Colaboración: Archidona, mi pueblo de película

por © NOTICINE.com
Estación de Archidona
Por Sergio Berrocal

Odio con furor de dragón ridiculizado y vejado por unos chinos que lo pasean muy a su pesar. Echaría llamas por la boca. O espuma incandescente con restos de napalm olvidado por los norteamericanos a orillas del Mekong. Achicharraría sin piedad, sin el mínimo de misericordia que reclama la gente buena, la que piensa que todos somos buenos, que no hay malos, que el cielo está en la tierra y que los ángeles no se visten de militares, recaudadores sin alma y políticos que unas veces en nombre de Dios y otras en nombre de la Democracia roban como si robar estuviese entre sus funciones.

A la parrilla, como un Sebastián de ocasión, asaría a todos cuantos desde hace año me dejan nadar en el mar de la envidia, en el río de los llantos, en las cataratas de los miedos, restregándome cada vez que la ocasión se pinta en el arco iris que soy un desajustado social, un tipo raro que no tiene ni eso, lo que todo el mundo.

¿Pero cómo puede ser que no lo sepas?

No quieren comprender ni les interesa. Gozan de su superioridad.

Tienen un pueblo.

Lo siento, en nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, pero hay cosas que me hacen hervir la sangre y sacan a flote instintos de odio que ni creía conocer, quizá la mala  educación adquirida en las mejores escuelas de monjas, la religión que puede convertirnos en odiosos y pecaminosos y la convicción de que de nada sirve madrugar porque nunca amanece más temprano. Siempre amanece demasiado tarde.

De pequeño, cuando era una monería, un carpintero cristiano me fabricó una espada como la que a Robín de los Bosques le permitía deshacer todos los entuertos, hacerle la vida imposible al sherif de Nottingham y llevarse de calle del amor de Lady Marianne.

Mi madre me confiscó muy pronto la espada que debía hacer de mí un héroe de película porque calculó que los otros granujillas del barrio, bestias pardas pero más fuerte que yo, no tardarían más de una semana en quitármela y en probablemente darme una paliza que tal vez influyese en el desarrollo de mi carácter.

Con todo esto, toda mi infancia fui un cobardica de lo más exquisito.

Y fue en el cine –desde mi asiento de gallinero—donde descubrí por primera vez que no tener tierra, patria o perrito que te ladre era una tragedia como para justificar todas las guerras moras, judías y cristianas.

Me partió el alma Juan I de Inglaterra, que terminó a caballo y con su corte pero con el ominoso apodo de Juan sin tierra. Verlo en el cine una y otra vez era lastimoso.

La otra noche me invitaron a un encuentro literario que tenía la particularidad de que los participantes eran autores modestos como yo pero que adoran la cosa escrita.

El coche me condujo a un pueblo de la serranía andaluza, cerca de Málaga.

Cuando empezamos a entrar por la única calle de la Estación, antiguo apeadero ferroviario de Archidona, se me llenó la cabeza de mil maravillosos recuerdos.

Aquello formaba parte del territorio que de niño veneraba. Era la película de mis años primeros, en technicolor, pantalla grande y música de Ennio Morricone.

Vivíamos en Ceuta, plaza fuerte de Franco en aquellos años de fin de la Guerra Civil Española, y como suprema recompensa me permitían pasar el verano en Archidona, una especie de reserva familiar que aprendí a conocer.

Y a adorar.

Me encontré con la gente más querida, cariñosa y generosa del mundo.

No eran sólo las decenas de primos, tíos y el resto de la corte celestial de la familia que en aquellos tiempos malditos de ajustes de cuentas entre los dos bandos que se habían asesinado en la guerra (franquistas y republicanos).

Era como si hubiesen dado una consigna. Todo el mundo, hasta la gente menos conocida y a priori menos predispuesta, tenía suficiente cariño como para regalarme a mí todo el que necesitara.

Claro, allá por el norte de África, yo vivía en el régimen disciplinario que imponía mi padre, un coronel.

Archidona y Algaidas, otro pueblo cercano, eran feudo de mi familia materna y allí no había uniforme que respetar.

La otra noche, en La Estación de Archidona, cuando hablábamos de escritura, la nuestra, de libros y del placer y del sacrificio de crear, volví a encontrar aquella desbordante simpatía de cuando tenía diez años de edad.

Y entonces hablé quizá de más.

Me di cuenta de que toda aquella gente tenía algo de lo que yo carecía. Un pueblo, un lugar, yo no.

Un señor muy amable, en lugar de hartarse rápidamente des mis desvaríos, se interesó por mi vida.

Y cuando tuve que decirle mi sitio de nacimiento le conté: “Cuando mi madre iba a dar a luz, el Coronel, su amigo, nunca fue su esposo,  siempre dijo que no podía serlo, la llevó en su coche de Estado Mayor de Ceuta a Tetuán, entonces ciudad dominada por España”.

El parto tuvo lugar allí y unas horas después, madre y recién nacido volvían al coche oficial pare regresar a Ceuta. Nacimiento y huída del hijo secreto.

Circunstancias más que adversas para que ahora yo fuese contando que mi pueblo es Tetuán. Apenas sé dónde se encuentra y lo conozco por postales.

Cuando ya fui mayorcito y seguía yendo de vacaciones a Archidona decidí que aquel sería mi pueblo.

Porque he vivido toda mi vida en Ceuta, Tánger, París, Madrid, Brasilia, La Habana y otros rincones del mundo.

Pero en ninguno de esos sitios he encontrado mi pueblo.

Mi pueblo es esta Archidona de película, con personajes casi de Frank Capra, donde un alcalde pedáneo, Ramón Barranco Molina, lleva cinco años reuniendo a sus vecinos alrededor de unos cuantos escritores para que hablen de esa cultura tan inútil para los imbéciles como bella para los que aman la razón.

Este curioso político, es, por si fuera poco, domador de caballos.

¿En qué lugar del mundo se puede encontrar un hombre que sepa susurrar a los caballos y al mismo tiempo hablar a los escribidores?

Y déjenme que les abra mis entretelas a través de estas frases de la exquisita Ana María Matute: “Siempre he escrito para explicarme a los demás. Quizá la causa radique en mi infancia: desde niña me sentí muy alejada de un mundo que no entendía y lo tuve que inventar”.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro, recién publicado, se titula "Calle Falange Española"

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