Colaboración: Surrealismo a la cubana
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Por Sergio Berrocal
Hay que morirse de risa o vivir para siempre ante lo que hay que ver. Ya vale que Chanel desfile en La Habana, la ciudad de todos los sueños, pero que Karl Lagerfeld, el diseñador, su amo espiritual, su cosa, su algo, se erija en rey de la pasarela cubana… Hace por lo menos veinte años asistí a un desfile de modas en La Habana, aunque claro está no era de Chanel ni de Dior. Era más bien modestito y sin alardes. Maravillosas muchachas cubanas presentaron trajes que con el uniforme verde olivo habrían pasado desapercibidos en Cuba.
Me recreé con aquellas chavalas llenas de vida, de erotismo, aunque no tanto como tenían las denostadas jineteras, putas según el régimen y los viejos del Partido Comunista Cubano.
Mientras admirábamos aquellos cuerpos tan requetebién vestidos con treinta grados a la sombra y humedad para aburrir a cualquiera, un compañero me recordó aquella histórica zafra del año setenta, la que se anunciaba como la de los diez millones de toneladas de azúcar.
Media Europa revolucionaria, unas cuantas guitarras y algunos hipis que se hartaron de ron cubano estuvieron cortándose las manos más que la caña de azúcar. Y contribuyeron probablemente a la debacle.
Con la nueva era, la inaugurada por Obama que sigue manteniendo Guantánamo, de pura cepa cubana, como su particular presidio para sus presuntos terroristas o lo que sea, Cuba deja entrar el destape odiosamente multimillonario más absoluto.
¿Dónde están aquellos rígidos funcionarios que a dos periodistas que viajábamos desde Europa hacia el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana nos hacían esperar en una antesala cercana a la Rampa porque no éramos aparentemente trigo limpio? Y yo llevaba yendo a ese mismo muestrario de cine desde 1986 con la avenencia del Gobierno Cubano.
Claro, ahora es Lagerfeld, disfrazado de no sé qué, quien llega al Prado para enseñar a los cubano, cuyo sueldo mensual no pasa de unos 25 dólares (alrededor de 21 euros) por mes, que si no tienes un Chanel que ponerte, a miles de miles de dólares por cabeza, no eres nadie.
Apúntenselo ustedes, cubanas que dieron la vida o casi para que echaran a Batista.
Bueno, el sargento hubiese pintado mejor con esa pasarela dibujada en medio de los sacrificios que tienen que hacer los cubanos para comer caliente todos los días.
¿Alguien habrá pensado en decirle a la troupe de Chanel lo que cuesta un tomate en La Habana cuando hay escasez, es decir casi siempre?
En una de mis visitas, un compañero periodista francés nos invitó a comer en su casa habanera. Tenía un congelador lleno de langostas que no olemos siquiera en Europa. Pero el plato que presidía la comida era una pirámide de tomates.
Nos quedamos espachurraos, porque no nos esperábamos a aquella monumental ensalada tan corriente en Francia. Al vernos tan extrañados, el ama de casa, francesa ella, nos comentó que habían querido agasajarnos porque hacía meses que no conseguían un solo tomate.
Y yo me pregunto, durante el desfile elegantísimo de la muerte de Chanel, ¿dónde aparcaron a las jineteras? ¿O las dejaron desfilar?
Las últimas películas que había visto de Cuba sobre Cuba, sobre sus demonios, sobre sus complejos, me habían convencido de que todo estaba cambiando. Pero ahora llegaron los norteamericanos y como en Iwo Jima plantaron la bandera de las estrellas, tan odiada hace solo dos semanas, y que ahora domina en las reflexiones y en las conversaciones.
Pero más que los tomates, imagino que lo que ahora preocupa a las autoridades es que más cruceros lleguen desde Miami o desde las Islas Vírgenes cargados de analfabetos que fotografiarán todo lo que se les ponga a tiro en la Cuba sufrida por más de cincuenta años de restricciones alimenticia, de restricciones mentales.
Once millones de cubanos han sufrido el cerco que los gentiles norteamericanos no se atrevieron a hacerle ni a aquellos indios, finalmente los bebés de Estados Unidos, que más de un general con sable doblado exterminaron a capricho, fotografiados en tantas y tantas películas de Hollywood.
La última vez que recé en La Habana, hace unos años, el Hotel Nacional ya estaba lleno de gente gorda con maletas más descomunales todavía que los cubanos de la caja y de la recepción enfrentaban con resignación.
Porque oigan, amigos de lo ajeno, encantados de que el Imperio vuelva a convertir América Latina en otras tantas sociedades bananeras de las que únicamente se beneficiarán los lobis de Washington, Cuba merece más respetos que eso.
Que los Rolling Stones actuen en La Habana, que a mí me parece una salvajada, pase, porque todo tiene que pasar. Que los cruceros de ricos estadounidenses o de disfrazados cubanos gordos y maltrechos por el trabajo capitalista aterricen en los puertos cubanos, pase. Pero que volvamos a los Lucky Lucianos, sí, fue un gangster típicamente norteamericano, el mayor traficante de drogas de la época, que volvamos a los burdeles, no.
Los cubanos no han luchado con hambre y talento durante más de cincuenta años para que la historia de la Revolución termine como una película chistosa de Hollywood, con tres marines plantando una bandera norteamericana en el Malecón.
Pero también es verdad que siempre podremos justificarlo todo sacando del cajón de los recuerdos el tan manido surrealismo caribeño. Y ya sacaremos de donde esté a Billy Wilder para dirigirlo.
