Colaboración: Cuba, ¿patria en que no estoy?
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Por Sergio Berrocal
Nunca se había agarrado a ninguna bandera y sus referencias políticas estaban tomadas de Francia, con el telón de fondo de la Revolución de 1789. En París había crecido profesionalmente con la íntima convicción de que todo lo que no ocurriera en Europa y como mucho en Estados Unidos no tenía trascendencia.
Tampoco poseía eso que los políticos llamaban engoladamente patria. Y cuando supo lo que pensaba de este terrible dilema el escritor portugués Fernando Pessoa quedó desconcertado: "La patria, ese lugar en que no estoy".
Hijo de la casualidad, había huido hacía ya muchos años de Tánger, ciudad internacional en el norte de Marruecos, a Marsella y de allí a París dispuesto a buscarse la vida contando cosas, como debería de hacerlo siempre un periodista.
La capital francesa le estrechó en sus brazos, como entonces cantaba con voz melosa una estrella de la canción de origen tunecino. Se sintió como en su casa. Aprendió, envejeció un poco y ya mayorcito, con cuarenta años, le ordenaron marchase a La Habana para cubrir el Festival de Cine Latinoamericano, tan poco conocido entonces en Europa como lo ahora.
Aterrizó un amanecer en el aeropuerto José Martí provisto únicamente de la consigna de tener cuidado con la policía secreta cubana, que te filmará en tu habitación para chantajearte. Y sobre todo con las muchachas que se te acerquen con cualquier pretexto porque en realidad son agentes de la seguridad dispuestas a meterte en un lío en cuanto te descuides.
Los imbéciles no sabían que existían las jineteras.
Llegaba a Cuba con nociones muy básicas y casi todas erróneas de lo que era ese país, el único comunista con 30 grados centígrados a la sombra. Un comunismo sui generis que cabreaba profundamente a los norteamericanos porque estaba al lado de casa, con un Fidel Castro que parecía cachondearse constantemente de ellos.
Llegaba arrastrando todas las falsas verdades y leyendas orientales de la guerra fría y de las actividades de los países comunistas europeos para desestabilizar a Occidente (es decir, a Estados Unidos). El cine se había encargado de aleccionar a Europa occidental con películas tremebundas donde los agentes comunistas, mayormente soviéticos, eran bellezas rubias o morenas dispuestas a dar sus cuerpos por la causa.
Viajar a Cuba en 1985 era por lo tanto exponerse a todos los peligros que tan bien relataban aquellas producciones.
Al segundo día de Festival publicó en su agencia un comentario ditirámbico sobre el Festival de La Habana, hasta ese momento estrictamente tercermundista visto desde París, que dejó boquiabiertos a sus jefes y a los mismísimos cubanos. Se atrevía a compararlo con Cannes.
Algunos opinaron que se le había ido la olla con tanto elogio y cuando vieron que el diario del Partido Comunista Cubano, Granma, lo publicaba con un relieve especial, en París lo trataron de comunista infiltrado y en La Habana no sabían qué pensar. Unos creían que era un agente provocador y otros que había sido víctima –quizá a través de los perversos métodos utilizados por los servicios especiales cubanos, tal vez a través de una jinetera teleguiada a su cuarto del Nacional—de un lavado de cerebro monumental.
Pasó a ser sospechoso para los suyos y para los otros. Pero no se daba cuenta de nada. Había encontrado un pueblo feliz, cariñoso, aunque de vez en cuando quisieran venderle en la calle puros adulterados o el milagroso medicamento llamado PPG. E incluso hizo algunos amigos.
Acostumbrado a la sequedad de los parisienses, a su eterna tristeza, se encontró en la gloria y lo hizo saber en sus crónicas y en sus conversaciones en los jardines del Nacional.
En París le dieron como converso –"son los peores", explicaba el "cubanólogo" de turno en la Place de la Bourse, sede de su Agencia de prensa--, y en Cuba seguían desconcertados.
Al tercer día ya le importaba un bledo lo que pudiesen pensar en París, en La Habana o en Singapur. Incluso imaginó quedarse a vivir en Cuba. Desde luego, algo andaba mal en el cerebrito del muchacho, pensó más de uno.
Transcurrieron los años y siguió asistiendo de vez en cuando al Festival. En París todo el mundo estaba de acuerdo en el diagnóstico de un colega argentino acostumbrado al chaqueteo político: "Lleva el carné del partido entre los dientes".
