Colaboración: "Memorias del subdesarrollo"... Y el cine pudo cambiar el mundo

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"Memorias del subdesarrollo"
"Memorias del subdesarrollo"
Por Sergio Berrocal   

"Volver a ver "Memorias del subdesarrollo" es sumergirse en un instante de fervor, cuando pensábamos que el cine podía cambiar el mundo". Este epitafio sentido y probablemente muy pensado lo suscribe alguien que vive muy lejos de la realidad cubana que el cineasta Tomás Gutiérrez Alea describía en "Memorias del subdesarrollo", película maestra de 1968, cuando la Revolución cubana llevaba poco años de rodaje. Ese alguien es un cronista francés del semanario Le Nouvel Observateur, François Forestier.

Han pasado 54 años desde entonces, desde que la película despertara mentes y reflexiones de más mentes a través del mundo que entonces bullía de ideas, en las que la Revolución iniciada a ocho mil kilómetros de París por Fidel Castro y sus seguidores tenía mucha prestancia.

Desde entonces los años se han ido acumulando. Barak Obama, presidente de los Estados Unidos por un ratito más, ha estado en La Habana, aunque también Chanel y sus coros de belleza a través de la moda y del talento. Cuánto han cambiado las cosas, se podría cantar, aunque también podría sacarse uno de la manga al Carlos Gardel de veinte años no son nada y feliz la mirada.
Claro que el cine puede cambiar una vida, millones de vidas. Basta con acudir a la moviola, hoy moderno ordenador, para darle marcha atrás a "Memorias del subdesarrollo" y escuchar frases en blanco y negro que parten el alma o alegran los coloretes:

"Muy cómodo eso de ser comunista y millonario en París"
"Nostalgia de ella que se fue. Nostalgia del pasado inmediato"

En esta nouvelle cuisine del cine mundial, en la que se estrenaba el cubano, también sonaban otras frases como:

"Aquí las mujeres te miran a los ojos, como si se dejaran tocar con la mirada"
"Antes la llamaban el París del Caribe (a La Habana). Ahora más bien parece una Tegucigalpa del Caribe"
"Siempre trato de vivir como un europeo. Esta isla es una trampa. Somos demasiado pobres. Una dignidad muy cara"
"Todo el talento del cubano se agota en adaptarse al momento"

Podría pensarse en el refinado François Truffaut o en el revolucionario millonario, como ese comunista millonario del cuento, Jean-Luc Godard.

No, el personaje de "Memorias del subdesarrollo", por preciosista que parezca su discurso, con el yoyo del mayor ego argentino que se pueda, no pertenece a la nouvelle vague francesa, ni siquiera tiene esas frases cuando corre delante de los policías de negro sobre los pavés de París en mayo de 1968.

También entonces se creyó que podría trastocarse el mundo. Y todo siguió igual. O tal vez se intentó cambiar para que nada se moviese de un ápice.

Quienes vimos y escuchamos aquel grito de sensatez revolucionaria por primera vez –en Europa se había acabado hacía tiempo la Revolución con mayúscula, la madre de las Revoluciones, la de 1789, que si no echó abajo la prisión-símbolo, muy siniestra dicen que fue, la de la Bastilla porque quizá ya estuviera destinada a ser un parador de lujo, pudo con la monarquía burguesa que hincaba los pies en el suelo para que nada se moviese. Y para que todos pudiesen por fin patalear su hambre, su subdesarrollo, su dolor de lo perdido o de lo que perderían y gritasen en paz y sin guillotina, cuando se terminase la guillotina, cuando la guillotina dejase de cumplir su siniestro oficio.

Porque se necesitaron muchas guillotinas, invento totalmente francés, sin licencia norteamericana ni siquiera de la Gran Bretaña, y ríos de sangre más caudalosos que todos los que recorren Francia como venas en todos los sentidos.

Hubo que jugarse y perder el tipo para que al final de la película quedase en pie la idea de que la libertad es necesaria, indispensable y si no queda otro remedio, matar por ella.

Cuando hablamos de estas teorías del desarrollo pasado por el tamiz del subdesarrollo, de la justicia colada por el filtro de la injusticia, Francia vuelve a tener que luchar para que se respete la lealtad de la democracia, la libertad.

