Colaboración: Porfirio Rubirosa, toda una vida
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Por Sergio Berrocal
Murió como todo playboy de los años sesenta hubiese deseado hacerlo: a bordo de un Ferrari que quedó inservible después de chocar en una zona idílica de París. Se llamaba Porfirio Rubirosa y ahora están preparando una película sobre su vida, después de varios intentos fallidos. La rueda, según se anuncia, el actor y productor colombiano Manolo Cardona.
Creo que fuí el último periodista que charló con Porfirio Ruborosa, un personaje de película. Moreno, alto, con un cierto encanto caribeño que chiflaba a norteamericanas y europeas, ejercía la doble profesión de diplomático y seductor titular de la República Dominicana, cuyos destinos regía entonces Rafael Leónidas Trujillo, toda una vida
En Francia estaba como en su casa ya que de pequeño solía pasar largas temporadas en París. Pero toda su existencia estaba centrada en la República Dominicana, cuando Santo Domingo se llamaba Ciudad Trujillo en honor al "Benefactor". Rubirosa fue un servidor y hasta yerno del dictador.
Como él, terminó la vida fuera de la cama, aunque más románticamente a muchos kilómetros de Ciudad Trujillo, en el bosque parisiense de Boulogne, donde en el caluroso amanecer del 5 de julio de 1965 una patrulla de policía descubriría su cuerpo hecho pedazos entre los hierros retorcidos de su Ferrari. Un accidente bastante extraño. Oficialmente, Porfirio Rubirosa, de profesión sus mujeres, aunque cuando yo le conocí parecía haber abandonado esta lucrativa ocupación (fueron cinco matrimonios o junteras y como muestra basta la excéntrica pero multimillonaria Barbara Hutton), perdió el control de su automóvil y chocó con un árbol. Cinco año atrás, el que fuera su suegro, el Benefactor, también había perdido la vida en otro coche. Pero el suyo había chocado con un diluvio de balas. En 1965, poco antes de su último viaje, el playboy daba la impresión de haber roto con todo lo que había hecho de su vida una aventura chorreante de champaña, mujeres bellas y menos bellas, pero todas igualmente fáciles y elegantes, dólares y polo.
Se había retirado a una encantadora propiedad de Marnes-la-Coquette, un elegante pueblecito de las afueras de París donde en aquel entonces abundaban los millonarios. En la que sería su última mañana salía de un cabaret de París cuando se produjo el choque fatal. Si la tesis del accidente fue la oficial y la aceptada por muchos, hubo quienes sostuvieron que había sido liquidado para que no tuviese la tentación de hablar más de la cuenta.
Casualmente yo le había visto en su casa poco antes. Allí llevaba al menos en apariencia una vida tranquila con su última esposa, una actriz sin un céntimo –excepción a la que fuera la regla de su vida– llamada Odile Rodin, quien sucedía a la Hutton, a otra millonaria estadounidense, Doris Duke, y a la primera de la serie de cinco, la mismísima hija de Trujillo, Flor de Oro. También había estado casado con otra francesa, igualmente actriz, Danielle Darrieux.
Después de tomarnos un cafe caribeño nos paseamos por el parque de su residencia y charlamos. Supongo que a Porfirio Rubirosa no se le había ocurrido ni por un momento, en aquel plácido ambiente lujoso, que le quedaba muy poco tiempo que vivir. La vida había sido siempre para él una especie de cuento de hadas.
Solía decir con un orgullo que le era muy difícil ocultar que su padre, Don Pedro, había sido un general por el que el dictador Trujillo sentía amistad y respeto, lo que le valió a él, después de una noche de juerga en la que por primera vez se halló frente a frente con el Benefactor que iba a marcar toda su existencia, encontrarse por capricho vestido de uniforme y con el grado de teniente de la guardia personal del que no tardaría en convertirse en su suegro.
