka-tomate. Era crítica de cine y aquel mismo rato tenía que enhebrar la crónica final del Festival. Le flotaban en la cabeza las decenas de películas, de berrinches y de alguna sonrisa. E incluso de alguna alegría.

Bajó a su despacho, situado en el pozo del festival. Sus asistentes la esperaban con docenas de títulos para proponerle en esa crónica final que resumiría lo que habían sido más de diez días de desfiles de películas por la misma pantalla.

Tres copas de champán después, la crónica corría ya por los teletipos, aquellos viejos teletipos pausados, casi sin prisas. Dentro de cinco o seis minutos los jefes de sección de todos los diarios del mundo que en el mundo son, y no los otros, que ni existen, que son cosa de escolares dictados por la necesidad de dictar que tienen los dictadores.

Ana salió sola a la calle. Como cada noche final del Festival, estaba cuajada de nostalgia, cansada, algo deprimida. Se alisó la falda disimuladamente y sonrió. Había cumplido su promesa.

El día anterior, Ana había encontrado en una conferencia de prensa a Joe Bradley, un profesor que le había enseñado hacía años, bastantes semanas, en la Universidad de Berkeley. Cuando ella dejó los Estados Unidos por Europa, Joe siguió impartiendo sus clases.

Ahora habían vuelto a verse. Ana estaba encantada y él un poco molesto porque recordar idilios cuando el galán ya tiene más de setenta años no es lo mismo.

Aquella misma tarde fueron a ver "El graduado" (Mike Nichols, 1967) que estaban pasando en una pequeña sala de la Rue d’Antibes.

La historia de amor de la más que madura Miss Robinson (Anna Bancroft) con el joven y poco experimentado Benjamin (Dustin Hoffman) les había vuelto a encantar.

Cuando regresaron al hotel, Joe se quedó con Ana, Había sido el flechazo que no habían sentido en varios años en Berkeley.

Pasan los días, los meses, algunos que otros años pero tú sigues atascado en tus recuerdos y, sobre todo, en esos miedos infinitos que no te dejan y de los que no puedes librarte. Iba a escribir desembarazarte pero me ha parecido que es una palabra jodidamente cursi y sin sentido. En ella hay embarazo, es decir acción sexual y creación de vida, quizá hasta prurito amoroso. Es como un aborto y uno ya aborta suficientemente.

La televisión ha creado una mentalidad de ganadores entre los que no tienen nada en la cabeza y creen que un día podrán tener a condición de plegarse a la chapuza de un sistema que exige obediencia ciega sin la más elemental moral, donde te patean la dignidad, te desnudan, se aporrean y tienes que dejarte. A cambio de permitirte soñar que un día serás uno de esos personajillos nefastos que a través de las pantallas pequeñas viven por encima de las comunes preocupaciones de la subsistencia, cuando te cuentan que hay que encarar el futuro sin esperanza, con trabajos penosos y sin interés, sin continuidad, sin que puedas llegar a una meta que te puedes haber fijado. Te compensarán dejándote que mangonees en tu vida, que seas un maldito o una maldita.

Y se morirán todos los que valían algo pero que no estaban en su lugar en este planeta de los simios. Claro que se morirá, sin cámaras ni película recordatoria pero habrá vivido, no como tú, botarate, que has pasado toda la vida en nada.

En nada, nada, nadita, nada. Rien.

Los homenajes, los altavoces, las voces de triunfo, las lágrimas de tiburón, porque las del cocodrilo son demasiado respetables, hay que guardarlos para los que triunfan en las mentes podridas de mucha gente sin el menor esfuerzo. Sin la menor moral, sin necesidad de exhibir ningún valor que merezca la pena.

¡Adiós, maestro!

Gooooooooooooooooool!!!


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