Fuerzas del mar, infames de un apocalipsis con chador de negro mirar, enemigos de la libertad que no sea la que ellos autorizan, la libertad de los sepulcros, del degüelle de inocentes, del fusilamiento de gente libre que va a cantar la Marsellesa, el magno himno a todas las libertades del mundo, la que dio luz a las tinieblas del resto de Europa y luego de América.

Y hay que volver a luchar para que no vuelvan más torres gemelas, más trenes dinamitados, más salvajes fusilamientos a la Kalachnikov en las calles de París, el eterno de todos, y acabe por fin la sinrazón de la violencia ciega.

Algo de eso y probablemente algo más está contenido en "Memorias del subdesarrollo", que finalmente no pudo cambiar el mundo porque el mundo obedece a intereses mayores, contantes y sonantes y donde no llegan con sus intereses creados de bolsas amaestradas meten la violencia infinita de la sinrazón. Es como si volviésemos al subdesarrollo de nuevo. Y entonces habría que hacer, que pintar, que filmar otras memorias, que contasen lo que fue el subdesarrollo después del capitalismo y antes del nuevo subdesarrollo de mentes y actitudes.

No, la película de Tomás Gutiérrez Alea no pudo cambiar el mundo. Pero nos permitió creer que estábamos a punto de hacerlo. Que quizá con un empujoncito más, con un fraseo de nuestras vidas más en tono de un Vivaldi loco por las estaciones que cambian, son tan desiguales y finalmente cantan en nuestras vidas y en nuestros corazones.

Más tarde, creo que fue en 1991, la pericia, el talento y pensamiento de ese personaje montó "Fresa y chocolate" que sí que cambió una parcela de mundo.

Aquella noche de diciembre en La Habana, con o sin apagones, a expensas de un buchito de café en Copelia, en la más humilde choza o en una suite acolchada de lujo marcial del Nacional, se pudo cantar La Marsellesa.

Y cambió el mundo para mucha gente y, sobre todo, para las mentalidades perversas que no querían dar libertad, un cachito de libertad, a quienes la necesitaban como una hogaza de pan por Navidad.

Era época de rectificaciones. Lo mismo que en aquellas películas en las que al buen comunista, también viejo comunista, que ha dado la vida al Partido, le piden que rectifique. Que reconozca sus errores monstruosos.

Que el Potemkin era un sueño, que el cochecito que se despeñaba por las escaleras interminables era algo que no existía más que en su corrosiva mente de rectificador de los rectificados.

Que había llegado el momento de cumplir con la patria, la que te lo había dado todo sin que tú le dieras más que tu voluntad.
Ahora sentía, como un desagradable dolor, lo que había aprendido leyendo "Crónica desde las entrañas" del cubano Manuel Juan Somoza, un libro construido con desgarradoras verdades de las que se podía aprender mucho, aunque tuvieses que perder el alma de todas tus ilusiones.

Porque visto con la pluma de Somoza, la Revolución cubana, aquella por la que tanto te habías ilusionado, a la que pueblos enteros se habían agarrado desesperadamente como a una tabla de salvación, en medio de la llovizna de una Europa cada día más rezagada. Se había olvidado el espíritu fundador de todas las democracias de 1789 y ya nadie entendía nada.

Nunca he podido ver La Habana en blanco y negro y eso que casi todas las fotos cubanas que me rodean no tienen color, lo más un sepia de compromiso. Veo a amigos entrañables de otros tiempos, creo que Somoza diría que es de una época difícil, dura, que nosotros, los europeos, atravesábamos en los mejores hoteles, Nacional, silvuplé, o por lo menos un Capri pinturero. Y cuando ibas a ver una película para la que miles de habaneros se habían hecho todas las colas del mundo, todo el mundo sonreía. A veces, me dicen, hasta con una mijilla de necesidad de meterse algo entre pecho y espalda. Y las fotos siempre salían en blanco y negro. Nunca en color. También es verdad que son las más bellas.

Cuando vea a Manolo tengo que preguntárselo. ¿Por qué nunca he podido fotografiar a mis amigos cubanos en colores chillones de estos de los nuevos teléfonos portátiles que tienen un objetivo fotográfico extravagante y que no hace mayonesa porque probablemente nadie lo ha intentado?.

