Colaboración: Cine cubano y guerra fría

por © NOTICINE.com
Festival de La Habana
Por Sergio Berrocal  

Vivíamos tan bien en aquella Europa que nunca se me ocurrió pensar que la primera vez que viajé a Cuba, 1985, estaba atravesando la delgada línea de la guerra fría, que acabaría unos años después, entre 1989 y 1990, según el historiador que lo cuente. En conclusión, terminó cuando cayó el Muro de Berlín y la Unión Soviética volvió a llamarse Rusia, como en los tiempos de los Zares.

Traspasé esa línea entre el bien y el mal (los buenos siempre éramos nosotros y los malos los comunistas) con un tremendo desconocimiento, impulsado solo por mi amor por el cine. Ni se me ocurrió pensar que, Berlín, que tan cerquita lo teníamos de París, estaba dividido en dos partes, la República Democrática Alemana (RDA) y el otro Estado, el libre de los capitalistas, desde 1949, cuatro años después del cese de hostilidades. Y que en octubre de 1962 se había producido la llamada crisis de los misiles entre Estados Unidos, la URSS y Cuba, cuando tras un tira y afloja dramático la Unión Soviética se avino a repatriar los misiles que había plantado en la isla cubana.

Mientras me preparaba a atravesar alegremente esa línea con mi primer viaje a Cuba, el único país socialista del Caribe, al ladito de los Estados Unidos, Europa llevaba años siendo el tapiz verde de una despiadada partida de póker, sin reglas y sin tope.

Los jugadores eran la Unión Soviética, con su Pacto de Varsovia y sus tanques dispuestos a todo y los Estados Unidos de América, con su Organización del Tratado del Atlántico Norte, también dispuesta a lo que hiciera falta para que los comunistas no ganaran. Claro que los soviéticos tenían muchas más fichas que sus adversarios en Europa ya que eran sostenidos por todos los países del Este (Hungría, Checoslovaquia, etc.) donde se enarbolaba la bandera roja, sin contar la República Democrática Alemana, en el mismo corazón de la Europa capitalista. Un lío.

Nuestro despiste ideológico podía explicarse porque veíamos muchas películas en las que se hablaba largo y tendido del conflicto pero siempre favoreciendo el punto de vista nuestro, el de los buenos.

Entonces en Europa Occidental no se veían las monumentales mujeres que después de la caída del Muro de Berlín se escaparon de sus países del Este buscando un futuro en nuestros países, los de los buenos. Estaban reservadas para las películas en las que siempre las espían soviéticas o afines eran espectaculares señoras con talla de maniquí aventajada que nos quitaban el hipo pero que trataban siempre de matar o al menos mutilar al héroe occidental, norteamericano o británico en general, ya que los demás europeos occidentales no parecían reunir las aptitudes suficientes para el papel.

Cuando se decidió que un miembro de la Redacción en Español de la Agencia France Presse viajase a La Habana para ver de qué iba el Festival del Nuevo cine Latinoamericano, me tocó a mí.

Pronto me di cuenta que quizá no habían elegido al más idóneo de los periodistas ya que yo no tenía nada de izquierdista y solo conocía a los comunistas franceses que vivían en su sede parisiense de la plaza Kossuth, a dos pasos de mi casa. Eso sí, como una gran parte de los franceses, admiraba al secretario general de esta formación, Georges Marchais, el comunista más divertido del mundo que, de vez en cuando, invocaba a Dios para afirmar por televisión que un día todos seríamos comunistas.

Empecé a preparar mi viaje en una discreta agencia de viajes de la Rue du 4 Septembre, donde un señor del Este, creo que era lituano, me acogió muy amablemente.

Cuando llegué al aeropuerto, el avión que nos esperaba era un Iliuchin soviético, tan cansado de volar que cuando llegó a Gander (Canadá), etapa técnica obligatoria entonces, se negó a despegar antes de veinticuatro horas y exigió que le hicieran un buen chequeo.

El pasaje de aquel vuelo era todo un poema. Menos yo todo el mundo o casi tenía barba, bigote, camisas de mil colores, guitarras, cantaban horriblemente y empinaban el codo a una velocidad feroz.

Pero cuando apareció la azafata jefe, una soberbia mujer con labios color chocolate y un cuerpo que cualquier productor hubiese pagado una fortuna para una de las películas antisoviéticas, sentí que yo también podría quizá, a lo mejor, comulgar con esos revolucionarios que nos esperaban en La Habana.

Al día siguiente, después de quedarme con ojos como platos ante la locura de aquel Festival de Cine –que nada tenía que ver con el formalismo de lo que yo conocía—perdí las formas, me quité la corbata y escribí una crónica tan laudatoria pero no pringosa –y justa, lo juro por Dios— que al día siguiente tenía los honores de Granma, debidamente firmada. Cuando lo supieron en París no tardé en recibir mensajitos preguntándome si ya tenía el carné del PCC o si me lo entregaban a la vuelta.

El Festival fue un exitazo y de paso me enamoré de Cuba o más bien de lo poco que conocía, gentileza, belleza, cariño y cultura.

Regresé a París sin que el KGB o la CIA me hubiesen echado el guante

Ya se acabó. No hay más espías soviéticas en las películas, en Gander nadie te va a secuestrar y los vuelos son aburridísimos sin aquellos hipis de la guerra fría.

Un asquito.

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