Transcurría 1931. Un año después, la marcha nupcial sonaba en una capilla de la residencia veraniega del dictador. El tenientecito contraía matrimonio con Flor de Oro, que se había enamorado locamente de él, aunque Rubirosa pretendió siempre que fue un flechazo en doble dirección y que en ningún momento buscó con esta unión alianza o fortuna. Pero la tenía. Era el yerno del hombre más temido del Caribe. Del hombre cuyo retrato estaba en casi todas las casas de la isla como la del Cristo Redentor. Del hombre que había saqueado impunemente a todo un pueblo para alimentar sus diferentes y sustanciosas cuentas bancarias en su propio país pero sobre todo en Estados Unidos y en Suiza. Salido de una familia acomodada, pero aparentemente sin grandes bienes, Rubirosa se encontraba en una cama de oro. Flor de Oro sería para él la iniciadora, la tarjeta de visita que con el Título de diplomático iba a permitirle, una vez divorciado de ella, abrir las piernas y las cuentas bancarias de millonarias ávidas de caricias exóticas o sencillamente perversas y de algo que buscaban por encima, o por debajo, de todo a cambio de ofrecer una vida regia.
Esa tarde, mientras paseábamos por el parque de su casa, me dijo que estaba escribiendo sus Memorias. Aquello hizo tilín en mi cerebro. Rubirosa había sido confidente, con almohada por medio, de toda la familia Trujillo, había convivido con ellos y conocía todos sus secretos. El viejo tirano de suegro había caído y él había perdido el puesto de diplomático en París. Bajo una sonrisa desenvuelta y muy requeté afeitada, de hombre de mundo acostumbrado a perder en una mesa de juego un fajo de billetes sin parpadear, había algo si no de tristeza si de pesadumbre, cólera contenida incluso. Parecía con ganas de querer explicarse a toda costa y yo era el periodista que más tenía a mano:
— "Actualmente es cierto que ya no soy diplomático, pues el nuevo gobierno dominicano no me ha pedido que siga en mi cargo. Pero estoy convencido de que como diplomático podría rendir grandes servicios a mi patria. Ya sé que se me echa en cara el haber estado casado con la hija de Trujillo, lo cual me habría permitido hacer negocios en el extranjero aprovechando mi cargo diplomático. Otros han dicho que me peleé con el mayor de los hijos de Trujillo, Ramfis, por cuestiones de dinero.
La verdad es que mis razones fueron puramente políticas. Cuando murió su padre le pedí que instaurase un régimen democrático. Primero aceptó pero luego consideró que lo mejor era largarse al extranjero. Así, pues, yo he hecho lo imposible para que mi país gozase de un régimen democrático. Una prueba de esa voluntad mía es que en varias ocasiones me exiliaron de Santo Domingo, incluso siendo esposo de la hija de Trujillo".
Sobre sus Memorias, Rubirosa se había mostrado conmigo más bien cauto o por lo menos expeditivo:
— "Hace tiempo me pidieron escribir estas Memorias. Y en realidad no quería escribirlas. Pero se han dicho tantas barbaridades sobre mí y se ha deformado tanto la realidad que he querido poner los puntos sobre las íes. Y quienes me han atacado lo han hecho tanto en el aspecto personal como sobre mi vida política".
Antes de que me mandase prácticamente a hacer puñetas, quizá porque hasta un periodista principiante como era yo entonces siempre llega a ser molesto por la cabezona insistencia de sus preguntas, y sobre todo por algo que le dije sobre lo mucho que tenían sus anteriores esposas y la nada que poseía la de entonces, Odile Rodin, me habló de las mujeres con una sonrisa maliciosa:
— "Me han procurado buenos ratos, me han dejado buenos recuerdos pero también me han dado más de un dolor de cabeza".
Cuando le volví a ver no se distinguía de los hierros retorcidos de lo que fuera un hermoso Ferrari.
Y nunca he oído hablar más de esas Memorias que se anunciaban tan explosivas.
