Colaboración: La inefable levedad de Sánchez Dragó
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Por Sergio Berrocal
Un tipo cualquiera con suéter rojo, un perro marrón y una guitarra. Se le ve desganado, como asqueado y seguramente para aliviarse enciende un grueso cigarro de los que te ayudan a ver la vida menos real de lo que asquerosamente es. Un euro por un bolero que toca calladito en esta esquina de una catedral en la que nunca vivió Jesús, quien ni siquiera imaginó en la agonía de la cruz que veinte siglos después de su muerte daría cobijo a estos príncipes del Renacimiento que son los obispos católicos.
Los turistas llegados de países donde no hay catedrales viejas, donde todo es aburridamente moderno y hecho a medida, donde tampoco hay museos callejeros y poco sol o ninguno pero sí abundantes dólares, yenes o libras, fotografían todo lo que se les tropieza con el deleite del profanador de tumbas romanas.
Y cuando vuelvan a sus aburridísimas y confortables casas de catón enseñarán a sus vecinos las fotos del guitarrista como prueba de que el sur de Europa es pura miseria. Agregarán probablemente la otra instantánea del limpiabotas y un amigo de Maryland, que presume de culto porque un día leyó unos capítulos de una novela de Agatha Christie en un motel aburrido, les contará a su vez sus propios recuerdos de algún fotograma de algún tráiler de Buñuel y para dejar a todos patidifusos hablará también de aquella película de un ladrón de bicicletas, qué ocurrencia, ¿verdad? pero es que eran italianos, de la que le habló su hija la mayor, la que estudió en Baracaldo, Spain.
Todos son turistas de calzón corto, chanclas propias de los más miserables de los campesinos sin tierras brasileños e ideas apagadas.
Países turísticos que tantos años después de la II Guerra Mundial, sí esa, la de las películas de la Metro, siguen viviendo en gran parte de la curiosidad de los más pudientes extranjeros que invaden sus callejuelas y patios de museo pedestre recién bajados de sus monstruosos trasatlánticos que en nada se parecen al elegante Titanic de las películas.
Camareros que con voz resignada llaman al turista para que deguste las exquisiteces mediterráneas a veces recalentadas o congeladas. A ellos también les llegará el turno de hacer turismo una vez termine la temporada. Algunos ya meditan en un crucero caribeño con esposa e hijos que atraque necesariamente en Haiti, ese país donde encontrarán lo peor de lo peor. No solo son pobres los haitianos, sino que además, y el rufíán sonríe mientras tiende un prospecto a una vieja islandesa, las desgracias los machacan, desde un temblor de tierra al último huracán que probablemente dejó más de mil muertos. Y otros, todos con voces resignadas y tristes, enseñan a sus amistades peores lugares que donde ellos están, como esos países de América Latina donde la prostitución es barata y las muchachas cariñosas. Vuelve a sonreír el otro rufián. Y atiende al inglés que le contesta con la saliva del mismo desprecio que los soldados de Custer cuando se trataba de alfabetizar a las indias.
Ajenos a todo esto, la gente que en silenciosos despachos está encargada de distraer a los más poderosos, se sacan de la manga premios Nobel de la Paz para repartirlos sin ton ni son. Cuánta felicidad hay en la sonrisa de los que los reciben.
Pero desde que el cantante francés Gilbert Becaud se lo sacó de su corbata, ya sabemos que lo importante en la vida es la rosa, la rosa en el fúsil de la mediocridad probablemente. Aunque ya las guerras que siguen enquistándose a nadie le preocupan.
¿A quién diablos puede interesarle que en África siga matándose ante el silencio más que culpable de ciertos medios de comunicación que prefieren dar a sus lectores las primicias de las joyas de esa modelo con el rostro tan arreglado que parece de plástico que va perdiéndolas cada vez que sale a la calle. Eso es pasión. Porque, claro, Siria, donde las matanzas no cesan con Estados Unidos, Rusia y otros cuantos poderosos metidos hasta el cuello, es harina de otro costal. Siguen asesinando porque los intereses en juego son enormes y la paz de los bolsillos bien vale doscientos muertos, sobre todo si son niños, de vez en cuando.
Pero que ya estamos con la alegría de los Nobel de la Paz en rifas benéficas, un servidor propondría crear otro premio internacional, mundial de todo el mundo, algo así como Premio Internacional a la Vida, para poder dar las gracias a gente que como el escritor español Fernando Sánchez Dragó sigue predicando el amor, igualito que Jesús. Bueno, el suyo es algo más carnal, más físico, de agarrón palante. A sus casi ochenta años de edad, pero usted no le echaría más de 77, la cifra mágica de la armonía según la numerología más profunda, machaca con el ejemplo y con una bella testigo de cargo que hace el amor como los compadres del Pentágono hacen la guerra.
No lo he leído todavía porque seguramente han vendido tantos que no ha quedado para mí, pero me aseguran que su último libro, "Shangri-la, el élixir de la eterna juventud" es un canto con más voz que Pavarotti a todo lo que es amor y bondad del sexo.
