Colaboración: El violonchelo de Manaus
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
He odiado y odio la prensa sensacionalista, esa que empezó en Hollywood, n’est-ce pas?, con una gorda infame que era la reportera jefe para atormentar a las estrellas del momento. Elsa Maxwell creo que se llamaba.
Años cuarenta, cincuenta. Gabor, Rita Haywort estaban entre las estrellas del momento que ella y otras gordas del momento arañaban con sus insinuaciones. Por supuesto que nadie se rasgaba las vestiduras ni se hablaba de relaciones sexuales indebidas, de violaciones. Las cosas eran más suavecitas pero igualmente sangrantes. Luego dijeron incluso que Elsa era sencillamente una lesbiana con sobrepeso a la que le gustaban las bellas mujeres que entonces hacían el cine.
Les cuento esto porque algo tengo que contar y porque lo mío es contar historias vividas o que pudieron ser vividas, siempre sin fecha de caducidad.
Como les relato el cuento de un colega que se enamoró de una violonchelista rusa en Manaus, una ciudad sin parangón en el centro de la selva amazónica donde los aviones aterrizan entre dos filas de árboles gigantescos que parecen a punto de tragarse a la intrusa ave con reactores.
Había llegado desde Brasilia, ciudad surrealista, vanguardista donde vivir es un cuento chino de aquellos que Fu Manchú contaba a sus nietecitos que se dejaban las uñas largas para poder imitar un día al abuelito, siniestro personajes de películas por capítulos que nosotros veíamos desde un gallinero en una isla de África,
Nada más llegar recibió una llamada de su central diciéndole que tenía que regresar a toda pastilla porque se había muerto un diosecillo de la farándula política, un importante personaje de su distrito.
En el aeropuerto le sorprendieron con la claridad meridiana de aquellos personajes que empezaba a conocer en la jungla de asfalto, como si estuviésemos a punto de que llegara Marilyn Monroe para una película post morten. El empleado arrastraba las sílabas como si se hubiese hartado de cachaza.
-No hay avión, ni hoy ni mañana. Se ha roto… Pero si tiene usted mucha prisa siempre puede intentar coger un barco…
En línea recta casi 3500 kilómetros le separaban de la capital. Si tenía que andar de barco por el Amazonas, Dios sabe si podría llegar dentro de tres meses. Pero no a Brasilia porque allí no hay más que un lago al que el río Amazonas ni lo huele.
Desesperado se fue a la Opera de Manaus donde le esperaba una señora muy puesta para enseñarle aquel templo de la música que ya lo era menos desde que los barones del caucho tuvieron que dejar sus negocios hacia los años veinte, cuando un inglés, siempre hay un inglés en estos trapicheos, cuentan que consiguió llevarse una planta de caucho, la riqueza de Manaus, y montó una industria parecida en Asia, con menos gastos de mano de obra. Total, que Manaus se vino abajo.
Cuando llegó a la ópera, le indicaron que los músicos estaban ensayando en el escenario. Era un conjunto que había huido de no sé qué patria soviética y se encontraba muy a gusto allí pese a que habían pasado de 20 grados bajo cero a 40 grados Celsius día y noche.
Estaba solo en la sala, primoroso conjunto de sillones Eiffel, y en el escenario los músicos se encontraban a solas con sus músicas y seguramente con sus recuerdos.
La vio cuando se levantó arrastrando su violonchello con amor. Era alta y muy esbelta, fue lo primero que le llamó la atención al lado de los otros músicos más bien rechonchos. Tenía el rostro de una madona florentina y el paso de una de las muchachas de Renoir cuando se divertían a orillas del Sena en una de aquellas guinguettes, especie de chiringuito medio flotante.
Bajó del escenario y entonces la vio. Movía un cuerpo de bailarina perdida en un lago de los cisnes. Él le salió al encuentro y le habló en francés. Ella sonrió y se sentó a su lado. Charlaron, charlaron.
Sus manos eran casi transparentes, hechas para manejar aquel instrumento tan delicado pero igual le podían haber servido para manejar un bisturí.
Hablaron y hablaron hasta que el empleado del aeropuerto entró corriendo. Habían podido reservarle un vuelo que salía dentro de cuarenta minutos y que haría escala pero llegaría a Brasilia casi a la misma hora que él había previsto.
Quedaron en verse en Brasilia. Le dijo que se llamaba Natalia y él le recordó a la Nathalie que cantaba Becaud.
Se estrecharon la mano durante un rato largo, hasta que ella le soltó la mano y le abrazó con la misma fuerza con que dominaba el violonchello.
Regresó a Brasilia. Habían quedado allí en el Hotel Nahoum el viernes próximo mientras corría detrás del empleado de la aerolínea llevaba en sus labios el olor a violeta de los suyos.
El viernes llegó a la hora prevista al Hotel Nahoum. Sentada en el rincón de un sofá azulado-granate, Natacha le esperaba con la sonrisa más bella que jamás había visto. El mozo les precedió hacia el ascensor llevando una bandeja con un magnum de champán y en la otra mano la llave que permitía acceder a los pisos reservados.
Eso es lo que me contaron. Y así os lo cuento yo.
