Colaboración: Historia de dos mujeres
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
La mataron sin compasión, porque contaba historias que a los matadores, sicarios en el moderno lenguaje, nos le gustaban, aunque no supieran leer, pero el designado para darle la puntilla a Miroslava Breach, una periodista mexicana de 54 años, lo hizo sin que le temblara su fláccido sexo marchito que ya no usaba, porque lo había reemplazado por una pistola, o un revolver, o su propio odio.
Miroslava contaba cosas que veía, conocía o le decían, como haría cualquier periodista decente, que por lo visto ya no hay más que en México, que con estas atrocidades deja de ser menos lindo y menos festivo. Pero cuando el matador la acechaba ella iba a llevar a su hijo a la escuela, en el sonoro estado de Chihahua. Era el 23 de marzo de 2017.
El diario para el que trabajaba, el Norte Ciudad de Juárez, ya no saldrá más a la calle. Los tiros y los problemas económicos que probablemente provocaron quienes estaban detrás del asesino les ha llevado a una última edición con el titular que nada más que se compone una vez: "¡Adiós!".
Sí, señores, y señoras, lectores de nada y escuchantes de telenovelas, todos ustedes que viven al margen de la vida porque es tan dura que ya ven que se la quitaron a Miroslava, se mata gratis, y todos los días. Y sin que a nadie se le muevan los pelos del bigote que otras veces eran nobles en rostros nobles y lo más que usaban como arma era una red para pescar premios en el primer Festival de Cannes, porque el cine sigue, porque la vida es cine.
Es la bestialidad que nos carcome, que nos persigue con sus turiferarios siempre dispuestos.
El diario quedará vivo únicamente en edición online con lo cual desaparece la que se fabricaba todas las noches en papel. Ya no será lo mismo. Porque nadie puede coger un pedazo de pantalla para enseñarle a los amigos en el bar de la esquina las últimas atrocidades de los narcos y compañías. Es decir, que los malos siguen ganando se vea como se quiera.
Hay un momento en que el horror deja de serlo porque la imaginación no puede con tanta ignominia. Los campos de concentración nazi y los gulag stalinianos ilustraron lo que suponíamos eran los límites de la maldad. Pero siempre hay más o por lo menos imitadores.
Treinta, cuarenta, cincuenta años después, la pequeña historia demuestra que los humanos siempre son capaces de encontrar un rincón para su propio horror.
Horror en los tiempos que vivimos y en un país llamado Marruecos al que Occidente, y especialmente Estados Unidos, trata como a un hijo revoltoso, perdonándoselo todo porque tiene la íntima convicción de que su situación geográfica, en la punta norte de África, le permite cortar el avance de los terroristas musulmanes. Y llueven sobre él dólares y armas sofisticadas, porque los opositores merecen lo mejorcito.
Allí, en los años setenta vivía una mocita de 18 años, Malika Oufkir, que realmente era una reina, tal y como canta su nombre de pila. Hija mayor de uno de los hombres más poderosos de Marruecos, el general Mohamed Oufkir, que pronto será ministro, se crió con la familia real en el palacio de Hassan II, padre del actual rey.
Malika estudio en París hasta que se le cayó la desgracia encima y tuvo que renunciar a los bolsos Gucci y a los trajes salidos de la Avenue Montaigne.
El 16 de agosto de 1972, se produce un atentado del que el Rey escapa ileso. Todos dicen que tiene la baraka y este ataque con aviones demuestra que es un protegido del cielo. El ministro Oufkir es designado como organizador del magnicidio fallido. Su cuerpo será hallado con varios tiros. Palacio explicará fríamente que se ha suicidado.
La familia del ministro pronto desaparece en las fauces del fondo del desierto de Marruecos, donde Hassan, hombre exquisitamente refinado, tiene siempre alojamientos para sus peores enemigos.
Malika, su madre y sus hermanas son arrojadas en una inmunda cárcel donde el principio es que no vean más que el sol, y cuando las dejan.