Y si alguien pone en duda la doctrina que no cesa de predicar desde que le conozco, hace quince años, ahí tienen al hijo que Dragó ha apañado con su esposa japonesa y que ya tiene cuatro preciosos años.
Cuenta la prensa, que nunca miente, claro, que una mujer que todos conocemos, porque es bella e inteligente, pero cuyo nombre no mencionaré por envidia, ha musitado a un periodista: "De verdad que abrazarse a Dragó es como meter la cabeza en uno de esos chalecos explosivos del ISIS. Te ves arrastrada por un torbellino de energía endiablada y de inteligencia imprevisible, sexo, montañas rusas de emociones, sexo, peterpanismo irredento, sexo, ¿y si hago el gallo aquí, en medio del Corte Inglés, tú crees que nos dicen algo?, sexo, son las tres de la mañana, ¿me consigues una horchata fresca?, sexo, ¿nos vamos a la guerra de Siria?, sexo, estás muy guapa hoy, ¿me arreglas la conexión a Internet?, mira que si no me la arreglas me tiro por la ventana… ¿He mencionado ya que todo esto incluye siempre y en cualquier circunstancia, a todas horas, sexo, sexo y más sexo?".
Alguna y algunos, quizá, los tíos son más visceralmente envidiosos, se preguntarán por qué he dejado a Dragó para el final del artículo. Hay una razón estratégica. Nadie se habría tragado mi rabia anti turistas de no haber sabido que luego vendría él.
Y también porque, en el fondo y en el trasfondo de todos mis complejos, este hombre es una espinita en mis partes más sensibles. Escribe cono hay que escribir, con talento, gracia y pasión y habla igual. De paso es totalmente políticamente y socialmente incorrecto hasta el juzgado de guardia. Y, por si fuera poco, las mujeres le aman e incluso después le admiran, que es el colmo. Así no hay quien pueda.
Pese a todo. Cuando llegue a sus años me gustaría ser como él. Por lo menos en esa parte que toca a la gloria de uno mismo. Querría que otra bella escritora como Ana Grau dijese la mitad de las cosas bonitas que dicen que ella ha dicho sobre él. Y algunas de las que he oído y nadie se ha atrevido a publicar porque en el fondo a todos nos corroe la maravillosa envidia cuando hablas de este hombre. Da asco. Dragó, te vamos a tener que cantar aquello de "¿cómo te atreves a volver?".
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Un tipo cualquiera con suéter rojo, un perro marrón y una guitarra. Se le ve desganado, como asqueado y seguramente para aliviarse enciende un grueso cigarro de los que te ayudan a ver la vida menos real de lo que asquerosamente es. Un euro por un bolero que toca calladito en esta esquina de una catedral en la que nunca vivió Jesús, quien ni siquiera imaginó en la agonía de la cruz que veinte siglos después de su muerte daría cobijo a estos príncipes del Renacimiento que son los obispos católicos.
Los turistas llegados de países donde no hay catedrales viejas, donde todo es aburridamente moderno y hecho a medida, donde tampoco hay museos callejeros y poco sol o ninguno pero sí abundantes dólares, yenes o libras, fotografían todo lo que se les tropieza con el deleite del profanador de tumbas romanas.
Y cuando vuelvan a sus aburridísimas y confortables casas de catón enseñarán a sus vecinos las fotos del guitarrista como prueba de que el sur de Europa es pura miseria. Agregarán probablemente la otra instantánea del limpiabotas y un amigo de Maryland, que presume de culto porque un día leyó unos capítulos de una novela de Agatha Christie en un motel aburrido, les contará a su vez sus propios recuerdos de algún fotograma de algún tráiler de Buñuel y para dejar a todos patidifusos hablará también de aquella película de un ladrón de bicicletas, qué ocurrencia, ¿verdad? pero es que eran italianos, de la que le habló su hija la mayor, la que estudió en Baracaldo, Spain.
Todos son turistas de calzón corto, chanclas propias de los más miserables de los campesinos sin tierras brasileños e ideas apagadas.
Países turísticos que tantos años después de la II Guerra Mundial, sí esa, la de las películas de la Metro, siguen viviendo en gran parte de la curiosidad de los más pudientes extranjeros que invaden sus callejuelas y patios de museo pedestre recién bajados de sus monstruosos trasatlánticos que en nada se parecen al elegante Titanic de las películas.