(Publicado en el libro del autor de este artículo, “Otro güisqui con más cine”)
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Murió como todo playboy de los años sesenta hubiese deseado hacerlo: a bordo de un Ferrari que quedó inservible después de chocar en una zona idílica de París. Se llamaba Porfirio Rubirosa y ahora están preparando una película sobre su vida, después de varios intentos fallidos. La rueda, según se anuncia, el actor y productor colombiano Manolo Cardona.
Creo que fuí el último periodista que charló con Porfirio Ruborosa, un personaje de película. Moreno, alto, con un cierto encanto caribeño que chiflaba a norteamericanas y europeas, ejercía la doble profesión de diplomático y seductor titular de la República Dominicana, cuyos destinos regía entonces Rafael Leónidas Trujillo, toda una vida
En Francia estaba como en su casa ya que de pequeño solía pasar largas temporadas en París. Pero toda su existencia estaba centrada en la República Dominicana, cuando Santo Domingo se llamaba Ciudad Trujillo en honor al "Benefactor". Rubirosa fue un servidor y hasta yerno del dictador.
Como él, terminó la vida fuera de la cama, aunque más románticamente a muchos kilómetros de Ciudad Trujillo, en el bosque parisiense de Boulogne, donde en el caluroso amanecer del 5 de julio de 1965 una patrulla de policía descubriría su cuerpo hecho pedazos entre los hierros retorcidos de su Ferrari. Un accidente bastante extraño. Oficialmente, Porfirio Rubirosa, de profesión sus mujeres, aunque cuando yo le conocí parecía haber abandonado esta lucrativa ocupación (fueron cinco matrimonios o junteras y como muestra basta la excéntrica pero multimillonaria Barbara Hutton), perdió el control de su automóvil y chocó con un árbol. Cinco año atrás, el que fuera su suegro, el Benefactor, también había perdido la vida en otro coche. Pero el suyo había chocado con un diluvio de balas. En 1965, poco antes de su último viaje, el playboy daba la impresión de haber roto con todo lo que había hecho de su vida una aventura chorreante de champaña, mujeres bellas y menos bellas, pero todas igualmente fáciles y elegantes, dólares y polo.
Se había retirado a una encantadora propiedad de Marnes-la-Coquette, un elegante pueblecito de las afueras de París donde en aquel entonces abundaban los millonarios. En la que sería su última mañana salía de un cabaret de París cuando se produjo el choque fatal. Si la tesis del accidente fue la oficial y la aceptada por muchos, hubo quienes sostuvieron que había sido liquidado para que no tuviese la tentación de hablar más de la cuenta.
Casualmente yo le había visto en su casa poco antes. Allí llevaba al menos en apariencia una vida tranquila con su última esposa, una actriz sin un céntimo –excepción a la que fuera la regla de su vida– llamada Odile Rodin, quien sucedía a la Hutton, a otra millonaria estadounidense, Doris Duke, y a la primera de la serie de cinco, la mismísima hija de Trujillo, Flor de Oro. También había estado casado con otra francesa, igualmente actriz, Danielle Darrieux.
Después de tomarnos un cafe caribeño nos paseamos por el parque de su residencia y charlamos. Supongo que a Porfirio Rubirosa no se le había ocurrido ni por un momento, en aquel plácido ambiente lujoso, que le quedaba muy poco tiempo que vivir. La vida había sido siempre para él una especie de cuento de hadas.
Solía decir con un orgullo que le era muy difícil ocultar que su padre, Don Pedro, había sido un general por el que el dictador Trujillo sentía amistad y respeto, lo que le valió a él, después de una noche de juerga en la que por primera vez se halló frente a frente con el Benefactor que iba a marcar toda su existencia, encontrarse por capricho vestido de uniforme y con el grado de teniente de la guardia personal del que no tardaría en convertirse en su suegro.