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Hay que morirse de risa o vivir para siempre ante lo que hay que ver. Ya vale que Chanel desfile en La Habana, la ciudad de todos los sueños, pero que Karl Lagerfeld, el diseñador, su amo espiritual, su cosa, su algo, se erija en rey de la pasarela cubana… Hace por lo menos veinte años asistí a un desfile de modas en La Habana, aunque claro está no era de Chanel ni de Dior. Era más bien modestito y sin alardes. Maravillosas muchachas cubanas presentaron trajes que con el uniforme verde olivo habrían pasado desapercibidos en Cuba.
Me recreé con aquellas chavalas llenas de vida, de erotismo, aunque no tanto como tenían las denostadas jineteras, putas según el régimen y los viejos del Partido Comunista Cubano.
Mientras admirábamos aquellos cuerpos tan requetebién vestidos con treinta grados a la sombra y humedad para aburrir a cualquiera, un compañero me recordó aquella histórica zafra del año setenta, la que se anunciaba como la de los diez millones de toneladas de azúcar.
Media Europa revolucionaria, unas cuantas guitarras y algunos hipis que se hartaron de ron cubano estuvieron cortándose las manos más que la caña de azúcar. Y contribuyeron probablemente a la debacle.
Con la nueva era, la inaugurada por Obama que sigue manteniendo Guantánamo, de pura cepa cubana, como su particular presidio para sus presuntos terroristas o lo que sea, Cuba deja entrar el destape odiosamente multimillonario más absoluto.
¿Dónde están aquellos rígidos funcionarios que a dos periodistas que viajábamos desde Europa hacia el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana nos hacían esperar en una antesala cercana a la Rampa porque no éramos aparentemente trigo limpio? Y yo llevaba yendo a ese mismo muestrario de cine desde 1986 con la avenencia del Gobierno Cubano.
Claro, ahora es Lagerfeld, disfrazado de no sé qué, quien llega al Prado para enseñar a los cubano, cuyo sueldo mensual no pasa de unos 25 dólares (alrededor de 21 euros) por mes, que si no tienes un Chanel que ponerte, a miles de miles de dólares por cabeza, no eres nadie.
Apúntenselo ustedes, cubanas que dieron la vida o casi para que echaran a Batista.
Bueno, el sargento hubiese pintado mejor con esa pasarela dibujada en medio de los sacrificios que tienen que hacer los cubanos para comer caliente todos los días.
¿Alguien habrá pensado en decirle a la troupe de Chanel lo que cuesta un tomate en La Habana cuando hay escasez, es decir casi siempre?
En una de mis visitas, un compañero periodista francés nos invitó a comer en su casa habanera. Tenía un congelador lleno de langostas que no olemos siquiera en Europa. Pero el plato que presidía la comida era una pirámide de tomates.
Nos quedamos espachurraos, porque no nos esperábamos a aquella monumental ensalada tan corriente en Francia. Al vernos tan extrañados, el ama de casa, francesa ella, nos comentó que habían querido agasajarnos porque hacía meses que no conseguían un solo tomate.
Y yo me pregunto, durante el desfile elegantísimo de la muerte de Chanel, ¿dónde aparcaron a las jineteras? ¿O las dejaron desfilar?
Las últimas películas que había visto de Cuba sobre Cuba, sobre sus demonios, sobre sus complejos, me habían convencido de que todo estaba cambiando. Pero ahora llegaron los norteamericanos y como en Iwo Jima plantaron la bandera de las estrellas, tan odiada hace solo dos semanas, y que ahora domina en las reflexiones y en las conversaciones.
Pero más que los tomates, imagino que lo que ahora preocupa a las autoridades es que más cruceros lleguen desde Miami o desde las Islas Vírgenes cargados de analfabetos que fotografiarán todo lo que se les ponga a tiro en la Cuba sufrida por más de cincuenta años de restricciones alimenticia, de restricciones mentales.
Once millones de cubanos han sufrido el cerco que los gentiles norteamericanos no se atrevieron a hacerle ni a aquellos indios, finalmente los bebés de Estados Unidos, que más de un general con sable doblado exterminaron a capricho, fotografiados en tantas y tantas películas de Hollywood.
La última vez que recé en La Habana, hace unos años, el Hotel Nacional ya estaba lleno de gente gorda con maletas más descomunales todavía que los cubanos de la caja y de la recepción enfrentaban con resignación.
Porque oigan, amigos de lo ajeno, encantados de que el Imperio vuelva a convertir América Latina en otras tantas sociedades bananeras de las que únicamente se beneficiarán los lobis de Washington, Cuba merece más respetos que eso.
Que los Rolling Stones actuen en La Habana, que a mí me parece una salvajada, pase, porque todo tiene que pasar. Que los cruceros de ricos estadounidenses o de disfrazados cubanos gordos y maltrechos por el trabajo capitalista aterricen en los puertos cubanos, pase. Pero que volvamos a los Lucky Lucianos, sí, fue un gangster típicamente norteamericano, el mayor traficante de drogas de la época, que volvamos a los burdeles, no.
Los cubanos no han luchado con hambre y talento durante más de cincuenta años para que la historia de la Revolución termine como una película chistosa de Hollywood, con tres marines plantando una bandera norteamericana en el Malecón.
Pero también es verdad que siempre podremos justificarlo todo sacando del cajón de los recuerdos el tan manido surrealismo caribeño. Y ya sacaremos de donde esté a Billy Wilder para dirigirlo.
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