Colaboración: La Habana, de un año para otro

por © NOTICINE.com
Pastor Vega
Por Sergio Berrocal      

Una mañana te despiertas y el viento de levante parece surgir como un demonio del fondo del mar para arrasar los jazmines, contentos ellos de seguir vivos en este cálido otoño del sur profundo del fin de Europa. Y no sabes por qué, o quizá lo sepas demasiado bien, se te viene a la cabeza aquella vez que el Malecón de La Habana se convirtió en una piscina que rápidamente se llenó de gente con bañadores y mucha alegría. Han pasado años, quizá demasiado, pero fuiste viendo la "modernidad" que se instalaba en La Habana de un viaje para otro.

La tienda antigua y cordial, donde una dependienta te ofreció una sonrisa y un buchito espeso y reparador, ha desaparecido. Estaba frente al Cine Chaplin y en su lugar ha nacido, o nació, quién sabe si no habrá cambiado de nuevo, un bar moderno y casi elegante con requisitos de dólar y chulería de primer mundo.

Alcanzaste a comer en uno de los primeros paladares donde en el comedor de un piso grande daban sabrosa y honrada comida cubana y cerveza Bucanero por unos pocos, más bien pocos, dólares. Cuba vivía la locura de la dolarización pero lo peor, o lo mejor, depende de cómo se mire, estaba por llegar.

De pronto, o no tan pronto, que todo toma su tiempo en la viña del Señor, el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, que durante años dirigió Alfredo Guevara, el elegante inventor del cine cubano, perdió su alegría familiar. De un viaje a otro. De un año al siguiente.

Mira que tú habías conocido la curiosidad con que estrellas de Hollywood aterrizaban en La Habana cuando viajar a Cuba era todavía un desafío al Departamento de Estado norteamericano, que te metía en una lista negra por haberte atrevido a viajar, mal patriota norteamericano, a ese nido de comunistas que nadie había podido echar abajo por mucho que se intentó, por tierra, mar y aire.

Era el encanto de la clandestinidad. Harry Belafonte lucía su palmito en una tribuna más o menos cinematográfica y los raros periodistas extranjeros presentes lo miraban como si acabase de aterrizar un marciano. Pero era una esperanza de que algún día acabase el maldito bloqueo que ahogaba a Cuba y a los cubanos.

Mira por donde, en noviembre de 2016 sigue todavía vigente, pese a que ya se firmó la paz y aunque algunos consideren que ha sido una paz de bravos, como aquellas de las películas del Oeste en que los militares con uniformes azules ofrecían a los hambrientos indios un papel para firmar, antes de mandarlos a una de las reservas que habían preparado para ellos y que siguen existiendo.

¿Te acuerdas del maravilloso Jack Lemmon desayunando con su esposa en el viejo Hotel Capri? Era unas horas antes de que el actor norteamericano, sí, el de "Missing", recibiese el homenaje más grandioso en el Teatro Carlos Marx, lleno de bote en bote, sin que nadie le guardase rencor por formar parte de la patria del bloqueo infame.

Cómo y cuánto hemos cambiado. De un año para otro.

Arnold Schwarzenegger apareció otra mañana en La Habana con su esposa, una bonita periodista sobrina de John Kennedy. Y se organizó la marimorena con una persecución de cine por las calles habaneras porque los periodistas occidentales querían saber qué diablos estaba haciendo la parejita en este antro del comunismo más duro.

El cineasta cubano Pastor Vega soltaba su risa number one cuando le preguntabas si todos esos extraños visitantes venidos de otro mundo y que año tras año llegaban a la capital cubana no formaban parte de una "diplomacia del cine" para raspar asperezas entre Cuba y Estados Unidos.

Pastor Vega, además de ser el formidable cineasta que todos aplaudíamos, era el cubano más dicharachero del mundo. Lo que a ti te extrañaba frente a los otros "oficiales" que solían más bien poner cara de perro.

Y, sin dejar de reírse, Pastor te permitía especular sobre esa diplomacia del cine que parecía encarnarse en todos aquellos viajeros de Hollywood con amarras en lo más alto del poder en Washington.

Ya en los años dos mil, en otros viajes sentiste que muchas cosas estaban cambiando. ¿La Habana iba a "normalizarse", perder su carácter tan especial?

En diciembre de 2012, ya se tambaleaba La Habana de otras convicciones y, una vez más, las cosas empezaban a cambiar. En la parte vieja aparecían cafés elegantes y modernos. Seguramente se implantaron allí donde otras tiendas modestas pero con alma desaparecieron. Todo se "modernizaba".

Por no quedar de antes, de cuando llegar a La Habana era casi un camino de Santiago, una peregrinación, no quedaba ni aquella vieja e imperiosa obligación de transitar por la ciudad canadiense de Gander, donde el aterrizaje de tu avión de Cubana de Aviación, procedente de París y con destino a la capital de la Isla, un Iliuchin algo ajado, era acogido por las ruidosas sirenas de coches de policía que inmediatamente lo bloqueaban. Una auténtica verbena para los que veníamos en el interior de aquel aparato que tanta simpatía parecía despertar a los canadienses y entre los que se encontraban algunos guitarreros llegados de tierras del norte de América. Y acabas por preguntarte si algunos de ellos, en alguno de aquellos vuelos, no sería el Bob Dylan al que le han regalado un Premio Nobel.

Y cuando por fin avistabas las pocas luces de La Habana, era más que nunca tiempo de apagones, aterrizabas en un aeropuerto entrañable, el viejo José Martí.

Ahora ya sabes que nunca más tendrás oportunidad de escribir aquel poema en prosa que entonces escribiste y que hoy huele a puro "vintage", retro:

"A la salida del aeropuerto, una chiquilla de diecisiete o dieciocho años, vestida de negro, con pelo azabache y ojos verdes rabiosos. Rojos labios como herida de amor propio. Se la lleva un viajero con maleta cansada. A la niña le chispean los ojos verdes como el delco del autobús que se niega a llevarnos al hotel. Mañana de invierno cubano --hiela en París-- con olor a chirimoya podrida, penetrante, de borrachera. Por la amplia avenida que sube al Copelia, templo mundial del helado, las chiquillas y las señoras se contonean en ceñidos vaqueros con la marca yanqui de Donna Sumer pegada en el culo, último grito en este mes de diciembre caribeño. En medio de Buick, Plymout y otros Chevrolet de los años cincuenta que embelesan a los europeos, mi primera miliciana. Chaquetilla y pantalón verde olivo. Sobre el pecho izquierdo, una discreta etiqueta -- Ministerio del Interior. Los dientes blancos acentúan el rosa de la lengua que se asoma traviesa a la punta de los labios como claveles de patio encalao. En el Salón Rojo del Hotel Capri, el olor a chirimoya me marea. Una periodista cubana, chiquita, moño negro y ojos verdes en marco de cejas profundas, me cuenta el extraño destino de esta sala de fiestas, antro de juego mafioso cuando los norteamericanos convirtieron Cuba en el puterío de los Estados Unidos. Muchos se dejaban los billetes verdes en los tapetes igualmente verdes tapetes verdes. Cuando cae la noche sobre el Caribe, rápida como un hacha de sombras oscuras, hay cola en el Salón Rojo para bailar como en tiempos de Pérez Prado."

Luego, muy luego, vinieron las chicas de Chanel y Barack Obama se posó en La Habana, sin tener que hacer escala en Gander. Y todo empezó. O todo terminó.


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