Camareros que con voz resignada llaman al turista para que deguste las exquisiteces mediterráneas a veces recalentadas o congeladas. A ellos también les llegará el turno de hacer turismo una vez termine la temporada. Algunos ya meditan en un crucero caribeño con esposa e hijos que atraque necesariamente en Haiti, ese país donde encontrarán lo peor de lo peor. No solo son pobres los haitianos, sino que además, y el rufíán sonríe mientras tiende un prospecto a una vieja islandesa, las desgracias los machacan, desde un temblor de tierra al último huracán que probablemente dejó más de mil muertos. Y otros, todos con voces resignadas y tristes, enseñan a sus amistades peores lugares que donde ellos están, como esos países de América Latina donde la prostitución es barata y las muchachas cariñosas. Vuelve a sonreír el otro rufián. Y atiende al inglés que le contesta con la saliva del mismo desprecio que los soldados de Custer cuando se trataba de alfabetizar a las indias.
Ajenos a todo esto, la gente que en silenciosos despachos está encargada de distraer a los más poderosos, se sacan de la manga premios Nobel de la Paz para repartirlos sin ton ni son. Cuánta felicidad hay en la sonrisa de los que los reciben.
Pero desde que el cantante francés Gilbert Becaud se lo sacó de su corbata, ya sabemos que lo importante en la vida es la rosa, la rosa en el fúsil de la mediocridad probablemente. Aunque ya las guerras que siguen enquistándose a nadie le preocupan.
¿A quién diablos puede interesarle que en África siga matándose ante el silencio más que culpable de ciertos medios de comunicación que prefieren dar a sus lectores las primicias de las joyas de esa modelo con el rostro tan arreglado que parece de plástico que va perdiéndolas cada vez que sale a la calle. Eso es pasión. Porque, claro, Siria, donde las matanzas no cesan con Estados Unidos, Rusia y otros cuantos poderosos metidos hasta el cuello, es harina de otro costal. Siguen asesinando porque los intereses en juego son enormes y la paz de los bolsillos bien vale doscientos muertos, sobre todo si son niños, de vez en cuando.
Pero que ya estamos con la alegría de los Nobel de la Paz en rifas benéficas, un servidor propondría crear otro premio internacional, mundial de todo el mundo, algo así como Premio Internacional a la Vida, para poder dar las gracias a gente que como el escritor español Fernando Sánchez Dragó sigue predicando el amor, igualito que Jesús. Bueno, el suyo es algo más carnal, más físico, de agarrón palante. A sus casi ochenta años de edad, pero usted no le echaría más de 77, la cifra mágica de la armonía según la numerología más profunda, machaca con el ejemplo y con una bella testigo de cargo que hace el amor como los compadres del Pentágono hacen la guerra.
No lo he leído todavía porque seguramente han vendido tantos que no ha quedado para mí, pero me aseguran que su último libro, "Shangri-la, el élixir de la eterna juventud" es un canto con más voz que Pavarotti a todo lo que es amor y bondad del sexo.
Y si alguien pone en duda la doctrina que no cesa de predicar desde que le conozco, hace quince años, ahí tienen al hijo que Dragó ha apañado con su esposa japonesa y que ya tiene cuatro preciosos años.
Cuenta la prensa, que nunca miente, claro, que una mujer que todos conocemos, porque es bella e inteligente, pero cuyo nombre no mencionaré por envidia, ha musitado a un periodista: "De verdad que abrazarse a Dragó es como meter la cabeza en uno de esos chalecos explosivos del ISIS. Te ves arrastrada por un torbellino de energía endiablada y de inteligencia imprevisible, sexo, montañas rusas de emociones, sexo, peterpanismo irredento, sexo, ¿y si hago el gallo aquí, en medio del Corte Inglés, tú crees que nos dicen algo?, sexo, son las tres de la mañana, ¿me consigues una horchata fresca?, sexo, ¿nos vamos a la guerra de Siria?, sexo, estás muy guapa hoy, ¿me arreglas la conexión a Internet?, mira que si no me la arreglas me tiro por la ventana… ¿He mencionado ya que todo esto incluye siempre y en cualquier circunstancia, a todas horas, sexo, sexo y más sexo?".
Alguna y algunos, quizá, los tíos son más visceralmente envidiosos, se preguntarán por qué he dejado a Dragó para el final del artículo. Hay una razón estratégica. Nadie se habría tragado mi rabia anti turistas de no haber sabido que luego vendría él.
Y también porque, en el fondo y en el trasfondo de todos mis complejos, este hombre es una espinita en mis partes más sensibles. Escribe cono hay que escribir, con talento, gracia y pasión y habla igual. De paso es totalmente políticamente y socialmente incorrecto hasta el juzgado de guardia. Y, por si fuera poco, las mujeres le aman e incluso después le admiran, que es el colmo. Así no hay quien pueda.
Pese a todo. Cuando llegue a sus años me gustaría ser como él. Por lo menos en esa parte que toca a la gloria de uno mismo. Querría que otra bella escritora como Ana Grau dijese la mitad de las cosas bonitas que dicen que ella ha dicho sobre él. Y algunas de las que he oído y nadie se ha atrevido a publicar porque en el fondo a todos nos corroe la maravillosa envidia cuando hablas de este hombre. Da asco. Dragó, te vamos a tener que cantar aquello de "¿cómo te atreves a volver?".
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