Pensó en cambiar, para que todo siguiese igual, que era lo que a él le gustaba, y se acordó de la nunca bastante alabada película que Luchino Visconti había convertido en un himno a la gloria de la vida a la que todos nos empeñamos en mantener igualita a lo que soñamos, "Il gatopardo". Pero aquellos fastos en el salón de todos los sueños que tan sueños son se habían acabado. Visconti se había marchado. Ya no estaban los labios estrechos de Claudia Cardinale que decían más que los pulposos labios de Anita Ekberg, aunque fuesen dos mundos, dos épocas, dos formas de existir o creer que se estaba viviendo.

Estás a punto de ablación del dedo índice, ese que tantas cosas significó con un simple gesto y que había falseado hasta la Última Cena. A punto de lobotomía severa por vía intravenosa en espera de que la pastillita mágica, sí hombre, esa que tomas cuando te parece que va a aparecer el cartelito de FIN sin que tú hayas terminado tu propia película.

Pero Jesús lo sabía, conocía perfectamente la traición, se lo habían dicho, era como un guión de cine que nadie quiso rectificar a tiempo para evitar que le crucificaran. "No cantará hoy el gallo antes que hayas negado tres veces que me conoces". En aquel huerto de los olivos, tan cinematográfico, en el que siempre soñaste echar una cabezada, en aquel huerto también conocido como Getsemaní, allí le encontraron los malditos romanos cuando Judas, ay Judas de mi corazón, ¿por qué fuiste tan perro, compadre? le entregó a los romanos, al besarlo con pretendido respeto.

Pudo ser el beso de la mujer araña, el de Marilyn que nunca dio en el cumpleaños felizmente alcoholizado del presidente John F, Kennedy, que tan buen actor hubiese sido. Y nadie pensó en ponerlo en una película del Oeste junto al viejo Ronald Reagan.
Has optado, después de Getsemaní, por tomarte el Orfidal con Perrier, para respetar tu concepción del suicidio and güisqui. Cesemos de tirarnos las injurias a la cabeza y las maldiciones a los corazones.

Fotos en blanco y negro. España está llena de ellas, recuerdos de un pasado no tan viejo, de una guerra civil donde los débiles siempre pierden. Todos familiares. Mis padres, él con su elegante uniforme de gabardina en medio del calor de Ceuta, ciudad española al otro lado del río Gibraltar, en tierras de Marruecos. Ella con su eterno vestido negro. Eran penosamente tristes los españoles de los años de 1940 y pico. Tuvo que surgir Julio Romero de Torres para pintar con estallidos de colorete las más bellas mujeres andaluzas, de Andalucía la que fue. La chiquita piconera, de ojos enturbiados en el amor o en la candela de la indecisión o tal vez de la necesidad.

Dios mío, qué gran señor de la pintura, como salido de un Renacimiento que hubiese tenido su cuna en el sur profundo del mundo mal llamado civilizado, donde se extingue Europa.

A Romero de Torres no había quien lo fotografiase en blanco y negro.

Ahora, en este momento, cuando dicen que se abre una nueva vida para los cubanos, que todos los dioses de todas las religiones, monoteístas o no, así lo quieran, me gustaría que Romero de Torres, el cordobés, hasta se le puede perdonar, hubiese pintado a la mujer cubana.

Le quedaba una preocupación. ¿La muerte se pinta de color o se viste de negro? En los ojos ardientes, encendidos hasta la ignición, hasta el orgasmo pensado, meditado, emborrizado en medias largas cogidas a los muslos con unos ligueros de ensueño, también había muerte. Aburrimiento de muerte porque no todo es placer, sobre todo cuando un señor con pinceles en las manos te va poniendo en un cuadro cachito a cachito.

Hay muerte en la vida más deseada. Una tarde, cuando cayó la noche sobre el Caribe y el olor a mar llegaba hasta los jardines del Nacional, vi aquella alegría de morir en los ojos sin párpados de un negro renegro que me hablaba con una sonrisa a lo Carmen Miranda.

Pero ni aquella tarde-noche ni otras noches ya hechas y derechas volvieron a volar las cigüeñas. Apenas unas gaviotas famélicas, aburridas. Ni siquiera las gaviotas hacen un desfile de la gloria. Todo es aburrido, tedioso.

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