Colaboración: Revolución y turismo
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Por Sergio Berrocal
La primera vez que vi quemar una bandera norteamericana, enterita y nuevecita, no fue ni en Cuba ni siquiera en París, sino en la ciudad a priori la más pacífica del mundo, a menos lo era. Brasilia tiene sitio para todo tipo de actos. Se pueden organizar gigantescas manifestaciones como los campesinos sin tierras que en 1997 había llenado la ciudad de desarrapados que con sus características chancletas de caucho tocaban su propio himno nacional.
Y una tarde me encontré en un cacho de avenida con una pandilla de muchachos, que no parecían proletarios profesionales y menos revolucionarios a las órdenes del capitalismo. Uno de ellos esgrimía una enorme bandera de los Estados Unidos. Sin decir más se pararon y uno de ellos encendió un precioso mechero de los que los yanquis usaban para sus ejércitos, y la bandera con las estrellas empezó a arder. Vamos, como si hubiese sido concebida para eso, para arder.
El muchacho que había realizado tan magno evento a mis ojos me dijo cuando ya acabó la manifestación, cuyo motivo no recuerdo, que no me asustara, que la bandera era para quemar. Traté de explicarle que una bandera es el símbolo sagrado de una nación y… Me paró en seco y se sacó del bolsillo una tarjeta comercial en la que daban las señas de una empresa que vendía "banderas norteamericanas para quemar".
Supuse que estaban hechas de una materia especial para que el incendio durase más que con una normal. Los revolucionarios de pacotilla estaban en regla. No habían ofendido a nadie. El embajador de los Estados Unidos ni siquiera tendría que ir a la Cancillería a protestar. Allí no había pasado nada.
Esto era en 1997 y para entonces en el mundo se habían conocido bastantes revoluciones, miles de desfile para protestar por algo.
Desde aquel día en que vi quemar aquella bandera de mentirijilla me pregunto qué ha sido de la Revolución que Fidel Castro llevó a cabo en Cuba y que sesenta años después parece totalmente descafeinada, y hasta tiene un Presidente con camisa y corbata a veces. Los uniformes verde olivo se han quedado en el cuarto de los accesorios.
En La Habana dicen que la Revolución cubana sigue adelante, pero evidentemente de otra forma, con otros valores y otros objetivos. Hace solo unos años, muy pocos, nadie hubiese pensado que Cuba podría tener como objetivo revolucionario la construcción de espantosos y gigantescos hoteles para abrirle paso al turismo a toda vela.
Los cubanos, probablemente con mucha razón, dicen que ese turismo de masas que está siendo puesto en entredicho en Europa por la manera en que destruye la manera de vivir de los pueblos y obliga a concesiones de todo tipo, pero a cambio da mucho dinero, es vital para ellos.
Es una razón más que suficiente. Pero, ¿por qué nunca hasta ahora, en tiempos de Fidel Castro, se habló de la necesidad de abocarse al turismo caiga quien caiga? Es cierto que las relaciones con Estados Unidos no son las que ahora son, pero ya Obama había dado la señal de partida aunque manteniendo, y aún se mantiene, el imperativo bloqueo sobre todo económico.
¿Quiere decir esto que Castro, los Castros, no tenían visión suficiente para saber que el turismo era el futuro o es que no querían recurrir a ello por miedo a las consecuencias?
En todo caso, hoy más que nunca en el mundo puede uno preguntarse qué es en realidad la revolución o como dice en un interesante artículo Miguel Alejandro Hayes, qué es lo revolucionario.
"En la época batistiana los revolucionarios eran los que luchaban contra el tirano y el régimen promovió sin éxito un sentido peyorativo a la palabra, donde era sinónimo de revoltoso, buscapleitos, etc."
Está claro que revolución es cambiar las cosas, luchar para conseguirlo y que revolucionario es aquel que emprende esa pelea.
"Por eso, lo revolucionario –concluye el artículo—sigue siendo esa subversión y ese cambio constante –aún más en esta Cuba que tanto hay que mejorar--. Aunque puedan coincidir, no se confunda al gobierno con la Revolución. Lo primero puede abrazarse a lo segundo, pero no le pertenece. Llevémoslo al lenguaje".
Cuando se produjo la Revolución de 1789, la madre de todas las revoluciones, estaba claro que lo que se jugaba era la mejoría de las condiciones materiales en que padecía el pueblo, el pueblo de París primero, que vivía en condiciones muy difíciles y al que, según la leyenda, probablemente pura leyenda, la Reina Maria Antonieta aconsejaba que comiesen bizcocho si no tenía pan que llevarse a la boca.
A Maria Antonieta, a toda la familia real y a un sinnúmero de nobles, se les cortó la cabeza por el método de la guillotina en la Place de la Concorde, la más emblemática de París.
Después de dar de comer al hambriento, la Revolución de 1789 tenía por objeto revolucionar todo lo existente, desde los métodos de gobierno hasta la vida de todos los días.
¿Termina el acto revolucionario cuando se quema la bandera de un país odiado? ¿Ahí acaba el acto revolucionario? Probablemente no.
