Colaboración: Los ojos de Fidel

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Fidel y García Márquez, en el Festival de La Habana
Por Sergio Berrocal    

Nunca olvidaré aquellos ojos de un Cristo a punto de expirar con los que me miró Fidel Castro en aquel diciembre de 1985 en el Palacio de la Revolución de La Habana. Era mi primer Festival de Cine de La Habana que, pronto lo descubriría, tenía la bondad, la generosidad de ser trampolín de todo el cine latinoamericano. Algunos de los directores que hoy se codean con el capitalismo cinematográfico en Hollywood tuvieron su primera película en este festival, que empezó siendo modesto, Europa no le hacía caso, hasta que se demostró lo contrario.

Fui el primer enviado especial que la Agencia France Presse (AFP) enviaba desde Paris a este Festival bastante desconocido y tratado de tercermundista entonces.

Nada más llegar, ver y escuchar escribí una crónica en la que dejaba correr mis sentimientos. Aquello era un festival popular, en el que el público que llenaba las salas como el Yara, disfrutaban como cosacos. Era el cine que habían buscado los Meliès cuando empezaron a reflejar lo que sería esta industria con la salida de sus obreros y obreras de su fábrica de Lyon.

Reconozco que me volví loco de amor por aquella muestra de cine en la que todo era verdad –desde entonces ha cambiado mucho— porque los cubanos, que Fidel Castro había formado desde los años sesenta en la admiración de las cosas que ocurrían en la pantalla, eran conocedores entusiastas. Chillaban o deliraban pero siempre con puntualidad de los gustos de la platea.

Aquella primera noche el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana me encantó y así lo dije en una crónica que reprodujo el mismísimo diario oficial del Partido Comunista Cubano, Granma, firmada por un agnóstico político como yo, algo tirando a la derecha pero horripilado de Stalin.

Cuando se produjo el cierre del festival en el Teatro Carlos Marx, el mismísimo Fidel Castro, y lo cuento con orgullo para mis fusiladores europeos, habló de ello. Dijo, en una de sus magnas lecciones de cine que antes solía repartir para cineastas venidos de toda América Latina, que por fin un periodista "centroeuropeo" (nunca le perdonaré ese calificativo) había comprendido (por fin, o algo parecido, no transcribo) la esencia de lo que pasaba en el cine que aparecía en ese Festival, que luego fue decayendo y que me imagino que ahora morirá, como ha muerto Fidel y como murió el hombre que dio forma al cine cubano, Alfredo Guevara.

Aquella noche me invitaron a la recepción de clausura del Festival en el Palacio de la Revolución, en unas inmensas salas que se asemejaban a una selva que luego conocería en Brasil.

A la entrada, con chaqueta, corbata y una cartulina que me había agenciado mi amigo Chango, Alfredo Muñoz-Unsain, me llevaron por un camino distinto del de los demás asistentes y antes de poder darme cuenta olí un uniforme (mi padre había sido coronel) y vi el verde olivo de la leyenda de la Revolución Cubana. Fidel Castro estaba delante de mí y me saludaba efusivamente pero con los ojos tan tristes que me parecieron los de aquel Cristo ante el que recé un día en Roma y que reflejaban toda la angustia del mundo.

Hablamos unos minutos, aunque creo que más bien musitamos, pero la ironía de Fidel dominaba el diálogo. Me despidió cariñosamente. Y ahí se acabó. No tuvimos tiempo de contarnos chistes como cuando un tiempo después el actor norteamericano Jack Lemmon le contó unos cuantos en la mismísima Habana al líder de una Revolución que los norteamericanos no entendían. Me contaron que se pasaron en ese plan, con la imprescindible traducción del inglés al español pese a que Fidel conocía perfectamente esa lengua.

Luego, en otros años, en otras vidas, volvimos a encontrarnos, como aquella vez en que ante un público escogido abrazó a Alfredo Guevara y se llamaron hermanos.

Y ahora rebobino con la nostalgia de la lluvia que no para de caer, celosa y perversa, en este fin de Europa.

Era 1986. El mito de la Revolución cubana, con erre mayúscula, estaba todavía muy vivo en Europa. Se discutía, se calculaba y, sobre todo, se soñaba. Para nosotros, que habíamos pasado el ecuador de los cuarenta años, ya unos hombrecitos, imaginábamos que la aventura de arrojar al mar a un tirano odiado, había debido ser una cosa maravillosa. Y eso que en la Francia de entonces habíamos pasado por un movimiento telúrico espantoso como la guerra de Argelia. La de Indochina también había terminado con la derrota de los franceses. Habían ganado los buenos, los que querían sacudirse el yugo del imperialismo que entonces tenía algún otro nombre más suave. Luego, los norteamericanos habían demostrado que no eran más fieros rompiéndose los dientes en las mismas tierras de ensoñación pero con el nombre de guerra de Vietnam.

Me propusieron por aquel entonces cubrir por primera vez el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana.