Hasta que un día, otro compañero argentino, Chango, que pertenecía su misma Agencia, y que era hombre más bien de sorna que de bromas después de cuarenta años de residencia en La Habana, le dijo su gran verdad: "No entiendo un carajo qué te hayas enamorado de Cuba. Ni siquiera tienes novia cubana".
Chango se refería al sentimiento que desde un tiempo atrás despertaban las mujeres cubanas en los europeos. Un fenómeno tan amplificado ya que la delegación de la Agencia en Cuba dedicó una nota a los entonces frecuentes matrimonios entre cubanas y europeos, pero con un título que hizo saltar los plomos del orgullo de las autoridades cubanas: "Una mujer cubana vale 2000 dólares". El corresponsal no tenía la intención de hacer creer que se podía comprar a una cubana en venta pública sino que esa cantidad era lo que costaba el papeleo previo a la boda.
Días más tarde, el corresponsal fue llevado manu militari al primer avión rumbo a Europa.
El, con sus dudas y amores de lo más virginales, regresó una vez más a su base de París rebinando la frase de Pessoa: "La patria, ese lugar en que no estoy".
Muchos años después, como en los cuentos inacabables, ya en el zaguán de los últimos coletazos, se marchó a vivir al fin de la Europa del Sur, "un varadero de exilio".
París, la ciudad en la que creció, había dejado de amarle.
Madrid, capital de una larga corresponsalía y que parecía aceptable, se había quedado tan lejos como Venus.
En Brasilia, donde se entusiasmó con la constante presencia de Jesús, ahora sería más extraño que el indígena que con sus llantos formó el lago Paranoá.
Y Cuba estaba cada día más inaccesible. Hasta Fidel se había marchado.
Tánger, donde empezó todo, ya no era internacional. Hacía tiempo que Barbara Hutton y Errol Flynn se marcharon a la tumba. No encajaría en la nueva Tánger, ahora agregada a la geografía política de Marruecos.
Entonces, ¿todo iba a quedar en una frase? ¿Todo iba a resumirse en "La patria, ese lugar en que no estoy"?
Maldito portugués. No le quedaba más que buscar otro puerto, otro barco, y volver a huir.
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Nunca se había agarrado a ninguna bandera y sus referencias políticas estaban tomadas de Francia, con el telón de fondo de la Revolución de 1789. En París había crecido profesionalmente con la íntima convicción de que todo lo que no ocurriera en Europa y como mucho en Estados Unidos no tenía trascendencia.
Tampoco poseía eso que los políticos llamaban engoladamente patria. Y cuando supo lo que pensaba de este terrible dilema el escritor portugués Fernando Pessoa quedó desconcertado: "La patria, ese lugar en que no estoy".
Hijo de la casualidad, había huido hacía ya muchos años de Tánger, ciudad internacional en el norte de Marruecos, a Marsella y de allí a París dispuesto a buscarse la vida contando cosas, como debería de hacerlo siempre un periodista.
La capital francesa le estrechó en sus brazos, como entonces cantaba con voz melosa una estrella de la canción de origen tunecino. Se sintió como en su casa. Aprendió, envejeció un poco y ya mayorcito, con cuarenta años, le ordenaron marchase a La Habana para cubrir el Festival de Cine Latinoamericano, tan poco conocido entonces en Europa como lo ahora.
Aterrizó un amanecer en el aeropuerto José Martí provisto únicamente de la consigna de tener cuidado con la policía secreta cubana, que te filmará en tu habitación para chantajearte. Y sobre todo con las muchachas que se te acerquen con cualquier pretexto porque en realidad son agentes de la seguridad dispuestas a meterte en un lío en cuanto te descuides.
Los imbéciles no sabían que existían las jineteras.
Llegaba a Cuba con nociones muy básicas y casi todas erróneas de lo que era ese país, el único comunista con 30 grados centígrados a la sombra. Un comunismo sui generis que cabreaba profundamente a los norteamericanos porque estaba al lado de casa, con un Fidel Castro que parecía cachondearse constantemente de ellos.
Llegaba arrastrando todas las falsas verdades y leyendas orientales de la guerra fría y de las actividades de los países comunistas europeos para desestabilizar a Occidente (es decir, a Estados Unidos). El cine se había encargado de aleccionar a Europa occidental con películas tremebundas donde los agentes comunistas, mayormente soviéticos, eran bellezas rubias o morenas dispuestas a dar sus cuerpos por la causa.
