Crítica: "Soy Frankelda", esplendor visual para una trama que no llega a su altura
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Por Santiago Echeverría
Existe un momento en "Soy Frankelda", el primer largometraje mexicano realizado en la técnica de stop motion, que encapsula a la perfección la esencia de la película. Es un número musical frenético, una explosión de color y formas abstractas donde la animación alcanza un clímax de pura creatividad. En ese instante, uno es testigo del monumental esfuerzo y el desbordado amor que los hermanos Arturo y Roy Ambriz, con el apoyo de Guillermo del Toro, han volcado en cada fotograma. Sin embargo, es la misma secuencia la que, de manera involuntaria, revela la paradoja central del film: una narrativa que lucha por mantener el ritmo de su deslumbrante fachada.
Desde sus primeros minutos, la película se presenta como una obra de una ambición descomunal. La historia se divide en dos planos: el México virreinal, donde la joven Francisca Imelda anhela ser escritora en una sociedad que rechaza sus aspiraciones por su género, y el Topus Terrentus, un reino fantástico que se alimenta de las pesadillas humanas y que se encuentra en crisis. La promesa de una reflexión sobre el proceso creativo, la censura y la necesidad de contar historias es palpable. Sin embargo, el guion se muestra incapaz de tejer estos hilos de manera coherente. La película avanza a un ritmo endemoniado, presentando personajes, reglas de su mundo mitológico y conflictos con una urgencia que termina por abrumar. El resultado es una trama que a menudo se siente confusa, donde las motivaciones de los personajes se diluyen en un torrente de información y escenas que parecen requerir un conocimiento previo de la serie animada en la que se basa.
Este caos narrativo tiene consecuencias directas en la conexión emocional con la historia. La relación entre Frankelda y el príncipe Herneval, que debería ser el corazón de la película, carece de desarrollo. Su transición de aliados a amantes ocurre de manera abrupta, casi como una nota al margen, lo que hace que un beso crucial carezca del peso dramático necesario. De manera similar, el clímax de la película, la confrontación con el villano Procustes, se resuelve de forma tan súbita que deja una sensación de anticlímax. A pesar de la energía que Luis Leonardo Suárez imprime a la voz del Pesadillero Real, el film introduce tantos elementos —desde los Siete Clanes hasta un ejército de criaturas— que la narrativa principal termina sofocada por su propia exuberancia.
Pero sería una injusticia monumental no reconocer el logro monumental que "Soy Frankelda" representa en el plano visual. Aquí, la película no solo cumple, sino que supera cualquier expectativa. El diseño de producción es una obra de arte barroca y minuciosa. Cada escenario, ya sea una casona mexicana o el onírico castillo del Topus Terrentus, está repleto de detalles que invitan a pausar la imagen. Los personajes son una desfile de imaginación desbordada: desde el príncipe Herneval, una elegante ave humanoide, hasta el mismo Procustes, una inquietante amalgama de araña y sapo, y criaturas secundarias como un dragón que lleva un velero en su lomo. La paleta de colores, que evoca los tonos vibrantes de un altar de muertos, es un festín constante para la vista. Este es un universo construido a mano, con una artesanía que se siente tangible y llena de vida, un testimonio del "corazón" y la "pasión" que impulsó el proyecto, incluso hasta el punto de que sus creadores hipotecaran su casa.
El doblaje y los números musicales actúan como faros en medio de la tormenta narrativa. Las voces, en especial las de Mireya Mendoza (Frankelda) y Luis Leonardo Suárez (Procustes), aportan una vitalidad y una claridad que ayudan a anclar escenas que de otro modo podrían perderse en su propia complejidad. La canción "El Príncipe de los Sustos" destaca como un highlight innegable, un momento donde la animación y la música se fusionan para crear un espectáculo puro y memorable.
"Soy Frankelda" queda como una experiencia contradictoria. Es una película que se siente, al mismo tiempo, insuficiente en su narrativa y excesiva en su despliegue visual. Su valor como hito histórico es incuestionable; demuestra que México puede producir animación con una calidad técnica e imaginativa a la par de producciones internacionales, y su gesta de independencia y tenacidad es admirable. Sin embargo, como experiencia narrativa integral, se asemeja a un regalo con un empaque deslumbrante cuyo contenido no termina de llenar el vacío que la propia envoltura crea. No es una película para niños por su tono oscuro y su trama enmarañada, ni para adultos por sus diálogos a veces demasiado simples. Es, en cambio, un objeto de culto en potencia, un viaje psicodélico y singular que, a pesar de sus notorias falencias, merece ser atesorado por la pura audacia de su existencia.
