Colaboración: Brasil, la aventura del militar

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Cardoso
Por Sergio Berrocal    

Era bello mi Brasil, el que conocí en enero de 1997, un día en que en París te morías de frío y allí, a once mil kilómetros, parecía el paraíso prometido. Reinaba el amable sociólogo Fernando Henrique Cardoso, que cumplió dos mandatos como Presidente de la República, en un ambiente que a mí me parecía festivo, pese a que la pobreza de los muchos y las riquezas inmensas de unos pocos era la tónica nacional.

En un régimen democrático, sin grandes sobresaltos, los brasileños vivían como podían dentro de ese abismo de desigualdad. Y pese a ello descubrí que los pobres tenían la sonrisa de felicidad, quizá la de haber nacido y sobre todo la de saber, porque estaban convencidos de ello, que Jesús llegaría un día para ajustar cuentas con los malos.

Nadie se imaginaba ni por asomo, ni en los peores delirios, que veintiún años después Brasil no sería socialista como se llegó a pensar a partir de 2002 con las dos elecciones presidenciales sucesivas de Lula da Silva, sino que reinaría un militar, un capitán-diputado, que mete miedo hasta en los medios más retrógrados. Supongo que los pobres se preguntarán a estas horas qué hace ese Jesús que ellos ven como un justiciero.

El camarada Jair Bolsonaro no es alguien que se esperaba. Pero por una razón que ningún observador ha podido explicar todavía de forma satisfactoria ha ganado el derecho a ser Presidente de la República de Brasil. Sin apelación.

Sea como fuera, en las cancillerías extranjeras hay mucho temor. Menos en la del otro camarada Donald Trump que se precipitó, cuentan las gacetas, para felicitarle en nombre de los Estados Unidos de América.

Pero yo vuelvo atrás, a mis primeras impresiones de un Brasil que viví intensamente durante tres años y donde reinaba la esperanza resignada.

Nunca imaginé que se acabarían aquellas tardes largas y somnolientas de exquisitos vinos franceses que había que conservar en la nevera para que el sol no los convirtiese en grog desesperado de una tarde fría de París.

Estábamos en el elegante Lago Sul, barrio de Brasilia de diplomáticos, políticos y periodistas desde siempre custodiado por la Policia Militar, el Batallon Branco, para evitar que alguien moleste a sus elegantes habitantes.

Las copas se alzaban en el cielo eternamente azul de la capital  federal brasileña, muy lejos de los miserables y muy cerca del vertigo de la leyenda.

Y mientras los burgueses seguíamos trasegando caldos de Francia recién exportados, cuyo valor en reales podría haber dado un poco de bienestar a algunos de los  miserables del nordeste que se apiñaban en villas miserias cerca del Palacio Presidencial de Planalto, sin trabajo y sin perspectivas, algo más que la embustera prédica de los pastores de las iglesias evangélicas (los que hoy han apoyado a muerte al capitán-Presidente Jair Bolsonaro, metiendo votos como cánticos y promesas, especialidad evangélica).

En el otro Brasil, seguía la eterna búsqueda de los campesinos sin tierras brasileños, agrupados en el poderoso pero poco eficaz  Movimiento de los sin tierras (MST) que desde tiempos inmemoriales han pedido terrenos para cultivar y comer. Aunque sea maíz plantado en lo alto de una montaña adonde no llega la electricidad, con lo cual la mordedura de una minúscula serpiente escondida en los maizales puede ser mortal.

Porque, claro, si no hay electricidad no hay nevera para mantener el antídoto que podría salvar una vida.

En medio de los vapores del vino francés los representantes de los pudientes que ses apiñaban a mi alrededor en el inmenso jardin comentaban un acontecimiento del que se hablaba desde hacía días : la próxima llegada a Brasilia de desesperados campesinos sin tierras para suplicar una vez más al gobierno de turno.

Había histeria en muchas voces y algunas señoras bien encopetadas evocaban imágenes de comunistas sueltos por sus mansiones con el cuchillo entre los dientes. Un almirante retirado que acababan de presentarme fue categórico : « No pasará nada, amigo mio, los brasileños no tienen el gen de la violencia ». Nada me dijo de lo que haría el ejército en cualquier otro caso.

Estábamos muy lejos de noviembre de 2018. Y nadie, incluyéndome a mí, pensaba que un día el ejército volvería a tener protagonismo en Brasil. Porque este país tan apacible sufrió una feroz dictadura militar de 1964 a 1985. Pero cuando brindábamos por la Revolución Francesa no pensábamos en esas cosas tan terribles.