Para viajar por Cubana tenías que acudir a una pequeña oficina sita en la calle del 4 Septembre regentada por un enigmático hombre del Este, porque todavía existían dos mundos. Pero yo todo aquello de guerra fría y de no sé cuantas cosas más, con la advertencia de que yendo a Cuba ibas a meterte en la boca del lobo comunista caribeño, el más cachondo que había sorprendido hasta a los soviéticos. Lo cierto es que mi conciencia política se confundía con la heroicidad que yo veía reflejada ahora en Fidel Castro, sin ponerle color político, y antes en el Errol Flynn vestido de Robin de los Bosques, el mismo que había conocido de civil en Tánger, la ciudad de todos los milagros hasta que la puñetera política ordenó que dejase de ser ciudad internacional para volver a integrar la geografía de Marruecos.

El hombre del Este que me entregó el billete me advirtió que el avión de Cubana, un Iliuchin de fabricación soviética, haría una escala técnica en Gander, Terranova, Canadá. Pero mi entusiasmo era tal que me hubiese dado igual parar en Disneylandia, salvo que Orlando estaba y está en Estados Unidos. De todos modos me encantó porque  imaginaba la posibilidad de correrme una aventura en busca de algún Santo Grial, aunque no fuese tan santo.

Nada más despegar de París, las azafatas, bellezones que luego me harían pensar en el Tropicana, empezaron a alimentarnos a lo grande..Los hipis que viajaban conmigo, casi todo el pasaje, esperaron a que las muchachas sirvieran algo más líquido, poderoso y abundante ron cubano que descubríamos por primera vez, para decirme, ya en el tercer paraíso de la inopia que a 9.000 metros provocaban los brebajes, que ellos iban a Cuba para "ayudar a la Revolución". Me sentí tan diminuto frente a aquellos gigantes que tenían semejante tarea por delante, que me prohibí pensar que aquellos tipos y tipas para lo único que servirían probablemente, aparte de para disminuir las reservas de ron de la Isla, sería para apalear las guitarras que producían unos horrorosos sonidos que hasta Napoleón hubiese entendido que no era precisamente música.

Cuando el piloto anunció que íbamos a tomar tierra en Gander se me subió la bilirrubina, imaginando las aventuras que podría correr en territorio canadiense durante la escala. Apenas pisaron la nieve las ruedas del Iliuchin cuando, desafiando el ensordecedor ruido de los reactores, nos llegó el desagradable y agudo ruido de las sirenas policíacas. Pronto me percaté de que no era un acompañamiento de honor al avión recién aterrizado. Porque el avión recién aterrizado debía poner los pelos de punta a aquellos policías de Canadá. Éramos una expedición que viajaba en un avión soviético, el enemigo jurado de Estados Unidos, con destino a una isla que a 90 millas de Miami proclamaba el socialismo puro, duro y entusiasta. Nos encerraron en una terminal desierta con olor a desinfectante.. Algunos de los esforzados hipis, que parecían no ser primerizos, se hicieron rápidamente con latas de cerveza, tabaco, no pregunté qué tipo, y otros líquidos, suficientes para esperar a que los técnicos pudiesen reparar el tren de aterrizaje del avión, que por lo visto había llegado hecho una pena. Bebimos y comimos toda la noche pero de aventuras, nada. Y de Santo Grial en la nieve menos. Años después, una amiga cubana, bella como el pecado original, me contó que en esa misma terminal de Gander estuvieron a punto de secuestrarla. Igualito que a mí.

Yo tuve que esperar a llegar a La Habana para que un mocito con cuidada barba de dos días quisiera invitarme a tomar té un día se sol implacable, con un calor que había liquidado mi confianza matinal en la humanidad.

El  Festival de La Habana me dejo patitieso, al borde del infarto mental. ¡Cómo, aquel país de comunistas perdido en el Caribe tenía un festival de Cine tan aparatosamente sensacional! El entusiasmo cinéfilo bajaba por la Rampa y asaltaba, los asaltaba literalmente, lo juro por mi hijo, las salas de cine, desde Chaplin a Yara pasando por las más pequeñas y perdidas. La primera noche ni pude entrar con mi pase de prensa

Nunca disfruté tanto del cine, de ese cine comprometido que en aquel año de 1985 era el nuevo cine latinoamericano, sin posible parangón con el que se fabrica ahora como si  hamburguesas sin patatas fritas.

Gocé con películas como "La historia oficial" del argentino Luis Puenzo, segundo premio Coral. Y me entusiasmó el homenaje que se le rindió en el Carlos Marx a Jack Lemmon, maravilloso y que lloró en el escenario sin poder contar los aplausos que no cesaban.

El momento más emotivo de aquel Festival lo viví en un pequeño cine cerca de la Calle N, de la mano de Alfredo Muñoz Unsain, que tal vez por ser argentino y quizá porque había pasado la vida en Cuba, donde falleció en 2010, conocía como nadie la política nacional. Este periodista fuera de serie me llevó a ver "Mi hijo el Che". De Fernando Birri, documental en el que el padre de Chen Guevara maldecía a los asesinos de su niño.

Cuando regresé a París, ya curado de hipis, todo el afán de mis compañeros era saber si me había convertido al comunismo. La verdad es que me faltaron diez días y cuatro horas. Y desde entonces añoro un vuelo París-La Habana con escala en Gander. Estoy convencido de que si lo consigo volveré a encontrar aquel cine de 1985, cuando Birri sonreía feliz bajo su sombrero negro de ala ancha.    

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