Transcurría 1931. Un año después, la marcha nupcial sonaba en una capilla de la residencia veraniega del dictador. El tenientecito contraía matrimonio con Flor de Oro, que se había enamorado locamente de él, aunque Rubirosa pretendió siempre que fue un flechazo en doble dirección y que en ningún momento buscó con esta unión alianza o fortuna. Pero la tenía. Era el yerno del hombre más temido del Caribe. Del hombre cuyo retrato estaba en casi todas las casas de la isla como la del Cristo Redentor. Del hombre que había saqueado impunemente a todo un pueblo para alimentar sus diferentes y sustanciosas cuentas bancarias en su propio país pero sobre todo en Estados Unidos y en Suiza. Salido de una familia acomodada, pero aparentemente sin grandes bienes, Rubirosa se encontraba en una cama de oro. Flor de Oro sería para él la iniciadora, la tarjeta de visita que con el Título de diplomático iba a permitirle, una vez divorciado de ella, abrir las piernas y las cuentas bancarias de millonarias ávidas de caricias exóticas o sencillamente perversas y de algo que buscaban por encima, o por debajo, de todo a cambio de ofrecer una vida regia.
Esa tarde, mientras paseábamos por el parque de su casa, me dijo que estaba escribiendo sus Memorias. Aquello hizo tilín en mi cerebro. Rubirosa había sido confidente, con almohada por medio, de toda la familia Trujillo, había convivido con ellos y conocía todos sus secretos. El viejo tirano de suegro había caído y él había perdido el puesto de diplomático en París. Bajo una sonrisa desenvuelta y muy requeté afeitada, de hombre de mundo acostumbrado a perder en una mesa de juego un fajo de billetes sin parpadear, había algo si no de tristeza si de pesadumbre, cólera contenida incluso. Parecía con ganas de querer explicarse a toda costa y yo era el periodista que más tenía a mano:
— "Actualmente es cierto que ya no soy diplomático, pues el nuevo gobierno dominicano no me ha pedido que siga en mi cargo. Pero estoy convencido de que como diplomático podría rendir grandes servicios a mi patria. Ya sé que se me echa en cara el haber estado casado con la hija de Trujillo, lo cual me habría permitido hacer negocios en el extranjero aprovechando mi cargo diplomático. Otros han dicho que me peleé con el mayor de los hijos de Trujillo, Ramfis, por cuestiones de dinero.
La verdad es que mis razones fueron puramente políticas. Cuando murió su padre le pedí que instaurase un régimen democrático. Primero aceptó pero luego consideró que lo mejor era largarse al extranjero. Así, pues, yo he hecho lo imposible para que mi país gozase de un régimen democrático. Una prueba de esa voluntad mía es que en varias ocasiones me exiliaron de Santo Domingo, incluso siendo esposo de la hija de Trujillo".
Sobre sus Memorias, Rubirosa se había mostrado conmigo más bien cauto o por lo menos expeditivo:
— "Hace tiempo me pidieron escribir estas Memorias. Y en realidad no quería escribirlas. Pero se han dicho tantas barbaridades sobre mí y se ha deformado tanto la realidad que he querido poner los puntos sobre las íes. Y quienes me han atacado lo han hecho tanto en el aspecto personal como sobre mi vida política".
Antes de que me mandase prácticamente a hacer puñetas, quizá porque hasta un periodista principiante como era yo entonces siempre llega a ser molesto por la cabezona insistencia de sus preguntas, y sobre todo por algo que le dije sobre lo mucho que tenían sus anteriores esposas y la nada que poseía la de entonces, Odile Rodin, me habló de las mujeres con una sonrisa maliciosa:
— "Me han procurado buenos ratos, me han dejado buenos recuerdos pero también me han dado más de un dolor de cabeza".
Cuando le volví a ver no se distinguía de los hierros retorcidos de lo que fuera un hermoso Ferrari.
Y nunca he oído hablar más de esas Memorias que se anunciaban tan explosivas.
(Publicado en el libro del autor de este artículo, “Otro güisqui con más cine”)
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