Era el 17 de abril de 1997, cuando miles de deshauciados por los bancos que no les prestarían dinero ni para comprar una mazorca en una feria, habían llegado por fin a Brasilia, tras haber arrastrado sus playeras de goma desde los cuatro puntos cardinales del inmenso Brasil. Entre 30.000 y 100.000 manifestantes, según la policía o los organizadores, se presentaron en el centro de la capital de todos los poderes, frente a los ministerios que rigen sus vidas, frente al poder que no les deja vivir.

Desde mi observatorio delante de la Catedral, hombres hechos y derechos, con voluntad de ganar y fuerzas para hacerlo. Había otros más viejos y más desesperados con la falta de voluntad que da el uso ininterrumpido de la desgracia.

Las mujeres hacían lo que podían para animar la manifestación. Los niños llegaron a convencerse de que sus mayores les habían llevado a una de esas fiestas populares que los brasileños saben organizar con cuatro cajas de cerveza y montañas de canciones y risas.

Y más se convencieron cuando sus vecinos de marcha empezaron a cantar por las calles-avenidas mientras hacían revolotear sobre sus cabezas banderas tan rojas como las gorras que les protegían del sol pero que también se vendían en tiendas improvisadas para recaudar fondos.

Fue un solo día de locura que bastó para que el gobierno del Presidente Fernando Henrique Cardoso estuviese convencido de que los malditos eran capaces de invadir los ministerios y quizá hasta el palacio presidencial.

Pero no ocurrió nada de eso; aquello era la fiesta de la dignidad reconquistada durante un rato por hombres que quizá en su fuero interno habían  recorrido dos o tres mil kilómetros que les traía desde sus estados natales a Brasilia sin poder quitarse de la cabeza que allí les iban a acogotar y que quizá hasta les iban a matar.

Los más viejos sabían que nada de eso iba a ocurrir. Se había llegado a un pacto con las autoridades para dejar a la entrada de Brasilia sus herramientas del campo, hoces y otros utensilios cortantes, mientras la policía encargada de preservar el orden formaba cordones de seguridad con las cartucheras ostensiblemente vacías.

Allí no pasaba nada y la sangre no correría. Si Hemingway hubiese andado por allí, seguro que habría dicho que Brasilia había sido una fiesta y quizá hasta habría hecho doblar las campanas de la catedral a cuya entrada montan una guardia estática desde 1960 varios y gigantescos apóstoles moldeados en bronce.

Fiesta de la esperanza, algo que los brasileños celebran más de la cuenta porque su esperanza no es finalmente ni estruendosa ni vengativa. Para el gobierno, el susto de verse rodeados de todos aquellos olvidados de la vida cuya única indumentaria decente eran las gorras con la mención de « Reforma agraria, una lucha de todos ».

Lucían el lema a ambas partes de las flamantes gorras rojas. Lo único decente de aquellos hombres junto con las banderas. Sus ropas estaban deshechas por la miseria que se ha llevado mucho y sus zapatillas de goma estaban gastadas hasta las cuerdas de la paciencia. Los rostros disimulaban el cansancio y la frustración gracias al sol que los había tostado.

Al día siguiente se marcharon a sus casas, a muchos kilómetros de Brasilia, dejando a los gobernantes retornar el ritmo normal de sus negocios. Allí no había pasado nada. Ese día siguiente, los basureros habían tenido que limpiar las autopistas-avenidas como si a lo más hubiese habido un desfile de carnaval.

Finalmente, la entrada de los sin tierra en la capital federal, poco imaginable hasta aquel momento, se produjo del modo más pacífico que imaginarse pudiera.

Pero, ¿qué hubiese ocurrido si ese ayer fuese el mañana y si en lugar del gobierno bonachón de Fernando Henrique Cardoso hubiera estado en funciones el del militar que acaban de elegir como Presidente?

Me hubiese gustado poder hacerle la pregunta esta noche al almirante retirado al que tanto le gustaba el vino francés.

Me hubiese gustado estar hoy, primeros días de noviembre de 2018, en Brasilia. Creo que el almirante retirado no hubiese estado con nosotros en la degustación de vinos franceses.

O estaría escondido o se habría puesto a las órdenes el capitán-Presidente por si las moscas.

Me das pena, Brasil, Quién sabe si no has entrado en la oscuridad de otra dictadura de palos.

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