Viajar a Cuba en 1985 era por lo tanto exponerse a todos los peligros que tan bien relataban aquellas producciones.
Al segundo día de Festival publicó en su agencia un comentario ditirámbico sobre el Festival de La Habana, hasta ese momento estrictamente tercermundista visto desde París, que dejó boquiabiertos a sus jefes y a los mismísimos cubanos. Se atrevía a compararlo con Cannes.
Algunos opinaron que se le había ido la olla con tanto elogio y cuando vieron que el diario del Partido Comunista Cubano, Granma, lo publicaba con un relieve especial, en París lo trataron de comunista infiltrado y en La Habana no sabían qué pensar. Unos creían que era un agente provocador y otros que había sido víctima –quizá a través de los perversos métodos utilizados por los servicios especiales cubanos, tal vez a través de una jinetera teleguiada a su cuarto del Nacional—de un lavado de cerebro monumental.
Pasó a ser sospechoso para los suyos y para los otros. Pero no se daba cuenta de nada. Había encontrado un pueblo feliz, cariñoso, aunque de vez en cuando quisieran venderle en la calle puros adulterados o el milagroso medicamento llamado PPG. E incluso hizo algunos amigos.
Acostumbrado a la sequedad de los parisienses, a su eterna tristeza, se encontró en la gloria y lo hizo saber en sus crónicas y en sus conversaciones en los jardines del Nacional.
En París le dieron como converso –"son los peores", explicaba el "cubanólogo" de turno en la Place de la Bourse, sede de su Agencia de prensa--, y en Cuba seguían desconcertados.
Al tercer día ya le importaba un bledo lo que pudiesen pensar en París, en La Habana o en Singapur. Incluso imaginó quedarse a vivir en Cuba. Desde luego, algo andaba mal en el cerebrito del muchacho, pensó más de uno.
Transcurrieron los años y siguió asistiendo de vez en cuando al Festival. En París todo el mundo estaba de acuerdo en el diagnóstico de un colega argentino acostumbrado al chaqueteo político: "Lleva el carné del partido entre los dientes".
Hasta que un día, otro compañero argentino, Chango, que pertenecía su misma Agencia, y que era hombre más bien de sorna que de bromas después de cuarenta años de residencia en La Habana, le dijo su gran verdad: "No entiendo un carajo qué te hayas enamorado de Cuba. Ni siquiera tienes novia cubana".
Chango se refería al sentimiento que desde un tiempo atrás despertaban las mujeres cubanas en los europeos. Un fenómeno tan amplificado ya que la delegación de la Agencia en Cuba dedicó una nota a los entonces frecuentes matrimonios entre cubanas y europeos, pero con un título que hizo saltar los plomos del orgullo de las autoridades cubanas: "Una mujer cubana vale 2000 dólares". El corresponsal no tenía la intención de hacer creer que se podía comprar a una cubana en venta pública sino que esa cantidad era lo que costaba el papeleo previo a la boda.
Días más tarde, el corresponsal fue llevado manu militari al primer avión rumbo a Europa.
El, con sus dudas y amores de lo más virginales, regresó una vez más a su base de París rebinando la frase de Pessoa: "La patria, ese lugar en que no estoy".
Muchos años después, como en los cuentos inacabables, ya en el zaguán de los últimos coletazos, se marchó a vivir al fin de la Europa del Sur, "un varadero de exilio".
París, la ciudad en la que creció, había dejado de amarle.
Madrid, capital de una larga corresponsalía y que parecía aceptable, se había quedado tan lejos como Venus.
En Brasilia, donde se entusiasmó con la constante presencia de Jesús, ahora sería más extraño que el indígena que con sus llantos formó el lago Paranoá.
Y Cuba estaba cada día más inaccesible. Hasta Fidel se había marchado.
Tánger, donde empezó todo, ya no era internacional. Hacía tiempo que Barbara Hutton y Errol Flynn se marcharon a la tumba. No encajaría en la nueva Tánger, ahora agregada a la geografía política de Marruecos.
Entonces, ¿todo iba a quedar en una frase? ¿Todo iba a resumirse en "La patria, ese lugar en que no estoy"?
Maldito portugués. No le quedaba más que buscar otro puerto, otro barco, y volver a huir.
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