Contado así, o en su libro "La prisionera", que Malika firmó con Michèle Fitoussi, es una anécdota de un montón de páginas, pero nada más. No hubo ningún sicario para ajusticiar a la pobrecita Malika ni a su madre. Ni siquiera las violaron, según la historia oficial. Marruecos no es México, qué se creen ustedes.
Ni a EEUU ni al resto de los países que tanto hablan de derechos humanos les importan estas menudencias de gente enterrada en un desierto espantoso donde no hay ni carroñeros. Basta con los hombres. Que el Rey tenga sus cárceles repletas de inocentes, qué más da. Que el reino sea la entrada de toda la droga menor para Europa, tampoco. Pero que no deje usted pasar a los terroristas, Majestad.
Y así el encerramiento de Malika y los suyos solo fue mencionado por algunos periodistas franceses , pero como los poderosos solo leen la Biblia… Es como si el diario mexicano hubiese anunciado que a su redactora la iban a balear. A nadie le hubiese importado.
Y su Majestad Hassan II siguió enamorándose y viviendo como sus antepasados de las mil y una noches mientras para Malika y los suyos empezaba el calvario plagado de todos los bichos malos del mundo, incluyendo a los generales a los que el Rey había encargado mano dura, por amor de Alá.
Y así pasaron los años, pero sin bolero. Veinte años, veinte, señores del jurado. Hasta que Malika y sus hermanas consiguieron escaparse, aunque aquí las versiones difieren. Unos dicen que fueron los servicios secretos franceses y españoles los que las sacaron del infierno de Hassan II, el comendador de los creyentes, que cuando visitaba Nueva York hacía que cerraran las mejores tiendas para que él, sus queridas y sus queridos pudiesen elegir cuatro trapitos sin que hubiese colas.
Me aburre y me da asco seguir hablando de esta hazaña del benemérito rey Hassan II.
Malika, la bella, la valiente, está al parecer casada y vive en Francia. Aquí no ha pasado nada, no hay nada que ver.
Imagino que eso dirían los agentes mexicanos cuando los curiosos se acercaron al cadáver de Miroslava, allá en México.
Y es cierto, no hay nada que ver.
El horror es a veces invisible.
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La mataron sin compasión, porque contaba historias que a los matadores, sicarios en el moderno lenguaje, nos le gustaban, aunque no supieran leer, pero el designado para darle la puntilla a Miroslava Breach, una periodista mexicana de 54 años, lo hizo sin que le temblara su fláccido sexo marchito que ya no usaba, porque lo había reemplazado por una pistola, o un revolver, o su propio odio.
Miroslava contaba cosas que veía, conocía o le decían, como haría cualquier periodista decente, que por lo visto ya no hay más que en México, que con estas atrocidades deja de ser menos lindo y menos festivo. Pero cuando el matador la acechaba ella iba a llevar a su hijo a la escuela, en el sonoro estado de Chihahua. Era el 23 de marzo de 2017.
El diario para el que trabajaba, el Norte Ciudad de Juárez, ya no saldrá más a la calle. Los tiros y los problemas económicos que probablemente provocaron quienes estaban detrás del asesino les ha llevado a una última edición con el titular que nada más que se compone una vez: "¡Adiós!".
Sí, señores, y señoras, lectores de nada y escuchantes de telenovelas, todos ustedes que viven al margen de la vida porque es tan dura que ya ven que se la quitaron a Miroslava, se mata gratis, y todos los días. Y sin que a nadie se le muevan los pelos del bigote que otras veces eran nobles en rostros nobles y lo más que usaban como arma era una red para pescar premios en el primer Festival de Cannes, porque el cine sigue, porque la vida es cine.
Es la bestialidad que nos carcome, que nos persigue con sus turiferarios siempre dispuestos.
El diario quedará vivo únicamente en edición online con lo cual desaparece la que se fabricaba todas las noches en papel. Ya no será lo mismo. Porque nadie puede coger un pedazo de pantalla para enseñarle a los amigos en el bar de la esquina las últimas atrocidades de los narcos y compañías. Es decir, que los malos siguen ganando se vea como se quiera.