¿Es revolucionario conseguir que Cuba sea una potencia turística?
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La primera vez que vi quemar una bandera norteamericana, enterita y nuevecita, no fue ni en Cuba ni siquiera en París, sino en la ciudad a priori la más pacífica del mundo, a menos lo era. Brasilia tiene sitio para todo tipo de actos. Se pueden organizar gigantescas manifestaciones como los campesinos sin tierras que en 1997 había llenado la ciudad de desarrapados que con sus características chancletas de caucho tocaban su propio himno nacional.
Y una tarde me encontré en un cacho de avenida con una pandilla de muchachos, que no parecían proletarios profesionales y menos revolucionarios a las órdenes del capitalismo. Uno de ellos esgrimía una enorme bandera de los Estados Unidos. Sin decir más se pararon y uno de ellos encendió un precioso mechero de los que los yanquis usaban para sus ejércitos, y la bandera con las estrellas empezó a arder. Vamos, como si hubiese sido concebida para eso, para arder.
El muchacho que había realizado tan magno evento a mis ojos me dijo cuando ya acabó la manifestación, cuyo motivo no recuerdo, que no me asustara, que la bandera era para quemar. Traté de explicarle que una bandera es el símbolo sagrado de una nación y… Me paró en seco y se sacó del bolsillo una tarjeta comercial en la que daban las señas de una empresa que vendía "banderas norteamericanas para quemar".
Supuse que estaban hechas de una materia especial para que el incendio durase más que con una normal. Los revolucionarios de pacotilla estaban en regla. No habían ofendido a nadie. El embajador de los Estados Unidos ni siquiera tendría que ir a la Cancillería a protestar. Allí no había pasado nada.
Esto era en 1997 y para entonces en el mundo se habían conocido bastantes revoluciones, miles de desfile para protestar por algo.
Desde aquel día en que vi quemar aquella bandera de mentirijilla me pregunto qué ha sido de la Revolución que Fidel Castro llevó a cabo en Cuba y que sesenta años después parece totalmente descafeinada, y hasta tiene un Presidente con camisa y corbata a veces. Los uniformes verde olivo se han quedado en el cuarto de los accesorios.
En La Habana dicen que la Revolución cubana sigue adelante, pero evidentemente de otra forma, con otros valores y otros objetivos. Hace solo unos años, muy pocos, nadie hubiese pensado que Cuba podría tener como objetivo revolucionario la construcción de espantosos y gigantescos hoteles para abrirle paso al turismo a toda vela.
Los cubanos, probablemente con mucha razón, dicen que ese turismo de masas que está siendo puesto en entredicho en Europa por la manera en que destruye la manera de vivir de los pueblos y obliga a concesiones de todo tipo, pero a cambio da mucho dinero, es vital para ellos.
Es una razón más que suficiente. Pero, ¿por qué nunca hasta ahora, en tiempos de Fidel Castro, se habló de la necesidad de abocarse al turismo caiga quien caiga? Es cierto que las relaciones con Estados Unidos no son las que ahora son, pero ya Obama había dado la señal de partida aunque manteniendo, y aún se mantiene, el imperativo bloqueo sobre todo económico.
¿Quiere decir esto que Castro, los Castros, no tenían visión suficiente para saber que el turismo era el futuro o es que no querían recurrir a ello por miedo a las consecuencias?
En todo caso, hoy más que nunca en el mundo puede uno preguntarse qué es en realidad la revolución o como dice en un interesante artículo Miguel Alejandro Hayes, qué es lo revolucionario.
"En la época batistiana los revolucionarios eran los que luchaban contra el tirano y el régimen promovió sin éxito un sentido peyorativo a la palabra, donde era sinónimo de revoltoso, buscapleitos, etc."
Está claro que revolución es cambiar las cosas, luchar para conseguirlo y que revolucionario es aquel que emprende esa pelea.
"Por eso, lo revolucionario –concluye el artículo—sigue siendo esa subversión y ese cambio constante –aún más en esta Cuba que tanto hay que mejorar--. Aunque puedan coincidir, no se confunda al gobierno con la Revolución. Lo primero puede abrazarse a lo segundo, pero no le pertenece. Llevémoslo al lenguaje".
Cuando se produjo la Revolución de 1789, la madre de todas las revoluciones, estaba claro que lo que se jugaba era la mejoría de las condiciones materiales en que padecía el pueblo, el pueblo de París primero, que vivía en condiciones muy difíciles y al que, según la leyenda, probablemente pura leyenda, la Reina Maria Antonieta aconsejaba que comiesen bizcocho si no tenía pan que llevarse a la boca.
A Maria Antonieta, a toda la familia real y a un sinnúmero de nobles, se les cortó la cabeza por el método de la guillotina en la Place de la Concorde, la más emblemática de París.
Después de dar de comer al hambriento, la Revolución de 1789 tenía por objeto revolucionar todo lo existente, desde los métodos de gobierno hasta la vida de todos los días.
¿Termina el acto revolucionario cuando se quema la bandera de un país odiado? ¿Ahí acaba el acto revolucionario? Probablemente no.
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