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He odiado y odio la prensa sensacionalista, esa que empezó en Hollywood, n’est-ce pas?, con una gorda infame que era la reportera jefe para atormentar a las estrellas del momento. Elsa Maxwell creo que se llamaba.
Años cuarenta, cincuenta. Gabor, Rita Haywort estaban entre las estrellas del momento que ella y otras gordas del momento arañaban con sus insinuaciones. Por supuesto que nadie se rasgaba las vestiduras ni se hablaba de relaciones sexuales indebidas, de violaciones. Las cosas eran más suavecitas pero igualmente sangrantes. Luego dijeron incluso que Elsa era sencillamente una lesbiana con sobrepeso a la que le gustaban las bellas mujeres que entonces hacían el cine.
Les cuento esto porque algo tengo que contar y porque lo mío es contar historias vividas o que pudieron ser vividas, siempre sin fecha de caducidad.
Como les relato el cuento de un colega que se enamoró de una violonchelista rusa en Manaus, una ciudad sin parangón en el centro de la selva amazónica donde los aviones aterrizan entre dos filas de árboles gigantescos que parecen a punto de tragarse a la intrusa ave con reactores.
Había llegado desde Brasilia, ciudad surrealista, vanguardista donde vivir es un cuento chino de aquellos que Fu Manchú contaba a sus nietecitos que se dejaban las uñas largas para poder imitar un día al abuelito, siniestro personajes de películas por capítulos que nosotros veíamos desde un gallinero en una isla de África,
Nada más llegar recibió una llamada de su central diciéndole que tenía que regresar a toda pastilla porque se había muerto un diosecillo de la farándula política, un importante personaje de su distrito.
En el aeropuerto le sorprendieron con la claridad meridiana de aquellos personajes que empezaba a conocer en la jungla de asfalto, como si estuviésemos a punto de que llegara Marilyn Monroe para una película post morten. El empleado arrastraba las sílabas como si se hubiese hartado de cachaza.
-No hay avión, ni hoy ni mañana. Se ha roto… Pero si tiene usted mucha prisa siempre puede intentar coger un barco…
En línea recta casi 3500 kilómetros le separaban de la capital. Si tenía que andar de barco por el Amazonas, Dios sabe si podría llegar dentro de tres meses. Pero no a Brasilia porque allí no hay más que un lago al que el río Amazonas ni lo huele.
Desesperado se fue a la Opera de Manaus donde le esperaba una señora muy puesta para enseñarle aquel templo de la música que ya lo era menos desde que los barones del caucho tuvieron que dejar sus negocios hacia los años veinte, cuando un inglés, siempre hay un inglés en estos trapicheos, cuentan que consiguió llevarse una planta de caucho, la riqueza de Manaus, y montó una industria parecida en Asia, con menos gastos de mano de obra. Total, que Manaus se vino abajo.
Cuando llegó a la ópera, le indicaron que los músicos estaban ensayando en el escenario. Era un conjunto que había huido de no sé qué patria soviética y se encontraba muy a gusto allí pese a que habían pasado de 20 grados bajo cero a 40 grados Celsius día y noche.
Estaba solo en la sala, primoroso conjunto de sillones Eiffel, y en el escenario los músicos se encontraban a solas con sus músicas y seguramente con sus recuerdos.
La vio cuando se levantó arrastrando su violonchello con amor. Era alta y muy esbelta, fue lo primero que le llamó la atención al lado de los otros músicos más bien rechonchos. Tenía el rostro de una madona florentina y el paso de una de las muchachas de Renoir cuando se divertían a orillas del Sena en una de aquellas guinguettes, especie de chiringuito medio flotante.
Bajó del escenario y entonces la vio. Movía un cuerpo de bailarina perdida en un lago de los cisnes. Él le salió al encuentro y le habló en francés. Ella sonrió y se sentó a su lado. Charlaron, charlaron.
Sus manos eran casi transparentes, hechas para manejar aquel instrumento tan delicado pero igual le podían haber servido para manejar un bisturí.
Hablaron y hablaron hasta que el empleado del aeropuerto entró corriendo. Habían podido reservarle un vuelo que salía dentro de cuarenta minutos y que haría escala pero llegaría a Brasilia casi a la misma hora que él había previsto.
Quedaron en verse en Brasilia. Le dijo que se llamaba Natalia y él le recordó a la Nathalie que cantaba Becaud.
Se estrecharon la mano durante un rato largo, hasta que ella le soltó la mano y le abrazó con la misma fuerza con que dominaba el violonchello.
Regresó a Brasilia. Habían quedado allí en el Hotel Nahoum el viernes próximo mientras corría detrás del empleado de la aerolínea llevaba en sus labios el olor a violeta de los suyos.
El viernes llegó a la hora prevista al Hotel Nahoum. Sentada en el rincón de un sofá azulado-granate, Natacha le esperaba con la sonrisa más bella que jamás había visto. El mozo les precedió hacia el ascensor llevando una bandeja con un magnum de champán y en la otra mano la llave que permitía acceder a los pisos reservados.
Eso es lo que me contaron. Y así os lo cuento yo.
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