Hay un momento en que el horror deja de serlo porque la imaginación no puede con tanta ignominia. Los campos de concentración nazi y los gulag stalinianos ilustraron lo que suponíamos eran los límites de la maldad. Pero siempre hay más o por lo menos imitadores.
Treinta, cuarenta, cincuenta años después, la pequeña historia demuestra que los humanos siempre son capaces de encontrar un rincón para su propio horror.
Horror en los tiempos que vivimos y en un país llamado Marruecos al que Occidente, y especialmente Estados Unidos, trata como a un hijo revoltoso, perdonándoselo todo porque tiene la íntima convicción de que su situación geográfica, en la punta norte de África, le permite cortar el avance de los terroristas musulmanes. Y llueven sobre él dólares y armas sofisticadas, porque los opositores merecen lo mejorcito.
Allí, en los años setenta vivía una mocita de 18 años, Malika Oufkir, que realmente era una reina, tal y como canta su nombre de pila. Hija mayor de uno de los hombres más poderosos de Marruecos, el general Mohamed Oufkir, que pronto será ministro, se crió con la familia real en el palacio de Hassan II, padre del actual rey.
Malika estudio en París hasta que se le cayó la desgracia encima y tuvo que renunciar a los bolsos Gucci y a los trajes salidos de la Avenue Montaigne.
El 16 de agosto de 1972, se produce un atentado del que el Rey escapa ileso. Todos dicen que tiene la baraka y este ataque con aviones demuestra que es un protegido del cielo. El ministro Oufkir es designado como organizador del magnicidio fallido. Su cuerpo será hallado con varios tiros. Palacio explicará fríamente que se ha suicidado.
La familia del ministro pronto desaparece en las fauces del fondo del desierto de Marruecos, donde Hassan, hombre exquisitamente refinado, tiene siempre alojamientos para sus peores enemigos.
Malika, su madre y sus hermanas son arrojadas en una inmunda cárcel donde el principio es que no vean más que el sol, y cuando las dejan.
Contado así, o en su libro "La prisionera", que Malika firmó con Michèle Fitoussi, es una anécdota de un montón de páginas, pero nada más. No hubo ningún sicario para ajusticiar a la pobrecita Malika ni a su madre. Ni siquiera las violaron, según la historia oficial. Marruecos no es México, qué se creen ustedes.
Ni a EEUU ni al resto de los países que tanto hablan de derechos humanos les importan estas menudencias de gente enterrada en un desierto espantoso donde no hay ni carroñeros. Basta con los hombres. Que el Rey tenga sus cárceles repletas de inocentes, qué más da. Que el reino sea la entrada de toda la droga menor para Europa, tampoco. Pero que no deje usted pasar a los terroristas, Majestad.
Y así el encerramiento de Malika y los suyos solo fue mencionado por algunos periodistas franceses , pero como los poderosos solo leen la Biblia… Es como si el diario mexicano hubiese anunciado que a su redactora la iban a balear. A nadie le hubiese importado.
Y su Majestad Hassan II siguió enamorándose y viviendo como sus antepasados de las mil y una noches mientras para Malika y los suyos empezaba el calvario plagado de todos los bichos malos del mundo, incluyendo a los generales a los que el Rey había encargado mano dura, por amor de Alá.
Y así pasaron los años, pero sin bolero. Veinte años, veinte, señores del jurado. Hasta que Malika y sus hermanas consiguieron escaparse, aunque aquí las versiones difieren. Unos dicen que fueron los servicios secretos franceses y españoles los que las sacaron del infierno de Hassan II, el comendador de los creyentes, que cuando visitaba Nueva York hacía que cerraran las mejores tiendas para que él, sus queridas y sus queridos pudiesen elegir cuatro trapitos sin que hubiese colas.
Me aburre y me da asco seguir hablando de esta hazaña del benemérito rey Hassan II.
Malika, la bella, la valiente, está al parecer casada y vive en Francia. Aquí no ha pasado nada, no hay nada que ver.
Imagino que eso dirían los agentes mexicanos cuando los curiosos se acercaron al cadáver de Miroslava, allá en México.
Y es cierto, no hay nada que ver.
El horror es a veces invisible.
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