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Existe un momento en "Soy Frankelda", el primer largometraje mexicano realizado en la técnica de stop motion, que encapsula a la perfección la esencia de la película. Es un número musical frenético, una explosión de color y formas abstractas donde la animación alcanza un clímax de pura creatividad. En ese instante, uno es testigo del monumental esfuerzo y el desbordado amor que los hermanos Arturo y Roy Ambriz, con el apoyo de Guillermo del Toro, han volcado en cada fotograma. Sin embargo, es la misma secuencia la que, de manera involuntaria, revela la paradoja central del film: una narrativa que lucha por mantener el ritmo de su deslumbrante fachada.
Desde sus primeros minutos, la película se presenta como una obra de una ambición descomunal. La historia se divide en dos planos: el México virreinal, donde la joven Francisca Imelda anhela ser escritora en una sociedad que rechaza sus aspiraciones por su género, y el Topus Terrentus, un reino fantástico que se alimenta de las pesadillas humanas y que se encuentra en crisis. La promesa de una reflexión sobre el proceso creativo, la censura y la necesidad de contar historias es palpable. Sin embargo, el guion se muestra incapaz de tejer estos hilos de manera coherente. La película avanza a un ritmo endemoniado, presentando personajes, reglas de su mundo mitológico y conflictos con una urgencia que termina por abrumar. El resultado es una trama que a menudo se siente confusa, donde las motivaciones de los personajes se diluyen en un torrente de información y escenas que parecen requerir un conocimiento previo de la serie animada en la que se basa.
Este caos narrativo tiene consecuencias directas en la conexión emocional con la historia. La relación entre Frankelda y el príncipe Herneval, que debería ser el corazón de la película, carece de desarrollo. Su transición de aliados a amantes ocurre de manera abrupta, casi como una nota al margen, lo que hace que un beso crucial carezca del peso dramático necesario. De manera similar, el clímax de la película, la confrontación con el villano Procustes, se resuelve de forma tan súbita que deja una sensación de anticlímax. A pesar de la energía que Luis Leonardo Suárez imprime a la voz del Pesadillero Real, el film introduce tantos elementos —desde los Siete Clanes hasta un ejército de criaturas— que la narrativa principal termina sofocada por su propia exuberancia.
Pero sería una injusticia monumental no reconocer el logro monumental que "Soy Frankelda" representa en el plano visual. Aquí, la película no solo cumple, sino que supera cualquier expectativa. El diseño de producción es una obra de arte barroca y minuciosa. Cada escenario, ya sea una casona mexicana o el onírico castillo del Topus Terrentus, está repleto de detalles que invitan a pausar la imagen. Los personajes son una desfile de imaginación desbordada: desde el príncipe Herneval, una elegante ave humanoide, hasta el mismo Procustes, una inquietante amalgama de araña y sapo, y criaturas secundarias como un dragón que lleva un velero en su lomo. La paleta de colores, que evoca los tonos vibrantes de un altar de muertos, es un festín constante para la vista. Este es un universo construido a mano, con una artesanía que se siente tangible y llena de vida, un testimonio del "corazón" y la "pasión" que impulsó el proyecto, incluso hasta el punto de que sus creadores hipotecaran su casa.
El doblaje y los números musicales actúan como faros en medio de la tormenta narrativa. Las voces, en especial las de Mireya Mendoza (Frankelda) y Luis Leonardo Suárez (Procustes), aportan una vitalidad y una claridad que ayudan a anclar escenas que de otro modo podrían perderse en su propia complejidad. La canción "El Príncipe de los Sustos" destaca como un highlight innegable, un momento donde la animación y la música se fusionan para crear un espectáculo puro y memorable.
"Soy Frankelda" queda como una experiencia contradictoria. Es una película que se siente, al mismo tiempo, insuficiente en su narrativa y excesiva en su despliegue visual. Su valor como hito histórico es incuestionable; demuestra que México puede producir animación con una calidad técnica e imaginativa a la par de producciones internacionales, y su gesta de independencia y tenacidad es admirable. Sin embargo, como experiencia narrativa integral, se asemeja a un regalo con un empaque deslumbrante cuyo contenido no termina de llenar el vacío que la propia envoltura crea. No es una película para niños por su tono oscuro y su trama enmarañada, ni para adultos por sus diálogos a veces demasiado simples. Es, en cambio, un objeto de culto en potencia, un viaje psicodélico y singular que, a pesar de sus notorias falencias, merece ser atesorado por la pura audacia de su existencia.
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