Colaboración: La mancha del techo de La Habana

por © NOTICINE.com
La habanera calle Rampa
Por Sergio Berrocal

Dicen los folclóricos que una mancha de mora con otra verde se quita. Probablemente la mía era más diabólica porque hasta hoy no se ha marchado del recuerdo. Durante diez días de hace casi treinta años escribí mis crónicas de cine desde La Habana bajo la advocación de una mancha, fea mancha, que había en el techo justo por encima de donde yo me ponía a escribir. Era un viejísimo edificio, al pie de la Rampa, que entonces, en aquel año 1985 era como una alfombra roja imaginaria que te llevaba al mayor espectáculo del mundo, el cinematógrafo.

Nunca había allí estrellas rutilantes con deslumbrantes vestidos cuyo coste hubiese bastado para rehabilitar el pequeño edificio al que yo subía después de cada proyección.

En la entrada me saludaba un olor que la primera vez me chocó y a partir de la segunda lo encontré delicioso.

Porque yo, en pocos días de mi primera estancia en La Habana para asistir al Festival del Cine Latinoamericano, que ya nada tiene que ver con lo que fue o por lo menos con lo que sigue siendo en mi recuerdo.

Sí, en pocos días de estar achicharrándome por las calles habaneras me había enamorado de La Habana como un recluta de una niñera tetuda.

Me había enamorado de su gente, aunque algunos pesados me persiguiesen ofreciéndome el remedio del siglo para la disfunción eréctil.

También hubo una tarde de bochorno mortal en la que un guapísimo morenito de barba cuidadosamente atusada de dos días de cuidados meticulosos quiso llevarme a tomar el té.

Tentado estuve aunque todavía no había salido "Fresa y chocolate" y pese a que en la calle el termómetro flirteaba con los 30 y pico grados centígrados.

Me enamoré de todo lo que me cruzaba en la calle.

Hasta de los chóferes de taxis.

Y sobre todo de cualquier cubana que me mirase. Y me miraban simplemente por ser extranjero.

Me había enamorado del mundo tal y como lo habían inventado unos señores barbudos que habían hecho una revolución que al cabo de un tiempo escribí con erre mayúscula.

En mi rincón de la delegación de la AFP, con mi ordenador, escribía y escribía maravillas bajo la mancha del techo que al final creo que me protegía.

Por si ya no lo he dicho, me enamoré de las maravillosas secretarias, archivistas y contables que pululaban a mi alrededor.

Me enamoré de las butacas del cine Yara.

De las butacas del Chaplin.

Del ascensor del Hotel  Capri.

Me enamoré hasta de los apagones que por aquel tiempo se paseaban por el Festival de Cine como si de una estrella invitada se hubiese retratado.

Pero la verdad es que me encontré como Jennifer Connelly aunque en versión fea y masculina. Solo como la una.

Todavía no había visto ni una sola vez, ahora ya ando por la vigésima proyección,  "Dark Water".

Entonces, claro, ignoraba que una mancha como la del techo de mi rincón de Redacción daría problemas alucinantes a la inefable Jennifer, de la que a su tiempo también me enamoré.

Porque Jennifer nunca ha sido solamente guapa, bonita o atractiva. Tiene la belleza solitaria que dan algunos dioses.

Han pasado muchos años, casi treinta. Pero la edad de razón no ha llegado. Porque sigo enamorado de todo aquello que fue La Habana para el todavía joven periodista que estaba descubriendo un ideal de vida.

Luego, mucho más tarde, llegaría la decepción. Porque el amor, por cinematográfico que pueda ser, siempre acaba decepcionando.

Ahora miro al viejo que vive en mi edificio de una playa del sur de España, alejado de lo bueno y muy cerquita de lo malo.

Y les cuento, que cuentos siempre son más agradables que la triste realidad del después.

Sus últimos quince años los ha pasado en una playa donde termina Europa y empieza África.

Es un piso cualquiera en medio de pisos cualquiera, con gente cualquiera que sube y baja en el ascensor.

Su habitación, pomposamente bautizada despacho, está tapizada de libros y fotos.

Ni él consegue encontrar un libro cuando lo necesita y sólo la insistencia y la casualidad le permitían dar con él.

No tiene más que desorden ordenado.

Los libros se habían ido amontonando, ellos solitos, en momentos de amor, cuando Dickens le embebía durante días o cuando Hemingway le hacía abrir sus despachos de la guerra de los turcos contra los armenios.

Normalmente, los libros llevaban su vida. Se colocaban donde les parecía y podían desaparecer durante semanas sin que nadie les regañara. De vez en cuando aparecían a requerimiento de una búsqueda con más rapidez que solía ser habitual y entonces se felicitaba por su buena clasificación.

El sistema, por caótico e inexistente que fuera, tenía la grandeza de que cuando encontrabas el título buscado sin demasiado esfuerzo te felicitabas in petto como si estuvieses hurgando en las estanterías de la biblioteca del Vaticano.

Eran libros demasiado familiares. Cada uno de ellos sabía que estaba allí, en algún rincón, visible o invisible tras otra capa de libros, porque eran amigos del amo. No por capricho. No sobraba ni faltaba un libro. Cada uno de ellos tenía una razón de ser, de estar y de servir. Y aunque pasaras días buscando un título, siempre llegaba la recompensa cuando lo encontrabas por la mayor de las casualidades, aunque siempre creías que el aludido había sabido que se le estaba buscando y dejando extraños menesteres en una garganta oscura de la biblioteca acudía para prestar el servicio que se le pidiese.

Las fotos eran tan precisas y queridas como los libros. Cada una de ellas correspondía a un momento justo y el instante en que se hicieron, entonces todavía no existía la foto digital y ni siquiera el repelente teléfono que permite fotografiar en cualquier lugar y en cualquier momento.

Eran fotos trabajadas con ácidos, fijadas con hiposulfito, secadas como se había podido.

Fieles momentos captados en un segundo de amor, pena o gloria.

Los guardianes de aquellos libros y de aquellas fotos eran un montón de reproducciones de Snoopy, el perro genial, uno de los más bellos inventos del arte norteamericano.

Los que montaban guardia en las estanterías habían llegado allí de muy diversas formas. Comprados, regalados, robados, amados. Sí, todos eran amados. Porque todos sabíamos que siempre podías recurrir a Snoopy cuando algo andaba cojo.

A veces, el viejo se emborrizaba en la manta protectora que le había regalado Snoopy y pedía a todos los perros de peluche del mundo una mijita de paz en aquella mañana árida.

Y cuando le asaltaba la maldita nostalgia enchufaba "Dark Water" y sufría todo lo que había que sufrir con la pobrecita Jennifer Connelly sola con su inquietante hija en aquel noveno piso de Nueva York, donde la mancha no era tan protectora como la del techo de La Habana.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro se titula "Calle Falange Española" .

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