Colaboración: Ficción familiar europea contra violencia yanqui

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"Doctor en los Alpes / Der Bergdoctor"
"Doctor en los Alpes / Der Bergdoctor"
Por Sergio Berrocal       

Ahora resulta que los alemanes y los austriacos, que aparte Romy Schneider y otras cositas no habían contribuido hasta ahora grandemente a la causa del divertimento cinematográfico, se van a convertir en indispensables para ese montón de millones de espectadores que están hartos de la violencia de Hollywood y de las porquerías programadas por gente que quiere hacer cine sin saber desde unas llamadas "plataformas".

En España, y se supone que en otros rincones de Europa también, ha aparecido desde hace pocos meses una serie adorable, la vida de un médico, "Doctor en los Alpes / Der Bergdoctor", El médico de los Alpes como le llamamos sus seguidores, que es una alegría contra la morosidad que ha instaurado el bicho chino coronavirus maldito.

En esta teleserie, el actor Haus Sigl, un hombretón de montaña, con el bronceado característico de los Alpes, encarna a un doctor milagroso, Martin Gruber, que llevado y traído por su formidable Mercedes sin fallos coronarios recorre pueblos y pueblos, diagnostica, examina en lo más profundos de los ojos, opera, cura... Un prodigio que ni Heidi.

Claro, digamos antes de nada, que este médico fabuloso ha pasado un año estudiando en un hospital en Nueva York y por lo visto allí aprendió toda su magia. Yo siempre he querido estudiar en Nueva York, ya se lo decía yo a mi padre el coronel, pero me lo negó porque afirmaba que allí todos eran color caramelo.

Además de tener una consulta volante en su automóvil que arranca siempre, ni una vez falla, a la primera, lleva una sana vida de hombre enamorado de la luna y el sol, además de las más bellas hembras. Pero todo, oiga, en la más estricta decencia. Tiene una hija a medias con su hermano. Bueno, es que los dos frecuentaban en el lecho profundo del heno a la misma muchacha y cuando ella se quedó embarazada decidieron no hacer más averiguaciones. Tienes dos padres, le dijeron a la chiquilla, y ella, con su alma germana y obediente, aceptó sin rechistar.

Y además de su vida sana en el profundo lecho de una noche en los Alpes, forma parte de la brigada de socorristas de alta montaña, con lo cual, pese a sus kilos, se balancea en una cuerda desde el helicóptero amarillo salvavidas.

No se olviden. Cuando se hayan perdido en los Alpes, lo que es probable que les ocurra en sus próximas vacaciones: miren siempre al cielo. Y cuando vean aparecer el helicóptero amarillo no canten estúpidamente el submarino amarillo porque no son los Beatles los que vienen a socorrerle sino el Dr Gruber y sus muchachos.

Desde Heidi no había visto ninguna producción llegada de Austria y Alemania, que parecen países más dados a otras industrias aunque tienen logros cinematográficos y sobre todo televisivos de muy buena factura.

El que cuenta las aventuras del Dr Gruber es francamente agradable.

Creo que los espectadores del más allá de los Alpes quedarán estupefactos de ver la medicina que al parecer se practican en esas montañas, donde a dos pasos tienen un hospital de primera mundial y donde se cura sin que nadie hable de dinero. Supongo que poseen una Seguridad Social de lujo que el resto de los europeos desconocemos.

Es una alegría ver como Gruber, sobre todo cuando se quita las gafillas de sol que le dan una pinta un poco canallesca, establece diagnósticos, cura, opera, y todavía tiene tiempo para echarle una mano a su vieja madre, que no está nada mal, en la granja familiar.

Eso sí, es demasiado eficaz para mi gusto.

Francamente, en mi próxima escalada por los Alpes no pienso llamarlo. Iré a Suiza a curarme. Y es que Gruber, que pasó un año aprendiendo en Nueva York, no lo olviden, lo cual le da un prestigio y una destreza de campeonato, es demasiado. Como aquel Mago Merlin, como Tarzán en la selva o algo parecido.

Por nada del mundo iría yo a su consulta, una cabaña de adorables troncos con una secretaria que parece siempre dispuesta a hacer un favor al enfermo.

Es que verán. A Gruber le basta con mirar y quizá palpar un arañazo que te has hecho en la puerta de la cocina para que en seguida saque de un bolsillo de su chaquetón un minúsculo aparatito para sacar sangre, que en menos de lo que piensas ha aterrizado en el hospital de todos los milagros.

Y no me gustaría que después de haber examinado mis leucocitos me dijera como quien no quiere la cosa que tengo un tumor sin importancia en la base del cráneo, por donde transitan las ideas precisamente, y que será una operación de nada.

Y si uno no se anda con rapidez, le soluciona el tumor y cuando apenas se ha despertado de la anestesia le encaja la verdadera causa del arañazo: una enfermedad de la sangre (¿Cuándo estuvo usted en África? Yo nunca, doctor) de la que se curará si Dios y la calidad del aire de los Alpes quieren.

Me encanta la serie, para verla en el frio ambiente que ha establecido el coronavirus en todos nuestros corazones, pero no para enfrentarme al bello y amoroso Dr.Gruber.

Prefiero tener que vérmelas con Frankestein. Me da menos miedo.

Pero el hecho es que Gruber está teniendo un bonito éxito, sobre todo para los que estamos hasta el gorro de los telefilmes norteamericanos que en nombre del orden y de la ciencia-justicia nos hacen polvo la vida con una violencia dantesca. Qué lejos de aquel Gary Cooper que con un revólver y seis balas restablecía el orden y el amor.

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